
El Bestiario: ‘Magnicidio fallido’ en el Kremlin
Rusia acusa a Ucrania de “intentar asesinar” a Vladímir Putin, Moscú asegura que dos aparatos fueron derribados en las inmediaciones del recinto; Kiev niega estar implicado y asegura que podría tratarse de un pretexto para justificar una escalada rusa…
EL BESTIARIO
SANTIAGO J. SANTAMARÍA GURTUBAY
El Kremlin ha asegurado este miércoles, 3 de mayo, que ha sido blanco de un ataque por primera vez en la guerra desatada contra Ucrania. Al menos dos drones trataron de golpear el edificio gubernamental, siempre según el servicio de prensa de Vladímir Putin, que considera la acción “un intento de asesinato” contra el presidente ruso. Según esa misma fuente, ambos dispositivos fueron derribados por las defensas antiaéreas del complejo residencial. Los restos, siempre de acuerdo con esa versión, cayeron dentro del complejo “sin provocar víctimas ni daños materiales”, pero sí un fuego sobre una de las cúpulas del complejo presidencial… “La parte rusa se reserva el derecho a tomar medidas de represalia donde y cuando considere oportuno”, ha amenazado Moscú a Kiev. “El Kremlin considera estas acciones un plan terrorista y un intento de asesinato del presidente en vísperas del Día de la Victoria y del desfile del 9 de mayo”, ha subrayado la presidencia rusa en un comunicado. Ucrania, por su parte, ha rechazado la autoría y teme “un ataque a gran escala” con este incidente como excusa. Putin no se encontraba en la residencia oficial moscovita en el momento de los hechos. La morada habitual del mandatario ruso se encuentra a las afueras de Moscú, en el palacio de Novo-Ogariovo, donde se reunió este miércoles con el gobernador de Nizhni Nóvgorod, y el martes había celebrado varios encuentros en San Petersburgo. “Su horario de trabajo no ha cambiado, continúa como de costumbre”, agrega la nota del Kremlin. El portavoz de Putin, Dmitri Peskov, asegura que el ataque no alterará ni la celebración del desfile por el Día de la Victoria de la Unión Soviética de José Stalin sobre la Alemania nazi de Adolf Hitler, en la Segunda Guerra Mundial ni la presencia de Putin en el acto.
Ucrania, que niega ser la responsable de esos hechos, asegura que podría ser un ataque de falsa bandera para justificar una escalada rusa. “Rusia está preparando un ataque terrorista a gran escala. Primero detiene a un gran grupo subversivo en Crimea y después muestra drones sobre el Kremlin”, ha advertido el asesor de la presidencia ucrania, Mijailo Podoliak, horas después de que su país sufriera una tercera oleada de misiles en seis días. Por su parte, el presidente ucranio, Volodímir Zelenski, quien se encuentra en Finlandia, ha negado un ataque al Kremlin o contra el líder ruso. “Nosotros no atacamos a Putin o Moscú. Nosotros peleamos en nuestro territorio. Eso se lo dejamos al Tribunal [Internacional]”, dijo en Helsinki. Preguntado por qué cree que el Gobierno ruso culpa a Kiev, el mandatario ucranio replicó que “Putin necesita motivar a su gente”. Horas antes de la revelación del supuesto ataque ucranio contra el Kremlin, el Servicio Federal de Seguridad ruso (FSB) comunicó que había detenido a un presunto comando formado por ucranios y rusos cuyo objetivo era acabar con el gobernador impuesto por Moscú en Crimea, Serguéi Aksiónov. Las autoridades difundieron además un vídeo en el que uno de los supuestos integrantes del grupo confesaba que el ataque había sido orquestado por el jefe adjunto de la oficina del presidente de Ucrania, Román Mashovets. “Ucrania libra una guerra exclusivamente defensiva y no ataca objetivos en el territorio de la Federación de Rusia. ¿Para qué? Esto no resuelve ningún problema militar, pero da motivos a Rusia para justificar sus ataques contra civiles”, ha subrayado Podoliak, que ha agregado que la aparición de drones y otros sabotajes “solo puede apuntar a unas actividades de guerrilla de fuerzas de resistencia locales”. “Los drones se pueden comprar en cualquier tienda militar… Y la pérdida de control sobre el país por parte del clan de Putin es evidente”, ha apuntalado el asesor de Zelenski.
“El debate sobre las soluciones a la guerra de Ucrania se divide entre reparar una injusticia o buscar la consecución de la paz. Va siendo hora de equilibrar el argumento belicista que domina la discusión…”, recalca Ignacio Sánchez-Cuenca, catedrático de Ciencia Política en la Universidad Carlos III de Madrid en una columna periodística, ‘Las razones del pacifismo’, publicada antes del magnicidio fallido en el Kremlin. Los debates sobre conflictos bélicos son incómodos. La descalificación moral de quien tiene opiniones distintas es recurrente. Unos piensan que los otros son ingenuos, buenistas y autocomplacientes, y los otros creen que los unos son belicistas, imperialistas e insensibles. En el caso de la guerra de Ucrania, algunas cosas parecen razonablemente claras. Sean cuales sean las motivaciones de Rusia, la invasión armada de Ucrania constituye un acto de guerra injustificable. Ucrania no ha hecho nada que merezca como respuesta la entrada del ejército ruso en su territorio. Dicha entrada ha dado lugar a una guerra en la que Ucrania se defiende y trata de recuperar el terreno perdido. Por muy complejos que sean los antecedentes del conflicto, que siempre lo son, en este caso resulta extremadamente sencillo separar a la parte agresora de la parte agredida. Los ucranios son las víctimas de la agresión. Y, como víctimas, deben ser socorridas por la comunidad internacional. Dicho socorro se manifiesta de múltiples formas, desde las sanciones económicas a Rusia hasta la ayuda humanitaria, financiera y armamentística que se presta a Ucrania. El punto de partida, pues, no admite mucha discusión. Hay un deber de solidaridad con el pueblo ucranio. Que en el pasado no se haya ejercido esa solidaridad con otros países agredidos, o que los mismos países que hoy apoyan a Ucrania en el pasado no movieran un dedo o incluso apoyaran otras guerras de agresión (como la de Irak, sin ir más lejos) es importante para revelar la hipocresía de los Estados y el doble rasero que impera en las relaciones internacionales, pero, desgraciadamente, esa constatación no nos permite avanzar mucho en la cuestión de qué hacer una vez que Rusia ha invadido Ucrania. Eso requiere una respuesta, aquí y ahora, de la que no podamos sustraernos por grande que sea el rechazo al comportamiento de los Estados en el pasado.
Dado este punto de partida, es lógico que se desenfunde la objeción moral en cuanto se arroja alguna duda sobre la ayuda militar a Ucrania. Replantearse dicha ayuda se interpreta como un cuestionamiento más general de la solidaridad con las víctimas de la guerra. ¿Vamos a dejar a su suerte a la población ucrania? ¿Qué pensaríamos nosotros si, en nuestro propio país, sufriéramos una invasión y el resto de Estados no hiciera sino mostrar indiferencia, sancionando de este modo la injusticia cometida por la parte agresora? Y, ya puestos, ¿acaso no pensamos que la Segunda República española fue miserablemente abandonada por las potencias democráticas, mientras Alemania e Italia ayudaban generosamente a los fascistas? De todo esto se ha hablado en los últimos tiempos. Es importante señalar, sin embargo, que quienes apoyan sin fisuras el apoyo armamentístico a Ucrania no solo tienen en cuenta razones morales. Hay también razones meramente prudenciales. Por eso se busca una respuesta conmensurada, que no traspase unos ciertos niveles de apoyo. Si no hubiera más que un razonamiento moral sobre el mal y el bien, no tendríamos otro remedio que concluir que, tras más de un año interminable de guerra, nuestro apoyo no ha sido suficiente y hemos de ir más allá. ¿Por qué no enviamos tropas? ¿Por qué no entramos directamente en guerra con Rusia? Con otras palabras, ¿por qué suponemos que el nivel óptimo de apoyo consiste en enviar armas a Ucrania e imponer sanciones a Rusia? La respuesta a estas preguntas ya no es moral, sino plenamente política. Ahora bien, una vez que entramos a sopesar razones políticas, el campo de discusión se abre considerablemente. Si no tenemos una obligación incondicional de darlo todo por la causa ucrania, ¿cómo se establece cuál es el nivel de apoyo más adecuado? Pero, sobre todo, ¿por qué no exploramos otras vías alternativas que acorten la guerra cuanto sea posible?
El pacifista apuesta siempre por la vía del diálogo y la negociación a fin de evitar el horror de la guerra. Sus contrarios alegan que se trata de un objetivo loable, pero que Rusia no va a cesar su ofensiva por el hecho de que en una mesa de negociación se le pida hacerlo. En realidad, todos sabemos que la cuestión es algo más compleja. No es cuestión de oponer armas a palabras. Lo que en el fondo se ventila es si se da más importancia a reparar una injusticia o a la consecución de la paz. Soy consciente que esta manera cruda y sin matices de plantear el dilema puede resultar inaceptable a muchos, pero, en última instancia, el debate, se reconozca o no, gira en torno a ello. Quienes apuestan por la confrontación armada creen que lo prioritario es reparar la injusticia de la invasión y los crímenes cometidos, aun si eso supone un conflicto de consecuencias terribles y un riesgo de extensión del mismo más allá de Ucrania. Por su parte, quienes abogan por la paz creen que es más importante acabar con la guerra, aun si eso supone transigir con una injusticia. Ninguna de las partes lo plantea en términos incondicionales. Quienes creen que hay que seguir ayudando a Ucrania ponen límites a tal ayuda: no están dispuestos a declarar la guerra a Rusia. Y quienes creen que hay que buscar la paz no creen que valga todo y que Rusia deba sin más salirse con la suya. La postura belicista, de momento, está clara: apoyar a Ucrania hasta donde sea posible sin entrar en guerra con Rusia. En cambio, la postura pacifista apenas se ha articulado, entre otras razones porque nadie quiere anticipar lo que tendría que ser negociado por las partes con la mediación de la comunidad internacional.
A juicio de Ignacio Sánchez-Cuenca, “un requisito mínimo para una posición pacifista razonable es, como ha señalado Jürgen Habermas, que Rusia no pueda considerar bajo ninguna circunstancia que ha ganado la guerra”.” Con todo, entre una victoria y una derrota totales caben múltiples soluciones intermedias. Cuanto más se aproxime la solución negociada a la victoria rusa, mayor será el coste de la paz en términos de justicia. Y viceversa: cuanto más se aproxime la solución negociada a la derrota de Rusia, mayor será el coste de la guerra en vidas humanas. Lo que esto significa, en último término, es que la búsqueda negociada de la paz puede entrañar algún tipo de concesión territorial a Rusia, así como algún tipo de acuerdo de seguridad que dé garantías mutuas a las partes. El pacifista cree que vale la pena explorar esa vía, el belicista cree más bien que el objetivo es restaurar el statu quo ante…”. Con mucha timidez, surgen algunas iniciativas esperanzadoras. China ha presentado un decálogo de principios para reconducir la situación. Algunos de esos principios son ambiguos, pero podría valer como un primer paso. Más recientemente, el presidente de Brasil, Lula da Silva, ha comenzado a explorar una alianza de países que faciliten la vía negociada. No nos engañemos: esa vía supone que Rusia conseguirá alguna de sus reivindicaciones, a costa de Ucrania. Como tipos ideales, el belicista cree que tener razón justifica la continuación del conflicto, de la misma manera que el pacifista cree que la paz justifica una solución injusta. En el mundo real, buscamos continuamente compromisos o puntos medios. En esta guerra, de momento ha tenido mayor protagonismo el ideal belicista. Va siendo hora de equilibrar la situación y dar mayores oportunidades a la búsqueda de la paz.
No se ha podido confirmar la autenticidad de los numerosos vídeos del suceso publicados tras el anuncio del ataque al Kremlin y que han sido difundidos por el mismo Gobierno ruso. El incidente ocurrió, según presidencia, durante la noche del martes al miércoles. En las imágenes se puede observar la destrucción de los aparatos y la caída de sus restos sobre el tejado del Gran Palacio del Kremlin, lo que plantea a su vez dudas sobre la defensa antiaérea rusa. En diciembre tuvieron éxito dos ataques con drones contra varias bases aéreas rusas, alguna a más de 600 kilómetros de la frontera ucrania. Las autoridades rusas han advertido en varias ocasiones de que atacaría “los centros de toma de decisiones” ucranios si eran alcanzados con las armas de largo alcance facilitadas por Occidente, pero las incursiones realizadas contra aquellos aeródromos fueron realizadas con artefactos soviéticos. Horas antes del anuncio del Kremlin, el alcalde de Moscú, Serguéi Sobianin, había prohibido el empleo de drones en la capital, salvo que exista un permiso expreso de las autoridades. “Podrían complicar el trabajo de los organismos encargados de hacer cumplir la ley”, había justificado el alto cargo, que advirtió además de que su uso acarreará consecuencias penales. El temor a un ataque se ha avivado en la capital en los últimos meses con la aparición de varios supuestos drones ucranios en la región. El último caso ha sido el hallazgo de un UJ–22 con medio kilo de explosivos en un descampado de Noguinsk, a 55 kilómetros de Moscú, el pasado 24 de abril.
Algunos altos cargos han reclamado ya una respuesta militar. “Un acto terrorista contra el presidente es un ataque terrorista contra Rusia […] No puede haber negociaciones con el régimen de Zelenski; exigiremos el uso de armas capaces de detener y destruir al régimen terrorista de Kiev”, ha manifestado el presidente de la Duma Estatal, la Cámara baja del Parlamento, Viacheslav Volodin. Tanto este alto cargo como varios diputados del partido de Putin y las formaciones satélites pidieron denominar al Gobierno ucranio terrorista. Según el líder de Rusia Justa, Serguéi Mirónov, el incidente es “un verdadero casus belli, un pretexto para la guerra”, contra Ucrania después de un año y más de dos meses de conflicto. La oposición, sin embargo, teme una escalada. Leonid Volkov, colaborador del disidente Alexéi Navalni, ha advertido de que este supuesto ataque puede tener dos consecuencias. La primera, “hacer posible una [nueva] ronda de movilización” de la población tras el reclutamiento forzoso de más de 300.000 personas en otoño pasado; pero también utilizar este episodio “para responder a la contraofensiva ucrania con una escalada seria”. Volkov no descarta, entre otras futuras acciones del Kremlin, “un ataque masivo sobre Kiev”.
El día 24 de febrero por la mañana, en las calles de Moscú se producía una disonancia entre la imagen y el sonido. El movimiento frenético de coches y peatones no se correspondía con la pista de audio, casi imperceptible. Aunque la ciudad funcionaba a más velocidad, alguien había bajado el volumen. Las expresiones se helaban en las caras de unos ciudadanos cuya alma parecía haberse escurrido por un desagüe, derretida como la poca nieve de las aceras y aplastada por unas nubes pesadas, pesimistas. Solo hacía unas horas que los aviones rusos sobrevolaban Ucrania y un sudario en forma de déjà vu ya cubría la ciudad. La que se nos viene encima, se leía entre líneas, mientras en las televisiones retumbaban el discurso matutino de Vladímir Putin sobre la “operación militar especial” y los informes agoreros sobre el rublo. Los moscovitas ya sabían lo que tocaba. Frente a las sucursales bancarias, las colas solo se disolvían ante el aviso de falta de efectivo. En menos de un día, distintas entidades ya no permitían extraer más de cuatro euros y en las casas de cambio se alcanzaban las cinco horas de espera. Las sanciones entraron en Moscú como los mongoles en el Rus: por todos los flancos y dispuestas a arrasar. El aislamiento comercial fue inmediato, ‘secuestraron’ a los líderes y oligarcas más visibles y pronto se implantó una especie de estado de sitio que impedía la llegada y salida al extranjero. Con las reservas económicas actuando como cuidados paliativos, la inflación y el nacionalismo eran los efectos más notables. A pie de calle, la militarización de la ciudad revelaba los estertores del Estado de derecho. Eran las últimas gotas para los que en los últimos años toleramos leyes cada vez más represivas y crímenes cada vez más descarados. Muchos, tanto rusos como extranjeros, entendimos que nuestra vida en Moscú había terminado.
Durante esos días, la capital rusa era como un gran barco que atraca cargado de pescado fresco al amanecer. Sobre él, cientos, miles de gaviotas se disputan algas y lenguados; percebes y conchas vacías. La diferencia es que nadie esperaba el día, sino una noche oscura y de tormenta. Asistir a ese acontecimiento histórico tiene un punto épico, pero cuando la historia está empañada de sufrimiento, la realidad desvela miserias que no se recogen en los libros y que transforman la curiosidad en un morbo casi escatológico. Ese brillo sucio es lo que se colaba entre los atascos y colas de una ciudad agresora pero también agredida. O kamikaze. Los moscovitas se retorcían como un asfixiado que intenta agarrarse a la vida que conoce y que se había ganado. Para una población familiarizada con grandes carencias y mayores vaivenes, conseguir productos importados era tanto una ilusión de continuidad como una manera de invertir un dinero que entonces se derretía. Por eso es complicado juzgar que, mientras unos escapaban de cazas y tanques, otros, tan sorprendidos como los primeros, apurasen los últimos instantes para salir del país, extraer sus ahorros o invertir en tecnología a precios disparados. Hasta aquí, a uno le parece que las sanciones o la fuga de empresas extranjeras pueden tener cierta lógica como medida de presión. Piensa: claro que esta población, aunque acostumbrada a tragar con todo, determinará que nada de esto tiene sentido. Así fue al principio, cuando miles de detenciones insinuaban que habría muchos más opositores de los que osaban salir a la calle.
Los cambios se extendían, lentos, pero con firmeza: museos de referencia, como Garage o GES-2 se vaciaron. Las exposiciones internacionales abandonaron la ciudad, los teatros cerraron, los conciertos se cancelaron. El dinamismo de una capital de primer nivel cultural y económico se helaba durante una primavera vigorosa, de una hermosura incoherente con la realidad política. Las calles eran un espejismo de lo que habían sido. En cuestión de semanas, el rublo se depreció en casi un setenta por ciento y productos básicos como azúcar o papel se encarecían en la misma medida, si es que aún se encontraban en las estanterías. Agencias de prensa cesaban su actividad, cerraban los periódicos, detenían a altos cargos y se repetían sospechosos suicidios. Alguna que otra Z en las puertas de los disidentes. Amigos en comisaría. Rumores sobre movilización general. Rumores sobre armas nucleares. Rumores sobre registros a domicilio. Rumores sobre fronteras cerradas. Rumores sobre veto a redes sociales. Rumores sobre repatriación. Rumores sobre falta de transportes. Rumores sobre mentiras. Rumores sobre corralito. La incertidumbre agota a quienes tratan de visualizar su futuro y el abatimiento acaba de hundir a quienes se niegan a aceptar la guerra. Lo más inverosímil empezó a cristalizar cuando el miedo, o la cobardía, o la maldad, o todos agrupados en forma de nacionalismo, se esparcieron por las calles como una gangrena. La consternación se convirtió en fantasía cuando algo querido y, en principio conocido, mostró signos de semejante infección. Las caras que al principio se deshacían en lágrimas y vergüenza ahora se mostraban hieráticas y relativizaban los hechos. En esta ciudad, tan bella como despiadada, un poder enfermo empezó a coagularse de un modo físico, real, tan incontestable como perverso. Su mayor virtud es la más aterradora: que la guerra y la agresión se conviertan en algo normal y aceptable.
“Cuando a mediados de abril consigo organizar mi marcha del país y me decido a malvender mis pocos y devaluados ahorros, un hombre se me acerca a la puerta de la casa de cambio: que les jodan a los dólares americanos, dice, bueno, y a los americanos también, compra moneda local, me ordena, la moneda de los vencedores. La dependienta sonríe como diciendo que es lo que hay. Es tan violento que no acierto a responder…”. Este buen patriota consiguió darme el empujón definitivo para aceptar que el Moscú que amaba y creí conocer ya no existía; con su sonrisa resentida invitaba a abandonar este espejismo de vida y buscar otra nueva. Lo curioso es que tenía razón… o casi: de mano de las medidas del Banco Central, la cotización del rublo experimentó una recuperación milagrosa y en junio valía alrededor de un treinta por ciento más que antes de la guerra. Aunque fueron congeladas sus reservas en el exterior, la entidad logró intervenir a través de terceros, elevó los tipos de interés e implementó severas restricciones para retirar los depósitos en divisas o realizar transferencias al extranjero. Es decir, si no hubiera cambiado mis ahorros, tendría mucho más dinero (en euros), pero no podría hacer nada con él. La línea adoptada por el Banco Central ejemplifica el funcionamiento de lo que en economía se conoce como la trinidad imposible: no se pueden obtener al mismo tiempo un tipo de cambio fijo, libre movimiento de capitales y una política monetaria autónoma. ¿Pero por qué quiso Moscú quedarse solo con una de las tres variantes? Paul Krugman, el estadounidense, Nobel de Economía, cree porque la cotización del rublo es el único medidor que no se puede falsear oficialmente, así como por el alto valor simbólico que Rusia concede a su divisa como indicador económico, a la altura de la inflación o el paro. En cualquier caso, dadas las dificultades para disponer de estos depósitos en divisas y para importar bienes, la recuperación del rublo es un efecto cosmético que no sirve para negar la efectividad de las sanciones, como intenta argumentar el Kremlin.
En otras palabras: ¿para qué quieres dinero si no puedes comprar lo que necesitas? Aquí la paradoja de la trinidad imposible va un paso más allá: con una balanza de pagos más positiva que nunca, Moscú tiene problemas para abastecer a su economía. La tendencia inflacionista global, la concentración de recursos en la guerra y las sanciones de Occidente se suman. A corto plazo, como advertía Elvira Nabiullina, directora del Banco Central, Rusia está agotando sus reservas y en el segundo semestre del año deberá hacer frente a cambios estructurales. Ya se acusan en sectores como automoción, aviación comercial o ferrocarriles. El oso económico ruso tiene unas buenas garras, pero debe aceptar que le seguirán cayendo los colmillos mientras arregle sus tanques con chips de lavadoras. Se van servicios clave como Microsoft y Cisco, así como desaparecen bienes básicos como el ABS o el control de estabilidad de los coches nuevos. “Total, así ya vivíamos en la época soviética” es el mantra patriótico que suena como consuelo. Exagerando un poco, el PIB también se desploma a niveles de la época soviética y el presidente del principal banco ruso advierte de que se necesitará una década para recuperar lo perdido hasta la fecha. Por eso, algunos parecen decepcionados por que a estas alturas de la película los rusos no se estén comiendo los unos a los otros. Pero en realidad las sanciones tienen un efecto económico a corto plazo que solo puede aumentar en el largo. Moscú sorprende con su ingenio para mantenerse a flote con métodos como las importaciones paralelas o acuerdos comerciales en los mercados todavía disponibles, pero ambas medidas son tan originales como poco sostenibles: sus socios no se exponen a sanciones colaterales y optan por pactos transitorios que delatan poca fe en el futuro ruso. Por no hablar de que no existe la infraestructura que sostenga un sólido intercambio comercial con China o India. Aunque el Kremlin trate de aferrarse a la “amistad sin límites” que le ofreció Pekín a principios de año, no hace más que malvender sus recursos a un socio contento de exprimirlo. Las humillaciones que Moscú percibía por parte de Bruselas o Washington podrían no ser menores desde el otro lado de los Urales.
Ahora bien, un cálculo a mano alzada puede ayudarnos a entender si esto supondrá una caída de popularidad para el gobierno ruso: antes de la pandemia, los datos oficiales indicaban que solo un 30 % de rusos contaban con pasaporte para viajar al extranjero. Se puede suponer que tienen ingresos superiores a la media, son de grandes ciudades y abiertos a un estilo de vida occidental; es decir, que entre ellos está el 14 % de clase media del país. Tampoco sería de extrañar que muchos de ellos también pertenezcan al 30 % que, según diversas encuestas, rechazaron desde un principio la invasión a Ucrania y que no votaron por Rusia Unida en las últimas elecciones. Una parte de estos detractores ya abandonaron el país y los que se quedaron son percibidos como traidores y ‘quintacolumnistas’. Es un apoyo que el gobierno no tenía y no va a recuperar, así que lo relevante es entender qué ocurrirá con el 70 % restante. Quien haya conocido las condiciones de vida de la clase baja moscovita o de las provincias rusas podrá entenderlo fácilmente: a sus bajos salarios y prestaciones sociales poco les afectan las sanciones. No les importa no salir al extranjero porque nunca lo hicieron. No les importa que no haya ‘Audis’ porque tampoco los conducían. Lo mismo con el vino italiano, el jamón serrano o medicamentos que prolonguen su esperanza de vida más allá de los setenta años. Es más, se alegrarán de que vuelva a reinar ‘la justicia social’ (término oficial), aunque sea a la baja. Las sanciones occidentales no hacen sino sembrar un camino que comenzó en 2010 y se aceleró con la anexión a Crimea y la pandemia: el camino del aislacionismo y el control. Con el precedente de 2014, esta invasión presentaba a Moscú dos posibilidades: la primera, bombardear Ucrania sin demasiadas consecuencias y actuar a su antojo mientras siga hinchando de gas a la Unión Europea; es decir, convertirse en el Washington imperialista que tanto critica. La segunda, asumir una serie de sanciones sin precedentes que, aunque perjudiciales, a nivel interno pavimentarían un camino dictatorial para una población paranoica con la rusofobia de Occidente; es decir, justificarían el aislacionismo. En ese caso, para el Kremlin no sería un problema introducir proveedores sustitutivos, pues ya confiaba en su propio internet y sistema de pagos interbancarios o ya gozaba de servicios digitales a la altura (si no mejores) de Google, Amazon y distintas redes sociales. El problema era explicarlo. Así que mejor que las compañías extranjeras se vayan por su propio pie o nos den motivos para cerrarlas… y que el control y la información se queden en casa.
El escenario fue el segundo. Cerrar las puertas a ciudadanos rusos en materia de becas, cooperación, comercio o asilo solo empeoró las cosas. “Nos dicen que debemos sentirnos culpables pero no hay nada que podamos hacer para cambiar lo que ocurre, y cuanto más culpes a la gente, más te rechazará”, escuchaba en un parque el cronista Andrew Roth. El plan de crear un país de ciento cincuenta millones de mendigos y el mayor arsenal de armas nucleares no parecía una buena idea, pero la popularidad de estas medidas tuvo más peso para Occidente. Y a Moscú tampoco le parecía mal, pues le ponían en bandeja dejar a los rusos sin periodismo e información extranjera. Putin entendió mejor que nadie el revanchismo y el rencor que la mayor parte de su población sentía hacia un Occidente que los había discriminado, una Ucrania nazi y desagradecida y una clase media rusa traidora. En este sentido, Occidente peca de egocéntrico e ingenuo si cree que la escasez de hamburguesas de McDonald’s o sillas de Ikea puede acabar con un sistema de este calibre. La forma de presionar al gobierno no pasa por ahí. Es el propio Kremlin quien más privaciones inflige a sus ciudadanos, a los que no puede ofrecer más que victimismo y uso de la violencia. Los rusos, aplacados, no solo son escépticos sobre la utilidad de su voto o de manifestarse, sino que tampoco visualizan que su gobierno pueda cambiar. Después de haber invadido un país soberano, cualquier medida y nuevas leyes son concebibles. Como Hitler decía a Goebbels en 1943, “la guerra… nos posibilitó resolver gran cantidad de problemas que no hubiéramos podido solucionar en tiempos normales”. En esa línea se expresa para The Economist el académico Gregory Asmolov al hablar de que “la nueva realidad política, inimaginable hace unos meses, es el gran logro del Kremlin” y permite a Putin transformar Rusia en una “sociedad desconectable” —o lo que Timothy Snyder llama las políticas de la eternidad—. Existe “la noción de que es imposible proteger la legitimidad interna del actual poder y conservar la lealtad de los rusos si el país sigue relativamente abierto al sistema global en red”, escribe Asmolov. Así que las únicas formas de oposición pasan por el extranjero, pero (y volvemos al principio) el extranjero prefiere cerrar las cuentas y negar las visas a los rusos disidentes. ¿Qué hubiera pasado si, tras la caída de distintas dictaduras, no existiera la oposición en el exilio?
El discurso oficial de la siempre humanitaria Unión Europea obvia estas sutilezas. Al contrario, en otro gesto de ombliguismo, Bruselas aduce que su objetivo son las élites de oligarcas y políticos, sin tener en cuenta que Rusia funciona al revés: las empresas no mantienen al gobierno, sino que dependen de él. Así que muchos de estos magnates se agarran al poder que les queda y prefieren perder mucho en vez de perderlo todo. Como aviso a los revoltosos, nadie se molestó en ocultar la oleada de ‘suicidios’ de altos ejecutivos y sus familiares durante los últimos meses. En resumen, a nivel interno y a corto plazo, la victoria del ‘putinismo’ parece clara. No lo es tanto la de unos ciudadanos cuyas condiciones de vida materiales y garantías civiles se deterioran a pasos agigantados, pero que, de momento, lo aceptan. A nivel internacional, Rusia se acaba de convertir en su peor enemigo: literalmente, cometiendo las tropelías de Washington y, metafóricamente, justificando la expansión de la OTAN y el aislamiento contra los que luchaba. Gracias al Kremlin, el Pentágono no parece tan malo. “Putin es el mejor agente de la CIA de la historia”, se bromeaba en Moscú. Entonces, si no funcionan o si acaban volviéndose contraproducentes, ¿qué son las sanciones? Quizá sean una muestra de la impotencia europea. Quizá sean la única solución ética que Bruselas encuentra para enmendar decisiones pasadas. Son lo único que puede hacer para demostrar su desacuerdo con la actuación de Rusia, la única vía de enfrentarse sin un conflicto armado abierto. Un estudio de Yale confía en que las sanciones sí son una vía de cambio. El tiempo y la resistencia de dos ciudadanías enfrentadas por sus políticos permitirá evaluarlo.
Pero por mucho que ocupen el centro del debate como alternativa pacífica, no se debe olvidar que las sanciones están acompañadas de un alza de los presupuestos de defensa europeos (no siempre secundados por la población) y del envío de enormes cantidades de armas a Ucrania. Quizá la paz solo sea sostenible bajo el modelo de amenazas de la Guerra Fría, pero difícilmente se logrará armando a ucranianos civiles cuyas vidas solo prolongan el conflicto. Mientras continúa este debate, por cierto, las importaciones de hidrocarburos siguen abasteciendo el avance del ejército ruso en Ucrania. A todo esto, ¿se acuerdan de Ucrania? Para los rusos es tan simbólico como para los occidentales, una especie de Guernica en que ambos bandos ven la maldad de su verdadero rival. Una casilla más de un gran tablero de ajedrez. Desde luego, mientras peones como Kiev, Odesa o Jarkov sigan ardiendo será difícil hablar de Moscú. Más difícil todavía será hablar con Moscú y los contactos se limitarán a los tiros y las sanciones. Aunque pueda el orgullo, cualquier solución pasa por entender qué se siente al otro lado, pues esta invasión culmina un estado de ánimo, una ideología; los hechos previos o las consecuencias solo sirven de adorno. “Estos días la ciudad es como un pollo sin cabeza», dice Valeria, médica moscovita. “Todo avanza, pero no sabemos en qué dirección”, completa. “Nosotros tratamos de seguir adelante, ¿qué podemos hacer?”, se pregunta Alina, una periodista desempleada desde marzo. Su tono suena a abatimiento y vergüenza. “Todo son provocaciones, Rusia hace lo único que podía hacer y hay que apechugar”, razona José, un emigrante español volcado con la causa. “Todas las guerras son malas”, relativiza otro.
Lo dicho, un pollo sin cabeza. Entiendo que el ambiente no ha cambiado demasiado. Recuerdo aquellas primeras semanas de invasión como ese Berlín victorioso del 42 que tan bien describe Jonathan Littell en “Las Benévolas”. El dinero perdía su valor, los horarios se desquiciaban. Sin perspectivas de futuro, en un día cabían cinco noches y los desvelos duraban meses. Cada hora de tranquilidad era una victoria en aquella incertidumbre tiránica. Cenas de despedida, paseos sin rumbo, un finiquito, todos se casan, bájate una VPN, discusiones a gritos, el portero-orangután del consulado, borra tu Telegram, un abrazo hasta no se sabe cuándo, militares por Moscú, el aeropuerto vacío. Los mensajes desquiciados y las risas mefistofélicas de Medvédev, Sajárova, Simonyan o Lavrov como una jauría de locos. El (no) cáncer de Putin… Ya entonces, lo peor es que visualmente todo era igual. La ciudad se parecía a lo que había sido, pero los números, las finanzas y las leyes cambiaban todo el contexto. La distorsión cognitiva intimidaba. También ahora, las fotos, las stories, los vídeos muestran ese ambiente festivo de los preciosos veranos moscovitas, sin expresar del todo qué sienten los ciudadanos. ¿Celebran, se olvidan o se consuelan? Banquetes en tiempos de la peste, dice el refrán ruso que resume mis últimos meses de ingravidez, de rumores, de preocupación y desengaño. ¿Se asentaron todos esos vectores en la ciudad? ¿O, peor todavía, se olvidaron? ¿Es esto otra nueva normalidad, pospandémica y también bélica? ¿Se habrá implantado en Moscú esa nueva ley, como en Europa se instauró esta ceguera con el gas? Ucrania queda olvidada y los momentos de oscuridad e incoherencia se suceden para preguntarnos qué tiene sentido. Para mí, lo más extraño es que Moscú se parezca a lo que fue, que en la distancia todavía me atraigan sus cantos de sirena. Cuando más echo de menos esa ciudad de cuento que ya no existe, más me consuela haberme acercado a su sensibilidad, a sus traumas y a sus deseos y entender que son tan bellos y tenebrosos como otros cualesquiera.
El derribo de dos drones sobre el Kremlin con los que, según el Gobierno ruso, Ucrania ha intentado asesinar al presidente Vladímir Putin, constituye el último episodio de tensión en suelo ruso tras una oleada de sabotajes y ataques tanto en el país como en los territorios que Moscú ha ocupado en Ucrania. Kiev se ha apresurado a desmentir la agresión denunciada por Rusia este miércoles, y ve más probable que se trate de un ataque de falsa bandera para justificar una escalada en la agresión. Al margen de quien sea el responsable, este episodio se suma a las explosiones que en días anteriores hicieron descarrilar dos trenes en la región de Briansk, fronteriza con Ucrania. En la noche del martes al miércoles, otro dron destruyó un depósito de combustible en suelo ruso, en la localidad de Volná, junto al estrecho de Kerch. Estas acciones han generado tensión en Rusia, que ha extremado las precauciones ante la próxima celebración del Día de la Victoria, el próximo martes, 9 de mayo. Los incidentes han provocado que el ambiente antes de la festividad del Día de la Victoria sea, por tanto, muy diferente al del año pasado. Las celebraciones de 2022 se produjeron cuando el Kremlin repetía que su ofensiva iba “acorde al plan”. Mariupol estaba a punto de caer y Jersón (ahora en manos ucranias) había sido anexionada. Miles de rusos caminaron por la avenida Tverskaya de Moscú con los retratos de sus antepasados que sufrieron la II Guerra Mundial. Este año no se repetirá esa marcha —ni en la capital, ni en ninguna otra ciudad— por motivos de seguridad, aunque el Kremlin asegura que el mandatario pronunciará su tradicional mensaje ante las tropas en la plaza Roja.
Las medidas de seguridad son extremas en el centro de la capital. El acceso a la plaza Roja ha sido cerrado con dos semanas de antelación y la presencia policial es notable en sus alrededores, donde los cacheos son frecuentes. Varios edificios gubernamentales cuentan con baterías antiaéreas en sus tejados y el presidente del comité de defensa de la Cámara baja del Parlamento, Andréi Kartapólov, ha recomendado a las empresas que también adquieran sus propios sistemas contra drones. En Moscú y otras ciudades del país tendrán lugar los tradicionales desfiles militares, pero no en las regiones fronterizas con Ucrania. El bombardeo de Volná, en la región rusa de Krasnodar —a más de 300 kilómetros de distancia del frente— ha puesto a prueba las defensas antiaéreas rusas. Según la agencia Tass, un dron ucranio impactó contra la instalación generando un incendio de más de 1.200 metros cuadrados. Se trata de la segunda instalación logística atacada en apenas cuatro días en suelo ruso o territorios ocupados. El pasado sábado fue alcanzada una de las principales plantas de combustible dentro de Crimea en otra incursión de drones que Moscú atribuyó a Kiev. El Departamento de Inteligencia Militar del Ministerio de Defensa ucranio estimó que fueron destruidos 10 depósitos con una capacidad total de 40.000 toneladas de combustible. El 24 de abril, el puerto de Sebastopol, base de la Flota del Mar Negro, también fue blanco de dispositivos no tripulados, aunque según el ministro de Defensa ruso, no hubo pérdidas. La tensión es máxima tanto en Crimea, anexionada ilegalmente por Rusia en 2014, como en las regiones rusas fronterizas con Ucrania. El gobernador de la región de Krasnodar, Veniamin Kondrátiev, tuvo que desmentir los rumores de una supuesta evacuación de la población en Volná. “No es cierto, la situación no requiere una evacuación. Le pido a la gente que mantenga la calma”, afirmó. El pasado fin de semana se formó una cola kilométrica de automóviles en el puente de Crimea. Según los medios locales, se debió a los exhaustivos controles de las fuerzas policiales en la zona, mientras que la prensa ucrania atribuyó los atascos al temor provocado por la nueva ola de ataques.
El Servicio Federal de Seguridad ruso (el FSB) ha asegurado que ha evitado un atentado contra el gobernador designado por el Kremlin en Crimea, Serguéi Aksiónov; el presidente del Parlamento regional, Vladímir Konstantínov, y la alcaldesa de Yalta, Yánina Pavlenko. El gobernador prorruso de Crimea, cuyo partido apenas logró un 4% de los votos en las últimas elecciones regionales antes de la anexión, en 2010, ha afirmado que ese supuesto grupo también había sido responsable de un sabotaje ferroviario en la zona de Baichisarái, a las afueras de Sebastopol. Tampoco se libra de este tipo de ataques la provincia rusa de Briansk, situada al norte de Ucrania y fronteriza también con Bielorrusia. Dos trenes de mercancías han sido inutilizados en dos días consecutivos mediante la colocación de bombas en las vías. El martes, la locomotora y 20 vagones de un tren de mercancías descarrilaron tras una explosión cerca de la estación de Snetzhetskaya. “Un artefacto explosivo no identificado estalló cerca de la estación de tren de Snezhetskaya. No hubo víctimas”, confirmó el gobernador de Briansk, Alexánder Bogomaz. La víspera, otro convoy que transportaba combustible y materiales de construcción desde Bielorrusia descarriló en la parte central de la provincia debido a otra explosión. En la misma región, un proyectil mató a cuatro civiles en la aldea fronteriza de Suzemka el pasado domingo, según el Gobierno regional.
La guerra de desgaste que se libra en Bajmut, la ciudad convertida en símbolo de la resistencia ucrania, le está costando muy cara a Rusia. Estados Unidos calcula que las Fuerzas Armadas del Kremlin —sin avances destacados en el frente desde el pasado invierno— han sufrido desde diciembre unas 100.000 bajas, una abultada cifra que incluye a 20.000 muertos. Alrededor de la mitad de esos fallecidos procedían de la compañía de mercenarios Wagner, que se ha nutrido del reclutamiento masivo de presos en las cárceles rusas para lanzar una oleada tras otra de ataques sobre Bajmut, donde las tropas ucranias no solo resisten, sino que anuncian nuevos contraataques. Más allá de estos datos ofrecidos sobre Rusia, que revelan las crecientes dificultades de las Fuerzas Armadas sobre el terreno, Washington se niega a informar de las pérdidas en el ejército ucranio durante estos meses de combates sangrientos. También Kiev evita informar sobre sus víctimas. “El intento ruso de una ofensiva en Donbás a través de Bajmut ha fallado. Rusia ha sido incapaz de tomar ningún territorio significativo y estratégico”, manifestó el lunes el portavoz del Consejo de Seguridad Nacional estadounidense, John Kirby. “La conclusión es que el intento de ofensiva rusa ha fracasado tras meses de lucha y pérdidas extraordinarias”, agregó el alto cargo estadounidense, quien justificó no revelar las pérdidas ucranias “porque son las víctimas y Rusia es el agresor”. “No voy a hacer de dominio público información que dificulte la vida de los ucranios”, subrayó.
El Kremlin, por su parte, rechazó los cálculos aportados por la Casa Blanca. “Han sido llevados absolutamente más allá de su techo”, respondió este martes el portavoz de Vladímir Putin, Dmitri Peskov. “Washington no tiene la manera de dar las cifras correctas. No tiene esos datos, y así deben ser tomados en cuenta”, agregó el representante del presidente ruso, al mismo tiempo que recomendaba fiarse del Ministerio de Defensa ruso. Moscú ha evitado hasta ahora ser transparente con sus bajas. Han sido muy pocas las ocasiones en que el Kremlin ha informado de esas pérdidas. La última fue el 21 de septiembre de 2022, el día que Putin decretó una movilización masiva de la población para reforzar el frente. Según el Ministerio de Defensa ruso, sus fuerzas habían sufrido hasta entonces 5.937 muertes en combate, mientras que Ucrania, según su versión, había tenido 61.207 muertos y 49.368 heridos. La cifra del Kremlin de bajas rusas contrasta con el flujo constante de necrológicas que aflora pese a la censura del Kremlin en los medios oficiales. Una investigación con fuentes abiertas de la BBC y Mediazona —un medio independiente declarado agente extranjero por Moscú— ha puesto nombre al menos a 21.700 muertos en las filas rusas hasta el pasado 28 de abril, aunque estiman que el número absoluto de bajas desde el inicio de la guerra—incluidos heridos— rondaría las 195.000. Según se constata en aquel proyecto, las cifras de fallecidos se han duplicado desde el pasado enero respecto a las 250 semanales que identificaban en 2022; y al menos un tercio del total de las bajas no eran militares que formasen parte del ejército antes de comenzar la guerra, sino supuestos voluntarios, presos y civiles movilizados. Asimismo, Rusia ha perdido un número nada desdeñable de personal irremplazable desde que comenzó la guerra. En concreto, 3.401 especialistas como pilotos, paracaidistas y miembros de las fuerzas especiales “que necesitan años de entrenamiento y millones de dólares para su formación”, según esa investigación de la BBC.
Kiev y Moscú libran también una batalla psicológica donde el desgaste de la guerra hace mella en sus tropas y puede ser decisivo en las futuras ofensivas. Salvo muy raras excepciones, la propaganda rusa no muestra imágenes violentas del frente ni de las larguísimas filas de tumbas y ramos de flores que han brotado por su territorio. A diferencia del inicio de la invasión, la columna dorsal de las fuerzas rusas se nutre ahora de civiles que fueron movilizados forzosamente hace algo menos de medio año. La batalla por Bajmut, que cumple ya más de 10 meses, se ha convertido en la más cruenta de la guerra desde que el frente se estabilizó tras la exitosa contraofensiva ucrania en las regiones de Járkov y Jersón. La ciudad ucrania, situada en un cinturón de fortificaciones, se ha convertido por su derramamiento de sangre en un símbolo de esta guerra para ambas partes. Proseguir con los combates no ha sido solo una cuestión de honor para los dos países. Dentro de las filas rusas, Bajmut también ha sido un arma arrojadiza. El jefe de la compañía de mercenarios Wagner, Yevgueni Prigozhin, ha denunciado estos meses que sus tropas cargan con la parte más dura de la ofensiva, pero, según su versión, el ministro de Defensa, Serguéi Shoigú, les niega munición, lo que ha provocado una sangría en su unidad. “Rusia está al borde del desastre”, aseguró el empresario el pasado fin de semana, al mismo tiempo que amenazaba con retirar sus mercenarios y provocar así el colapso del frente. Un ejemplo de esas dificultades es que Prigozhin afirmó que sus tropas habían logrado avanzar unos 150 metros en Bajmut a costa de 94 muertos. “La cifra debería haber sido cinco veces menor si hubiéramos tenido suficientes proyectiles”, lamentó.
El gran rival de Prigozhin en esta guerra no es ucranio, es el ministro Shoigú, quien negó este martes que a sus tropas les falten proyectiles. “Las Fuerzas Armadas ya han recibido suficiente munición para infligir un daño efectivo al enemigo”, aseguró el general. Según sus cálculos, la industria bélica rusa produce 2,7 veces más suministros que al principio de la ofensiva, aunque este incremento podría quedarse corto: el propio Putin reconoció en el primer aniversario que sus fuerzas deben racionar su armamento para un conflicto que prevé largo. La visión negativa de Prigozhin contrasta con el optimismo de Shoigú, compañero político de Putin desde los años noventa y uno de los pocos miembros de la élite que forma parte de su círculo más cercano. Según el ministro de Defensa, Ucrania perdió más de 15.000 hombres en abril, información totalmente contrapuesta a la de Kiev, que justifica su defensa de Bajmut en las enormes pérdidas que sufren las tropas rusas al intentar avanzar. Asimismo, según Shoigú, sus tropas están “destruyendo el armamento suministrado por Occidente que necesita Ucrania”. Sin embargo, mientras Rusia apenas logra avanzar en el frente, Ucrania golpea su retaguardia y prepara su contraofensiva con armas con las que no había contado hasta ahora, como los modernos carros de combate occidentales M1–Abrams y Leopard 2. Estos últimos meses han sido muy sangrientos. Un enorme grupo de reclutas rusos celebraba el Año Nuevo en un edificio de Makiivka, en zona ocupada de la provincia ucrania de Donetsk, cuando un misil sorprendió a medianoche matando a decenas —según la versión rusa— o cientos —según la ucrania— de ellos. Y más recientemente varios ataques golpearon los depósitos de combustible del puerto estratégico de Sebastopol, en la península anexionada de Crimea; y un aeropuerto en Berdiansk y una base militar en Melitópol, las dos principales ciudades bajo ocupación en la provincia de Zaporiyia. La filtración estadounidense ha sido vista por algunos expertos rusos como un intento de desanimar a sus tropas. “La posición de Kirby, quien se negó a nombrar las pérdidas reales de Ucrania, es comprensible y encaja lógicamente con el trabajo de la Casa Blanca sobre las narrativas públicas del conflicto”, afirmó el director del Centro de Coyuntura Política ruso, Alexéi Chesnakov, en su canal de Telegram.
A finales del abril se ha cancelado el capítulo estrella de la nueva temporada en la vida de Rupert Murdoch. En él, Murdoch llegaba al séptimo piso de los juzgados de Wilmington, a la sala de vistas más amplia del edificio, repleta de periodistas y se sentaba a ser interrogado ante un jurado de seis hombres y seis mujeres. El guion no estaba del todo escrito, pero el abogado se disponía a poner en apuros al magnate para que explicase por qué su cadena de noticias Fox News difundió sin cesar el bulo de que a Donald Trump le robaron las elecciones presidenciales de 2020. Era una mentira que el propio Murdoch no se creía, pero que el gran magnate de la posverdad no quiso parar: la audiencia quería escucharla. Habría sido un capítulo interesante. Cancelarlo ha costado 787,5 millones de dólares. La gente tendrá que conformarse con ver ‘Succession’, la brillante serie de HBO inspirada en el magnate. Aunque, en este caso, la realidad supera a la ficción. Murdoch suma más mujeres (cuatro), más hijos (seis), más años (92), más escándalos, intrigas y operaciones corporativas (incontables) que Logan Roy, su alter ego de ficción. Hay episodios de su vida que parecerían poco creíbles en una serie. Como cuando sus periódicos dieron la noticia de su propia muerte. O como cuando dos hombres planearon secuestrar a su entonces esposa, Ann Murdoch, pero acabaron raptando y luego asesinando a Muriel McKay, la mujer de uno de sus directivos, al que siguieron a su casa después de tomar prestado el Rolls Royce del magnate. Se convirtió en “el editor de periódicos sensacionalistas de dudosa reputación en el centro de una macabra historia sensacionalista”, escribía Michael Wolff en su biografía ‘The man who owns the news’ (El dueño de las noticias). Era 1969. Con 38 años, Murdoch ya acumulaba una larga experiencia como editor. Nacido en Melbourne (Australia) en 1931, un 11 de marzo (la misma fecha en que vio la luz el Daily Courant, el primer periódico diario del mundo) su padre, Keith Murdoch era un corresponsal de guerra convertido en magnate de la prensa regional.
Cuando su padre murió de cáncer en 1952, Rupert Murdoch, hijo único, se puso al frente de News Limited, la empresa familiar. Compró numerosos periódicos regionales de Australia y Nueva Zelanda en los que apostó por el sensacionalismo, primando los sucesos y los deportes. Luego lanzó The Australian, el primer periódico nacional del país, con un enfoque más serio. Es un patrón que ha repetido en Reino Unido y Estados Unidos: primero amarillismo y luego búsqueda de la respetabilidad. En 1969 estaba en Londres porque acababa de comprar los tabloides News of the World y The Sun. Que el mismo editor de esos productos se hiciese en 1981 con The Times / The Sunday Times fue toda una conmoción. Por entonces, los periódicos eran negocios boyantes. Murdoch atravesó el Atlántico y compró el tabloide New York Post en 1976, convirtiéndolo en un periódico sensacionalista, pero en 2007 acabó haciéndose también con el prestigioso The Wall Street Journal. El episodio que mejor refleja la falta de escrúpulos con que se conducían sus medios es el escándalo de los pinchazos telefónicos a miembros de la familia real, cantantes, actores, deportistas, famosos y no tan famosos por parte de News of the World, que significó el cierre del tabloide en 2011. Murdoch tuvo que comparecer ante una comisión parlamentaria y la víspera los que fueron hackeados fueron sus periódicos The Sun y The Times, que publicaron la noticia de su muerte. Antes de someterse al interrogatorio, sentenció: “Este es el día más humillante de mi vida”. En 2012 John Lisners publicó el libro Auge y caída del imperio Murdoch, pero ni Murdoch había muerto ni su imperio había caído. Fox News se convirtió a principios de siglo en el canal de noticias más visto de Estados Unidos. Se ha ido instalando en un mundo paralelo dirigido a una audiencia conservadora que quería que le contasen que Barack Obama era musulmán, que el Partido Demócrata es la izquierda radical dirigida por degenerados y que Donald Trump ganó las elecciones de 2020, pero se las robaron. Esas mentiras suelen quedar impunes, pero presentadores e invitados de la cadena citaron una y otra vez en su bulo electoral a la empresa Dominion, que presentó una demanda por 1.600 millones de dólares y que amenazaba a Murdoch con otro de los días más humillantes de su vida.
Con el pago de 787,5 millones de dólares, ha evitado someterse en público ante el jurado a un interrogatorio demoledor. Las declaraciones previas y los mensajes que ha tenido que aportar a la causa ya resultan embarazosos para el magnate (“No queremos enemistarnos más con Trump”, decía en uno). Básicamente, muestran que Murdoch no se creía el bulo electoral, germen del asalto al Capitolio, y que aun así dejó que la cadena lo aireara para lograr audiencia. La Fox ha pagado, pero no se ha disculpado y ha pasado a la siguiente mentira. Hay decenas de libros sobre el magnate. Su biografía profesional es inabarcable, pero la personal también da para novelas, películas y series y para especulaciones sobre su sucesión. La última temporada también ha venido cargada. En dos semanas ha pasado de anunciar su quinto matrimonio a cancelar la boda. No hace aún un año que anunció el divorcio a su cuarta esposa, Jerry Hall, con un email: “Jerry, lamentablemente he decidido ponerle fin a nuestro matrimonio”. El acuerdo de separación incluía que Hall se comprometiese a no dar detalles ni ideas a los guionistas de ‘Succession’. ¿Estaremos ahora ante un ‘magnicidio’ en el Kremlin? Ucrania niega responsabilidad alguna, lo mismo Rusia. Los dos drones que alcanzaron la cúpula de la sede del ‘imperio’ de la ex Unión Soviética, donde despacha Vladímir Putin, no llegaron por arte de magia. Rupert Murdoch carcajea.
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