EL BESTIARIO SANTIAGO J. SANTAMARÍA
El ‘chollo’ de asesinar en Cancún y México
Hace casi medio siglo, Gary Stanley Becker publicó su artículo, que pronto se haría famoso, sobre lo que llamó “la economía del crimen”…
Gary nació en Pottsville, Pensilvania, en 1930 y murió en Chicago, Illinois, el 3 de mayo del 2014, fue un economista estadounidense y profesor de la Universidad de Chicago. Recibió el Premio Nobel de Economía en 1992, por ampliar el dominio del análisis microeconómico a un mayor rango de comportamientos humanos, fuera del mercado.
Fue un destacado representante del liberalismo económico. Su hipótesis microeconómica resulta simple y atractiva. A pesar de lo que los legisladores suponen, los potenciales delincuentes no consideran para delinquir la sanción prevista en la ley, sino la relación entre la pena posible y la probabilidad de que la misma les sea efectivamente impuesta. Si con todos los problemas que se han identificado para el “homo economicus”, el delincuente entiende que la posibilidad de ser atrapado, investigado, procesado o sentenciado es baja, o que tiene altas probabilidades de burlar cualquiera de esas etapas procesales, entonces mantendrá altos incentivos para delinquir y seguir haciéndolo.
Así sea en el segmento especial del crimen, el delincuente se encontrará en un magnífico ambiente de negocios. Para seguir con las metáforas económicas neoclásicas, encontrará una oferta de “inversión” amplísima, un mercado no regulado, una alta rentabilidad y cosas por el estilo. Dadas estas condiciones, un individuo racional amoral encontrará absurdo no delinquir, pues el balance entre las potenciales ganancias y costos -sanciones- es positivamente alto.
Romper esas tristes condiciones pasa necesariamente, por el establecimiento de un conjunto de cosas que, desde luego, no existen. No se puede repetir, casi como un mantra de la frustración y la desesperanza, “Estado de derecho, Estado de derecho”. Tampoco puede apelarse sin más a la solidaridad humana o a la civilidad, cuando es claro que por sí solas no son suficientes para aspirar al cambio. Lo único que puede hacerse es construir, lenta, pero firme y continuadamente, un nuevo entramado institucional que, en el mundo de Becker, representa el medio para aumentar las probabilidades de castigo de los delincuentes. En el mundo ordinario, tenemos la importante tarea de solidificar instituciones democráticas eficaces, mecanismos de prevención y sanción de los delitos y, desde luego, condiciones de vida más igualitarias que las que imperan actualmente y que en mucho aumentan la delincuencia.
José Miguel Vivanco, es el director para América de Human Rights Watch. De nacionalidad chilena, Vivanco estudió derecho en la Universidad de Chile y en la Escuela de Derecho de Salamanca en España y posee una Maestría en Derecho de la Facultad de Derecho de Harvard. Recuerdo una gira que hizo por Guerrero y el Estado de México para investigar dos de los casos que más han convulsionado a nuestro país: la desaparición de 43 estudiantes en Iguala y la matanza de 22 civiles a manos del Ejército en Tlatlaya.
Rechazó ninguna de las preguntas de los periodistas. Habló claro y sin pelos en la lengua… ¿Está México mejor o peor en materia de derechos humanos que antes de la llegada del presidente Enrique Peña Nieto? “Está igual. Hay una continuidad en las políticas antinarcóticas y siguen los cuerpos de policías mafiosos e incompetentes. Se mantiene un contexto de impunidad, con escasos resultados en las investigaciones, sobre todo, de desapariciones. No es posible sostener que se vaya a mejor”.
Llegó a señalar que Iguala, sólo es comparable a Tlatelolco, como crisis de derechos humanos. ¿Confía en que México salga de esta situación? “Depende de si hay voluntad política de lograr resultados. De Tlatelolco nunca se salió, nunca se estableció la verdad completa. Y tampoco en Chiapas o con los abusos en el mandato de Felipe Calderón”.
¿Le parece adecuada la reacción gubernamental en el caso de Iguala? “Tlatlaya e Iguala son un test para la credibilidad del gobierno actual. Estos casos deben ser resueltos sobre la base de pruebas sólidas y confiables. No sobre soluciones políticas ni atajos”. ¿Cree que hay una responsabilidad de Estado en lo ocurrido en Iguala? “Hay una responsabilidad de Estado. Aunque detrás esté el narco, son funcionarios públicos, policías de Iguala los que atacan y secuestran. Y después hay un fallo en la reacción estatal y federal”.
¿Cómo sitúa a México en derechos humanos respecto a otros países de América? “No hacemos rankings. Hay demasiadas diferencias entre países. Pero en violencia, corrupción e impunidad y violaciones de derechos humanos en la guerra contra las drogas, México está entre los casos más graves desde la época de Calderón”.
En Tlatlaya hubo ocultamiento, pero finalmente se ha ejercido la acusación contra los militares. ¿No significa esto un paso adelante? “En Tlatlaya hay una versión inicial oficial mentirosa en la que se habló de un enfrentamiento y que fue ratificada por las máximas autoridades de la Secretaría de Defensa Nacional y del Estado de México. Si no fuera por la declaración de un testigo a un medio de comunicación, aún estarían defendiendo esta versión. Ahora, la investigación abierta hace responsables de las muertes a siete soldados rasos y culpa a un teniente por encubrimiento. Eso no es creíble. Tienen que seguir investigando para dar con todos los responsables de la masacre y también con quienes les encubrieron”.
De sus palabras se deduce que el gran problema mexicano es la impunidad. “Es la impunidad, la falta de rendición de cuentas. Los poderosos no pagan. Hay permanentes atajos, no hay investigaciones serias; los casos se resuelven mediante presiones y abusos. Impunidad, por ejemplo, es que desde 2006 no se haya registrado ninguna condena por desaparición forzada en México…”. En este contexto de las valientes y contundentes declaraciones de José Miguel Vivanco, director para América de Human Rights Watch, un testigo de la Procuraduría General de Justicia, Nicolás Mendoza Villa, relató cómo el alcalde de Iguala, José Luis Abarca Velázquez, mató en 2013 a su principal rival político y otros dos opositores tras secuestrarlos. El “alcalde” de Iguala y sus historias logran que las novelas de terror del estadounidense Stephen King, y sus personajes como Carrie, el payaso Pennywise, Jack Torrance…, parezcan guiones y protagonistas de The Walt Disney Company.
Gary Stanley Becker y “la economía del crimen” tienen su excepción. La excepción refina, amplía, modifica la regla, no la confirma. José Luis Labarca Velázquez y su esposa, con “label narco”, María de los Ángeles Pineda Villa, no pudieron aprovecharse de los “saldos” o “rebajas”, casi permanentes que les permitieron llenar de fosas su municipio y otros parajes del Guerrero, que gobernaba Ángel Aguirre Rivero, exmiembro del Partido Revolucionario Institucional y militante del Partido de la Revolución Democrática, en tiempos de hogueras eternas.
Nicolás Mendoza Villa es un superviviente. En la madrugada del 1 de junio de 2013, secuestrado, maniatado y torturado, vio cómo el alcalde de Iguala, José Luis Abarca Velázquez, preso por la desaparición de 43 estudiantes de Magisterio, mataba de un tiro en la cabeza a su rival político, el ingeniero Arturo Hernández Cardona, líder de Unidad Popular, un movimiento de defensa de los campesinos. Entonces pensó que él sería el siguiente en morir. “Sólo pedí que arrojaran mi cuerpo cerca de una carretera para que mi familia pudiera hallarlo”, recuerda. El destino le deparó otra suerte. Cuando le trasladaban para asesinarle, pudo escapar. Desde entonces es un fugitivo en su propia tierra. El narco ha puesto precio a su cabeza.
Horas después de la captura del alcalde y apoyado por organizaciones humanitarias, habló por primera vez con los periodistas. Está sentado en un rincón de un bar cualquiera. Apenas sabe leer o escribir. Su historia, espaciada por tensos silencios, es la que sigue. Natural de Chilpancingo (Guerrero), trabajó durante años como agricultor antes de ponerse al servicio del ingeniero Hernández Cardona como chófer.
La tarde del jueves 30 de mayo de 2013, conducía una camioneta por la carretera de Iguala. Junto a él y Hernández Cardona, viajaban seis miembros de Unidad Popular. Venían de uno de sus actos de protesta contra el alcalde Abarca, cuando un Jeep les cortó el paso. Seis hombres armados bajaron y les apuntaron. Les hicieron descender. Nada más pisar el asfalto, el ingeniero, un político con fama de indomable, recibió un balazo en la pierna derecha. No querían resistencia. Luego vinieron siete tiros al aire y la orden de volver al coche. Empezaba el secuestro.
El calvario se prolongó el viernes. Ese día dejaron de tener dudas sobre su destino. Tres de los secuestrados que encontraron al llegar fueron asesinados. “A uno le cortaron la cabeza con un machete”, explica. Esa noche hizo su primera aparición el alcalde Abarca. Vestía unos pantalones ajustados negros, un jersey igualmente oscuro y ceñido, y una gorra. Le acompañaba su jefe de policía. “Nos miraban mientras nos golpeaban, sin decir nada, solo bebiendo cerveza”. Abarca volvería de madrugada, a otra sesión de tortura. Fue entonces cuando se acercó al líder de Unidad Popular. Le ofreció una botella de cerveza. El ingeniero lo rechazó. A unos 10 metros había unas fosas que los sicarios habían excavado esa tarde. Todos sabían lo que significaban.
“Abarca ordenó que llevaran al ingeniero a la fosa. Allí le empezó a decir: ¿Por qué me pintas el Ayuntamiento, eh? Ya que tanto me estás chingando, me voy a dar el gusto de matarte”. Hernández Cardona intentó permanecer de pie, callado. “Vi cómo Abarca le apuntaba a la cabeza, en la mejilla izquierda, y le disparaba. Una vez caído en la fosa, le volvió a disparar”. Tras el crimen, una fuerte lluvia se derramó sobre aquel paraje. El pánico se apoderó del resto de secuestrados. Uno de ellos, Rafael Banderas, intentó huir. Fue alcanzado y liquidado. El resto se apretujó bajo la lona que les protegía del aguacero que caía. Aún no era su hora.
Esta pareció llegar al día siguiente, cuando los sicarios les metieron en un Jeep con los cadáveres del ingeniero y Banderas. “Estaban preocupados, en el pueblo había empezado nuestra búsqueda y querían alejarse”. Se dirigieron hacia un basurero de Mezcala. Al descender, otro secuestrado, Ángel Román Ramírez, aprovechó un descuido de los dos sicarios que les custodiaban para escapar. No llegó muy lejos. Cayó a mitad de carretera. Los narcos se acercaron a paso lento a matarle. Fue entonces cuando el resto vio la oportunidad y se lanzó al monte. “Me metí entre los árboles, escuché seis disparos, pero no paré, creía que me alcanzaban, pero no me persiguieron. Pasamos ocho horas ocultos, hasta que paramos un coche que nos llevó a Iguala”. Allí se dispersaron. Los otros no han vuelto a aparecer. Solo Mendoza Villa se ha atrevido. Con ayuda de la viuda de Hernández Cardona, prestó declaración jurada de lo ocurrido. Abarca siguió gobernando hasta que el 26 de septiembre la barbarie atrapó a los estudiantes de Magisterio de Ayotzinapa. La excesiva politización del perturbador crimen nos hace temer que nunca sabremos la verdad, a pesar de las mil y una investigaciones abiertas. El alcalde Iguala detesta a Gary Stanley Becker.