Vacunaciones para COVID-19, en su ‘cumpleaños’
México recurrea sus militares para luchar contra la pandemia y defender la Salud Pública
SANTIAGO J. SANTAMARÍA GURTUBAY
Un informe del Real Instituto Elcano, un ‘think-tank’de estudios internacionales y estratégicos que analiza el mundo desde una perspectiva global, desde su sede oficial en Madrid, España, Unión Europea, advierte sobre los peligros de autoritarismo y militarización que puede conllevar la inclusión de las fuerzas armadasen la vida pública de cualquier país. Se cumple el primer aniversario de la pandemia. Esta investigación la ha dirigido Rut Diamint, profesora de Ciencias Políticas en la Universidad Torcuato Di Tella e investigadora del Consejo Nacional de Investigación Científica y Tecnológica, con sede en Buenos Aires, Argentina. Es autora de varios libros, entre ellos “Democracia y seguridad en América Latina”, trabaja ahora en un proyecto sobre “Tiempo de cambios y el nuevo rol de las fuerzas armadas en Cuba”. En un contexto de debilitamiento de las democracias en el mundo, en nuestros países, que no alcanzaron el grado de construcción republicana genuina, se produce un empoderamiento de las fuerzas armadas. Los militares han sido destinados a combatir la inseguridad, a convertirse en un pseudo partido político y, en este último año, en ocuparse de sostener la Salud Pública. Ante la evidencia de que el COVID-19 ha traído numerosos cambios, la oficialidad viene legitimando su presencia en los espacios públicos ciudadanos.
¿Es esta una remilitarización de la política? ¿Es este proceso un avance del autoritarismo en la región? En este marco, el empoderamiento de las fuerzas armadas se vuelve peligroso y complejo. Una retórica guerrera, represiva y punitiva se expande en varios países de la región, donde el virus se identifica como un enemigo político y militar. Ante todo ello, la sociedad atemorizada acepta, atemperada, la cesión de sus derechos. La democracia tiene pocos años en el Hemisferio. El proceso de transición comenzó en 1979 en Ecuador, pero sólo en 1990 fue mayoritario el número de democracias. Treinta años en términos de historia política es un breve período. La remoción de los legados autoritarios fue extremadamente compleja y, en la mayoría de los casos, insuficiente. Por ello, la herencia de una tradición política autoritaria permea las imperfectas democracias. Aún más, se podría sostener que no se alcanzó una genuina democracia, salvo en muy contados casos.
La región cuenta con numerosas ficciones democráticas. Parlamentos que funcionan como anexos del Ejecutivo, abriendo las puertas y cubriendo la apropiación de recursos económicos para fines políticos, constituciones a medida de los gobernantes de turno, procesos revolucionarios que esparcieron planes económicos y sociales pero no crearon trabajos legítimos, estigmatización de grupos vulnerables y diferentes, y manipulación de los partidos políticos. La democracia supuestamente no se afirma, debido a las graves desigualdades socioeconómicas, una cultura política acostumbrada al ejercicio de la violencia y la impunidad, y una brecha entre ciudadanos que no se sienten parte de una misma comunidad. Mientras que en tiempos de las transiciones a la democracia el control civil y el castigo ante la impunidad eran dos requisitos insoslayables de la construcción republicana, en las últimas décadas se observó un decaimiento de los principios de la democracia liberal. Varios presidentes una vez en el gobierno, olvidaron el mandato institucional y, para permanecer en el poder, recurrieron a los militares.
No alcanza con que las elecciones sean una rutina. La democracia en la región se vio caracterizada por la delegación o concentración de poder versus una representación asentada en las legislaturas y la aceptación de la diversidad política. La tesis de la irreversibilidad del progreso democrático queda cuestionada, ya no por los tradicionales golpes militares, sino por la utilización de las fuerzas armadas como recurso político. En consecuencia, se produjo una ampliación de funciones de los uniformados. Los militares acataron el mandato del poder ejecutivo, pero no lo hicieron en función de cumplir con las instituciones y normas del Estado, sino obedeciendo los deseos de un jefe de Estado o de un partido político.Se utilizaron militares para combatir la inseguridad, decisión poco racional desde la perspectiva del gasto público, pues desvía la finalidad de la fuerza, cuyos objetivos son anular la capacidad de acción de una fuerza similar contra el Estado. Ello es muy diferente de la finalidad de las policías, cuyo requerimiento es imponer la ley. Asimismo, pasaron a convertirse en un pseudo partido político, sosteniendo presidentes cuestionados por su legalidad y arbitrariedad. En ambos casos, se produjo un daño colateral en varias naciones de la región: los abusos contra los derechos humanos. Además, sus resultados no son eficaces, pues los militares no están preparados para prevenir el crimen y en las dictaduras evidenciaron su incompetencia para manejar la política.
Otro ejemplo de esta ampliación de funciones es ubicar a las fuerzas armadas en el sostén de la salud pública. Se recurre nuevamente a la noción de salvadores de la patria que en el pasado en varios países llevó a sangrientas dictaduras. Se recupera un ethos militarista: la eficiencia, la disciplina, la jerarquización, la organización y las restricciones. En este panorama desolador y caótico, las fuerzas armadas otra vez son el resguardo moral. Sabemos que el concepto de seguridad ha evolucionado desde una lógica de disuasión nuclear a una visión más amplia y, por eso, menos determinada. Las amenazas globales identificadas por la mayoría de las naciones comprenden actualmente al terrorismo y los grupos armados no estatales, la ciberseguridad que elude las lógicas geográficas, el impacto de migraciones masivas, los efectos del cambio climático, las pandemias y los tráficos ilegales que incluyen el narcotráfico.
Todas estas amenazas ponen en cuestión el papel tradicional de los militares que ha sido enfrentar a una o varias fuerzas armadas nacionales, para aniquilar la capacidad de destrucción de un enemigo sobre el propio territorio, o para neutralizar las agresiones de una fuerza a los valores y forma de vida de una sociedad. En un mundo cada vez más violentado por conflictos no militares se pone en cuestión la oportuna división entre la seguridad externa e interna. Esta ampliación afecta directamente a los valores e instituciones democráticas. Todas estas amenazas, además, tienen la particularidad de que sólo pueden ser neutralizadas en conjunto con otros países. O sea, son transnacionales. Todas ellas, también, tienen la cualidad de debilitar las nociones de control civil democrático de las armas. Finalmente, estas acciones ponen en cuestión el papel y la preparación militar. Es innegable que el COVID-19 trajo numerosos cambios. Los equipos de salud pública y privada se vieron desbordados en un trabajo continuo e incierto, sin retribuciones estatales suplementarias. La economía se paralizó o se redujo, mientras el confinamiento inmovilizaba a numerosos trabajadores. Pese a la existencia de instituciones multilaterales globales, como la Organización Mundial de la Salud (OMS), los países eligieron estrategias individuales y aisladas de la comunidad internacional. Muchos gobiernos impusieron restricciones a la libertad individual en favor de evitar contagios masivos. En la mayoría de los países se recurrió a las fuerzas armadas, que patrullaban ciudades y fronteras, se encargaban del transporte, organizaban ollas populares, vacunaban, fabricaban mascarillas o ejercían vigilancia en las casas y las calles.
Es un regreso casi triunfal de la oficialidad a los espacios públicos ciudadanos. ¿Es esta una remilitarización de la política? En ese marco, precario, el empoderamiento de las fuerzas armadas se vuelve peligroso y complejo. La vulneración de la legalidad, la no discriminación y la falta de respeto a los derechos humanos tienen consecuencias en la consolidación de un modelo democrático. Por cierto, las fuerzas armadas tienen una innegable capacidad de organizar una operación logística en tiempo récord. Pero son más eficientes los estudiantes de medicina para vacunar que un soldado. Los organismos de la sociedad civil, que día a día suplen las carencias del Estado, conocen mejor como satisfacer las necesidades de la población con carencias, más que un grupo de sargentos.
Se parte de la idea de que no se trata de un regreso de los militares a desempeñar tareas que no son específicamente militares, pues nunca se retiraron efectivamente de la escena política. Resignaron espacios, es cierto. Pero en la medida que pudieron recuperar cierto protagonismo lo hicieron sin dudar: ¡primero la patria! Traducido a su formación cuartelar, esto significa primero la institución de las fuerzas armadas, columna vertebral de la nación. Su mentalidad está forjada por la idea de aprender a obedecer, así como a mandar. En definitiva, los presidentes generalmente elegidos por un período, o dos, mientras que las fuerzas armadas siguen estando, son más permanentes y están al resguardo de –sostienen– los valores patrióticos.¿Que obtienen a cambio las fuerzas armadas? Reconocimiento, cuotas de poder, restitución de legitimidad y recursos, todo ello en un juego peligroso que vuelve a desinstitucionalizar a las entidades armadas. Lo realizan acompañadas por un discurso de disciplina, valores y respeto que identifica el esfuerzo estatal de proveer salud pública en términos de guerra.
Esto no es una originalidad latinoamericana. El presidente de Francia, Emmanuel Macron, se expresó en la misma dirección el 16 de marzo de 2020: “Estamos en guerra, sí en una guerra sanitaria. No luchamos ni contra un ejército ni contra otra nación, pero el enemigo está aquí, invisible, esquivo y avanzando. Y eso requiere nuestra movilización general. Estamos en guerra”. Pedro Sánchez, presidente del Gobierno español, no se quedó atrás: “Esos números reflejan también la magnitud del desafío ante el que nos estamos enfrentando. La fuerza del enemigo que nos ha invadido, su enorme peligro. Desde los tiempos de la Segunda Guerra Mundial, nunca la Humanidad se había enfrentado a un enemigo tan letal para la salud y tan pernicioso para nuestra vida económica y la social… La potencia destructiva del virus no distingue territorios ni colores políticos. No elige las ciudades, tampoco elige los países por el color político de su gobierno. Estamos inmersos en una guerra total que nos incumbe a todos”.
El primer ministro del Reino Unido, Boris Johnson, estableció un “plan de batalla” para contener el avance del virus. EEUU, Polonia y Hungría también recurrieron a la simbología de la guerra para legitimar las acciones de control sobre la población ante el COVID-19. Joseph Borrell, alto representante de la UE (Unión Europea) para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, citado en un interesante artículo del diario Le Monde del 23 de junio de 2020, lo dijo en otro lenguaje: “La salud es una cuestión de seguridad”. Las referencias simbólicas y el tratamiento discursivo de la pandemia refuerzan las metáforas guerreras, de violencia y de sumisión. De todas formas, hay una amplia diferencia de los efectos que esta retórica tiene en Europa con nuestra región de Latinoamérica. La intervención socio-política de los militares en Europa no pone en riesgo los principios democráticos. El respeto a las instituciones y la división de poderes están internalizados y además están resguardados por los principios de la UE.
En cambio, nuestros países funcionan como ficciones democráticas más que plenas repúblicas. La división de poderes es doblegada continuamente y las operaciones políticas socavan tanto a los otros poderes estatales como a los mecanismos de control institucional. Se naturaliza la violencia estatal y se consiente que los militares sean un enclave autoritario permanente en las sociedades latinoamericanas. Esa naturalización de la violencia estatal tapa las deficiencias de las políticas públicas. Está claro que Chile, Uruguay y Costa Rica se destacan del resto de los países de la región por su alto desarrollo democrático. Sin embargo, en países que tienen una institucionalidad asentada y respetada, los militares tuvieron un papel preponderante. El presidente chileno, Sebastián Piñera, alertó en octubre de 2019, ante las manifestaciones ciudadanas, que el país estaba en guerra. El jefe de la Defensa Nacional de Chile, el general Javier Iturriaga, declaró al día siguiente que él no está en guerra con nadie. Hay dos interpretaciones sobre este hecho. Una que lo considera un freno a la militarización aclamada por el presidente; otro razonamiento, que resulta más preocupante, es que un jefe militar desautoriza a su comandante supremo, el presidente Piñera.
En el gobierno de Jair Bolsonaro los militares han sido favorecidos, contando actualmente con 10 ministros militares de un total de 20 y, además, más de 100 militares ocupan puestos de segundo y tercer nivel jerárquico. Los intereses militares están blindados. Ante la virulencia del virus que afecta al país, Bolsonaro ha minimizado los riesgos de la pandemia: “¿Que si algunos morirán por el virus? Sí, morirán. Algunos porque ya tenían alguna deficiencia preexistente; otros, porque les pillará desprevenidos. Lo lamento. Mi madre, que tiene 92 años, si coge algo creo que nos deja. Pero no podemos crear todo ese clima que hay por ahí. Perjudica a la economía”. En marzo de 2019 el gobierno de Bolivia dispuso el “Estado de alarma en todo el territorio nacional debido a la pandemia del Covid-19”. Por medio del mismo se suspendieron actividades laborales y actos públicos. Las fuerzas armadas quedaron como las responsables de controlar el acatamiento de las medidas. Ante la reacción ciudadana por estos controles, el jefe de las Fuerzas Armadas, el general Sergio Orellana, dijo que han detectado la presencia de “grupos de personas con armamento” y que eso es terrorismo, justificando la violencia aplicada.
Lilian Bobeaargumenta que en República Dominicana, en medio de la reafirmación de una relación Estado-sociedad de carácter clientelar y patrimonial, en la cual los militares han sido juez y parte, se intensificaron las funciones militares en los ámbitos de la gestión militar de riesgos y desastres naturales, la gestión de la cooperación internacional, la seguridad pública, la protección ambiental, el control fronterizo y la securitización sanitaria. Las fuerzas armadas de Honduras, en un video oficial publicado en junio de 2020, muestran a un conjunto de soldados, y uno de ellos dice: “Por tu seguridad y la de tu familia: ¡quédate en casa!”, armado con un fusil de asalto. Ante el virus, el presidente colombiano Iván Duque aumentó el despliegue de 87.000 militares y extendió el servicio militar obligatorio durante tres meses más. Ejército y policía patrullan las calles, los mercados y las fronteras. El presidente salvadoreño NayibBukele ha avanzado sobre la separación de poderes, que produce una intensificación de la militarización de la esfera pública. El 8 de abril de 2020 la Corte Suprema del país dictaminó que las violaciones del toque de queda no justifican detenciones arbitrarias por parte de la policía y el ejército, pero el presidente Bukele afirmó que no cumplirá con la decisión del máximo tribunal.
Venezuela es un caso peculiar, en el cual las fuerzas armadas mantienen una relación ambigua con el gobierno, con una abierta partidización de la élite militar a favor del régimen. El gobierno de Venezuela etiqueta a quienes puedan haber estado en contacto con el coronavirus como “bioterroristas”. El presidente Maduro no afronta una emergencia sanitaria, sino que el virus se identifica como un enemigo político y militar. En México numerosas facultades del gobierno civil, incluyendo la seguridad pública, se han trasladado a las fuerzas armadas. Resulta contradictorio que los fracasos de los militares para controlar el narcotráfico no sean tenidos en cuenta al desplegarlos ahora para la lucha contra el COVID-19. Ante todos estos movimientos de carácter represivo o de vigilancia, ¿realmente genera tranquilidad ver uniformados en los barrios marginales? No parece que puedan dar soluciones mejores que los equipos de medicina. Tampoco parecen ser más eficientes en elaborar y repartir comida que los numerosos comedores populares que suelen abastecer con o sin pandemia a las poblaciones con carencias. No tienen mayor legitimidad los militares para hacer cumplir las restricciones de circulación y transporte. En todo caso, pueden provocar más miedo.
Es sugestivo que, mayormente, los ciudadanos ignoren las consecuencias de estas nuevas funciones militares. Antes, en tiempos de dictadura, una ciudadanía reclamaba a sus gobiernos rendición de cuentas para evitar el uso arbitrario del poder. Frente a abusos sistemáticos cometidos por los militares se crearon numerosas asociaciones de la sociedad civil que defendían los derechos sociales, políticos y humanos. Actualmente, varias de estas organizaciones han modificado sus intereses y no demandan ni interpelan al poder. Se han visto numerosas manifestaciones por el carácter represivo y el aumento de la presencia de militares en los asuntos públicos, pero son mayormente ciudadanos auto-convocados. Así es que ante la pandemia se ha pasado de una ciudadanía temerosa de los uniformados a una que aplaude emocionada a los militares como salvadores de la patria. Esta ampliación de funciones es una realidad que se viene dando desde hace ya dos décadas. El acatamiento ciudadano es contrario a las demandas de control sobre el gobierno. Ya no se incita al escrutinio de agencias, ni se investigan funcionarios. El miedo supera a las auditorías.
Un ciudadano es apresado por no usar mascarilla en la calle. Otro habitante es detenido por traspasar límites provinciales (¿aduanas internas?). Es incierto poner un límite entre el cuidado de la salud de la población y los excesos arbitrarios sobre las leyes. Aún más, gran parte de la aplicación de las normas impuestas por el Poder Ejecutivo quedan en manos de la institución castrense. Los militares se entrenan para combatir enemigos, no para rivalizar contra sus propios ciudadanos. El uso de la fuerza no es gradual, ni ordenado por ley. Lo más probable es que cuando un militar confronta a un ciudadano despliegue las estrategias que aprendió para salir victorioso en una guerra. Por otra parte, esta militarización conlleva visiones más punitivas que permean a una comunidad. En extremo, el nombrado caso de Maduro en Venezuela que tilda a los enfermos de bioterroristas. Otro ejemplo nefasto es la represión y confinamiento que el gobernador de la provincia de Formosa lleva adelante en Argentina. La militarización de las calles, los toques de queda, la intromisión en datos personales, la delación entre vecinos, los paliativos ofrecidos por soldados y la regulación de la vida privada en función de proteger la salud de la población, admite ante una ciudadanía atemorizada la cesión de sus derechos y la aceptación de una imposición punitiva.
Mientras tanto, nos acostumbramos a que se tipifique el delito de “atentado contra la salud pública”, que se hacinen a decenas de ciudadanos en centros de detención, por no haber respetado la cuarentena, o que arbitrariamente se establezca un toque de queda. Entonces, se naturaliza la intimidación y la sociedad se acostumbra a un umbral de violencia más alto. El uso de la fuerza sobrepasa límites tras el argumento de primar la salud de la población. Los ciudadanos no temen esa cesión de espacios de poder y control. La ampliación del poder militar reduce la capacidad civil para supervisarlo. En democracias débiles, pendulares, anómicas, todo conduce a un impulso autoritario.
Cuando termine la pandemia, los líderes civiles no solo tendrán que lidiar con las secuelas de las bajas masivas y las economías en desintegración, sino también con el envío de un ejército empoderado de regreso al cuartel. Los militares han sumado protagonismo sin ruido. Ya no retumban las botas en las casas presidenciales. Ya no desfilan los tanques por las avenidas de la ciudad. Ya no imponen una sociabilidad marcial. Pero detrás de muchos presidentes, como puede constatarse en fotos publicadas en los medios de prensa, los uniformes otorgan legitimidad ante los cuestionamientos de los habitantes. Ahora, con la prevención del virus, es como si la gente considerase el nuevo statu quo una consecuencia natural e inevitable de la pandemia. La fragilidad democrática suele ser una estrategia política. Se moviliza a la población con una retórica en la cual las normas están ausentes. Carencias en la gestión democrática dependen en mayor medida del sistema de partidos políticos, de la capacidad de influencia de la sociedad civil y de las características del liderazgo político.
Un defectuoso control civil democrático de las fuerzas armadas contribuye, en tiempos de pandemia, a incrementar las carencias democráticas. El dilema que se presenta es difícil de resolver: ¿aceptamos una creciente militarización o aceptamos que un Estado deficiente no aporte los recursos para prevenir el virus? Posiblemente no haya solución. No obstante, es primordial que la ciudadanía sea consciente de los riesgos que acarrea, en democracias ficcionales, el empoderamiento de los militares.
Hace un año la Organización Mundial de la Salud declaró el estado de pandemia. Este hecho marcó un antes y un después para la humanidad, que aún camina en terreno desconocido. Desde que pasó a ser pandemia, el virus ha ocupado la primera plana de los medios internacionales, que, además de informar sobre la crisis, han luchado contra la desinformación. El 11 de marzo de 2020 la situación ya era irreversible. El brote de un virus en Wuhan, una ciudad en China de la que muchos no habían escuchado jamás, había dejado de ser un asunto local y la enfermedad se contagiaba en otras latitudes a toda velocidad. Cuando la Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró que la COVID-19 era una pandemia, había 118.000 casos notificados en el mundo y el virus ya estaba en al menos 114 países. La noticia cambió la vida de miles de millones de personas de la noche a la mañana. En aquel momento, el director general de la OMS, TedrosAdhanom, estaba convencido de que “todos los países están a tiempo de cambiar el curso de esta pandemia”. Pero, a decir verdad, nadie estaba preparado para esta contingencia, aunque había sido advertida por científicos y expertos.
En 2017, Bryan Walsh, exeditor internacional de la revista Time, advertía que “en un planeta hiperconectado y lleno de enfermedades hiperinfecciosas, los expertos advierten que no estamos preparados para mantener al mundo seguro de la siguiente pandemia”. En efecto, el planeta ha comprobado en el último año que la advertencia no fue hecha en vano. Pero, como en muchos otros escenarios, solo se toman cartas en el asunto hasta que el golpe no es realmente fuerte como para dimensionar las consecuencias. De repente, la pandemia lo condicionó todo y enfrentó a la humanidad ante un espejo en el que no se veía desde hace siglos, poniendo a prueba, en medio de la parálisis, al sistema globalizado actual. Las consecuencias no pudieron ser peores y la pesadilla aún no termina.
El anuncio de la pandemia ocasionó, en cuestión de días, el confinamiento de países enteros, un hecho sin precedentes en la historia contemporánea. El 90 por ciento de los casos se concentró en cuatro países y los demás, viendo la catástrofe que se avecinaba, tomaron cartas en el asunto cuando tuvieron luz verde. Parecía inimaginable detener el engranaje mundial de la noche a la mañana, como terminó pasando. El tapabocas se volvió regla y las grandes urbes pasaron a ser auténticas ciudades fantasma. La contagiosa enfermedad hacía estragos a su paso. El sur de Italia, que se convirtió en foco prematuro en Occidente, vio cómo el virus se ensañó con los adultos mayores, la población más vulnerable a la COVID-19 y que sufrió el 60 por ciento de los fallecimientos en aquella región. Cuando el contagioso virus se diseminó en un nuevo foco, las unidades de cuidados intensivos colapsaron. La sepultura de los fallecidos pasó a ser un tema controversial, con países como Ecuador y Brasil desbordados por el número de muertes diarias a causa de la pandemia.
Mientras tanto, otro virus se dispersaba en paralelo: la desinformación. Los primeros confinamientos encerraron a millones, expectantes de saber qué estaba pasando. La situación fue el caldo de cultivo perfecto para que las noticias falsas y las teorías de conspiración vivieran su momento estelar, con más espectadores anclados a las redes que nunca. Teorías descabelladas sobre Bill Gates, las redes 5G o remedios caseros estallaron como la pólvora. Las teorías de conspiración demostraron que la desinformación es una deuda pendiente de la era digital. Las protestas contra el confinamiento por parte de los incrédulos fueron pan de cada día durante meses y desestabilizaron a los Gobiernos, que hacían lo posible por contener el virus.
Ante un desafío tan grande, la responsabilidad cayó, en gran medida, sobre los hombros de los mandatarios de renombre. La pandemia parecía un tema lo suficientemente grave para que muchos Gobiernos limaran asperezas y enfrentaran la contingencia de manera coordinada. Esto no pasó y en los primeros meses de la pandemia primó el individualismo. Cada país tomó las medidas a su gusto y con ello la crisis quedó en manos de incrédulos de la enfermedad o incompetentes como Jair Bolsonaro, Donald Trump y Boris Johnson, presidentes de Brasil, expresidente de Estados Unidos y primer ministro del Reino Unido. Nuestro presidente de México Andrés Manuel López Obrador fue muy cuestionado por su negativa a llevar la mascarilla, cuando en Quintana Roo la ley exige su utilización a todos los ciudadanos del Estado, que gobierna Carlos Joaquín.¿Qué pudiera ocurrir si en una visita de AMLO a Cancún, Playa del Carmen. Chetumal… alguien le denunciara por estar infringiendo una ley vigente para todo el mundo.
La humanidad vio trastocada su vida como no pasaba en décadas. Mientras el equipo médico controlaba la enfermedad y se creaban vacunas, miles de millones se acostumbraban a la nueva normalidad. La humanidad vio trastocada su vida como no pasaba en décadas. Pero la pandemia dejó rápidamente secuelas difíciles de ignorar. Se han suspendido miles de eventos, los lugares concurridos han tenido que cerrar y sectores como el del turismo y el entretenimiento viven todavía sus horas más bajas. La angustiante situación, en la que no han parado de jugarse la vida los trabajadores de la salud, provocó que la cooperación internacional se materializara en algunos casos. La Unión Europea, en cabeza de la canciller alemana AngelaMerkel y del presidente francés Emmanuel Macron, logró aprobar en julio un plan histórico de 750.000 millones de euros (unos 840.000 millones de dólares) para reactivar su economía.
En el terreno científico fue donde más brilló la cooperación internacional. En su momento, estaban en desarrollo más de 200 vacunas contra la COVID-19 en todo el mundo. Toda la información compartida por los laboratorios permitió a las grandes farmacéuticas acelerar sus procesos y aprobación, que en condiciones normales tardaría entre 10 y 15 años. Pero con varias vacunas aprobadas, el individualismo internacional volvió a salir a flote. Los territorios más ricos acapararon las primeras dosis, y mientras en países como Reino Unido e Israel ya han sido vacunados millones, en otros territorios menos favorecidos ni siquiera ha llegado la primera dosis. Con el programa Covax, la OMS busca frenar esta tendencia y garantizar un acceso equitativo a las vacunas. Varios países se han adscrito y está previsto que al menos 237 millones de dosis de la vacuna de AstraZeneca-Oxford sean entregadas en mayo en 142 países, y así lograr el objetivo de vacunar a más del 25 por ciento de la población de aquellos países para cuando acabe 2021.
Cuando se anunció la pandemia, volver a la normalidad parecía cuestión de semanas. Un año después, en la mayoría del mundo el tapabocas sigue siendo obligatorio, varios sectores económicos siguen detenidos y las cifras de contagios no paran de crecer. La vacunación masiva sembró una nueva esperanza, pero el aniversario de la pandemia es un recordatorio de que, aunque haya esperanza en el horizonte, no hay que bajar la guardia.
Sin acciones de prevención colectiva, como el uso de mascarillas, la distancia social y la higiene personal, la vacuna no podrá interrumpir la transmisión por sí sola, dicen los expertos.Después de un año, la pandemia ha dejado más de2,5 millones de muertos y 113 millones de casosde COVID-19 en el mundo, aunque poco a poco están comenzando a desacelerarse.Por otro lado, los médicos y científicos han recopilado una gran cantidad de evidencia sobre el nuevo coronavirus, cómo se transmite y cómo podemos tratarlo de manera más efectiva.Cuando se detectó el primer caso de COVID-19, Sars-CoV-2, sus efectos aún eran en gran parte misteriosos para pacientes, académicos y médicos. A continuación resumimos algunas de las principales lecciones aprendidas tras un año de pandemia…
La cloroquina y la hidroxicloroquina no son útiles en el tratamiento.Al comienzo de la pandemia, la cloroquina, un fármaco tradicionalmente utilizado para combatir la malaria, y su derivado, la hidroxicloroquina, fueron vistos como una esperanza en el tratamiento de la enfermedad causada por el nuevo coronavirus y llegaron a utilizarse, incluso en combinación con otros medicamentos, como antibióticos.Aunque su efectividad contra el covid-19 fue señalada primero por investigadores chinos y luego por un grupo de investigación francés, desde entonces muchos estudios han reportado que estos medicamentos no tienen beneficios o incluso pueden causar efectos nocivos. Didier Raoult, médico y microbiólogo responsable del estudio realizado en Francia, llegó a admitir en enero de este año que estas sustancias no reducen la mortalidad ni la gravedad de la enfermedad. Hace dos semanas, dio marcha atrás y defendió la medicación y sus efectos. En julio del año pasado, la Organización Mundial de la Salud (OMS) decidió suspender las pruebas con hidroxicloroquina después de descubrir que no había reducción en la mortalidad en pacientes con COVID-19.
Es decir, hasta ahora no existe una eficacia probada en el uso de estos fármacos para el tratamiento del COVID-19. Defensor abierto de la cloroquina desde el inicio de la pandemia, el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, dijo durante a principios de este mes que no se arrepentirá de haber indicado el fármaco contra el COVID-19 incluso con pruebas de su ineficacia contra la enfermedad.Según Bolsonaro, el uso puede demostrarse eficaz en el futuro o puede considerarse un placebo, pero “si no hace mal, ¿por qué no tomarlo?”. “Por lo menos no maté a nadie”, agregó. “Pero si la aprueban [la eficacia] quienes me criticaron, parte de la prensa, serán responsables”.Pero no es tan simple: además de no aportar beneficios, la cloroquina puede causar arritmias y otros daños al corazón de los pacientes.
El uso de una mascarilla por sí solo no previene la propagación del coronavirus, pero ayuda mucho a contenerlo, según varios estudios sobre el tema. Recientemente, los CDC (Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades), en Estados Unidos, dijeron que usar dos mascarillas (una de tela sobre otra quirúrgica) bien ajustadas puede reducir la propagación del virus en más de un 90%. Según los expertos, la mascarilla aporta al menos dos beneficios: protege a quienes la usan y, al mismo tiempo, protege a quienes rodean a una persona infectada. Desde junio, la OMS ha abogado por el uso de mascarillas de tela para todas las personas que necesiten salir de casa. En diciembre, la agencia de la ONU actualizó sus recomendaciones y pidió refuerzo en el uso de cubrebocas, con especial atención a las unidades de salud. Los CDC hicieron la misma indicación un poco antes, en abril. Recientemente, algunos países europeos desaconsejaron o incluso prohibieron el uso de mascarillas de tela hechas en casa, requiriendo el uso de N95 y PFF2, que ofrecen un mayor nivel de protección. ¿Qué tipo de mascarillas ofrece la mayor protección contra los virus? “Las mascarillas de tela fueron útiles y lo siguen siendo, pero funcionan para proteger a los demás de ti al disminuir la emisión de partículas de quienes la usan”, dijo el ingeniero biomédico VitorMori, miembro del grupo Observatorio Covid-19 BR, en una reciente entrevista con BBC News Brasil.
El riesgo de desarrollar síntomas graves de COVID-19 aumenta con la edad, y los adultos mayores tienen un mayor riesgo. La razón de esto es muy simple y no tiene nada que ver con el coronavirus: cuando envejecemos, nuestro sistema inmunológico, responsable de la defensa de nuestro cuerpo, también envejece. Sin embargo, eso no significa que las personas más jóvenes sean inmunes al COVID-19, incluso aquellas que no tienen comorbilidades, como diabetes, hipertensión y obesidad.Pueden desarrollar los síntomas más graves de la enfermedad, requiriendo hospitalización, e incluso morir a causa de ella. El riesgo de muerte por COVID-19 entre los menores de 50 años, especialmente los jóvenes de hasta 30 años, se considera bastante bajo. Pero el hecho de que la probabilidad de muerte sea más baja no quiere decir que estén libres de caer en estado grave. BBC News Mundo obtuvo testimonios de enfermeras en España que aseguraron que las neumonías derivadas de COVID-19 se estaban complicando en pacientes jóvenes. “Este virus podría llevarlos [a los jóvenes] al hospital durante semanas o incluso matarlos”, dijo en marzo de 2020 el director general de la OMS, TedrosAdhanomGhebreyesus. Además, Ghebreyesus advirtió de que aunque en algunos casos no vayan a sufrir más que síntomas leves, lo que hagan muchos jóvenes puede ser “la diferencia entre la vida y la muerte para otra persona”.
La “gripecita” con la que despreciaron el coronavirus el presidente brasileño Jair Bolsonaro o el ex presidente estadouniense Donald Trump dejó estadísticas globales con mayores tasas de mortalidad que la gripe estacional. Ambos mandatarios restaron importancia a la gravedad del COVID. Sus dos países lideran la lista mundial de muertos por el virus. En Estados Unidos van a camino de los 600.000 muertos y en Brasil han superado ya los 300.000 fallecidos. No obstante, en Brasil, el COVID-19 fue la causa de muerte con más víctimas el año pasado, superando otras enfermedades de alta letalidad, como ictus, infartos y neumonías. También en Estados Unidos, la pandemia fue la principal causa de muerte en los últimos meses. No obstante, aunque no es una gripe (y es más mortal), muchos de sus síntomas son similares: Fiebre, tos, fatiga… Algunas personas también pueden experimentar dolores musculares, dolor de cabeza y posiblemente diarrea o vómitos. Y si se suman otros virus comunes durante el invierno, puede ser difícil estar seguro de qué es lo que está enfermando a alguien. Además, tanto la gripe como el coronavirus pueden transmitirse antes de que las personas presenten algún síntoma, o incluso por aquellos que son asintomáticos.
Cuando el virus comenzó a extenderse por todo el mundo, su origen apuntaba a un mercado de mariscos y animales silvestres en Wuhan, China.A principios de este mes, un equipo de la OMS responsable de investigar la aparición del Sars-CoV-2 concluyó, después de una misión en Wuhan, zona cero de la pandemia, que toda la evidencia apunta a un origen “animal” del nuevo coronavirus. “Todos los datos que hemos recopilado hasta ahora nos llevan a concluir que el origen del coronavirus es animal”, dijo a los periodistas el jefe de la misión de la OMS, Peter Ben Embarek. “El trabajo de campo no provocó ningún cambio en las convicciones que ya teníamos antes de comenzar [a investigar]”, agregó. Según Embarek, los datos muestran que el nuevo coronavirus apareció en murciélagos. “Pero es poco probable que estos animales se encuentren en Wuhan. Aún no ha sido posible identificar al animal intermedio”, explicó. Embarek agregó que la hipótesis de que el nuevo coronavirus se escapó de un laboratorio es “extremadamente improbable”. “La investigación sobre el origen del coronavirus es todavía un trabajo en curso”, concluyó.
Al comienzo de la pandemia, miles de personas denunciaron en las redes sociales la angustia de tener que limpiar regularmente los envases y los alimentos. En agosto del año pasado, la OMS dijo que no había “casos confirmados de COVID-19 transmitidos por alimentos o envases de alimentos”. Pero enumeró una serie de precauciones para evitar la contaminación cruzada (la transferencia de microorganismos causantes de enfermedades de un alimento a otro, por medio de un vector). También dice que no es necesario desinfectar los envases de alimentos, pero “las manos deben lavarse bien después de manipular los envases de alimentos y antes de comer”. A principios de este mes, esta premisa fue reforzada en un nuevo informe publicado por la Administración de Drogas y Alimentos de Estados Unidos (FDA). En él, la agencia informa de “la probabilidad” de que los envases y los alimentos transmitan el coronavirus.Según la publicación, no hay evidencia comprobada de que los alimentos o sus envases sean una fuente probable de transmisión del coronavirus. Existe un “abrumador consenso científico internacional” de que “es muy poco probable que los alimentos consumidos y sus envasados propaguen Sars-CoV-2”, concluye la FDA. ¿Ayuda realmente a prevenir el coronavirus el quitarse toda la ropa al entrar a la casa y lavar todos los productos de la compra? La OMS, a su vez, recomienda usar desinfectante de manos antes de ingresar a las tiendas si es posible, así como lavarse bien las manos cuando regreses a casa y también después de manipular y almacenar productos comprados. La entrega a domicilio no debe ser motivo de preocupación, pero es importante lavarse las manos después de recibirla. Algunos expertos también recomiendan usar bolsas de plástico solo una vez.
La investigación realizada por la agencia de salud pública del gobierno británico, PublicHealthEngland, encontró que la mayoría de las personas que han contraído COVID-19 (83%) tienen inmunidad durante al menos cinco meses. Pero los casos de reinfección por COVID-19, aunque raros, se están identificando en varios países. La mayor preocupación de los especialistas, sin embargo, es la reinfección con nuevas variantes. Si un número considerable de personas que ya fueron sido infectadas comienzan a dar positivo por COVID-19, puede ser que haya una variante en circulación capaz de eludir los anticuerpos producidos por el sistema inmunológico después de una primera infección. La reinfección por variante es una de las hipótesis investigadas para explicar el brote de hospitalizaciones y muertes ocurridas en enero en Manaos, Amazonas, donde se detectó la variante brasileña. La ciudad ya había sufrido mucho por la primera ola de la enfermedad: una encuesta publicada en la revista Science el 9 de diciembre estimó que el 76% de la población de Manaos habría contraído COVID-19. En teoría, este número (si es correcto) sería un porcentaje suficiente para generar la llamada inmunidad de grupo (o de rebaño), que ocurre cuando el elevado número de personas con anticuerpos es capaz de detener la circulación de la enfermedad porque se hace difícil encontrar personas vulnerables, y el virus pierde fuerza. Pero en enero, los hospitales de la capital amazónica comenzaron a llenarse rápidamente hasta el punto de que la estructura de salud pública colapsó y decenas de personas murieron por falta de oxígeno.Las nuevas variantes abren un nuevo paradigma sobre la reinfección, por eso las medidas de prevención siguen siendo vitales. Una hipótesis para este nuevo aumento en casos de COVID-19 es que parte de ellos se debieron a reinfecciones por la variante P.1, que circulaba en Manaos en ese momento. También se descubrieron variantes del coronavirus en Sudáfrica y en el sureste de Inglaterra. En los tres casos, las nuevas variantes, más contagiosas, jugaron un papel importante en el caos provocado por las altas tasas de infecciones y hospitalizaciones. Las medidas de contención y la vacunación son, según los expertos, factores clave para prevenir los brotes por nuevas variantes.
No sabemos cómo se desarrollará la pandemia en los próximos meses. Dada la intensidad que ha tenido hasta ahora es probable que haya nuevas olas, pero quizá de menor intensidad. No sabemos cómo será una posible cuarta ola, ni el efecto que puedan tener las nuevas variantes genéticas que van apareciendo, pero la buena noticia es que a nivel global la pandemia en este momento decrece. Los números de casos de COVID-19 están bajando en el mundo. Quizá sea una combinación de varios factores: el virus se comporta de forma estacional, la población va adquiriendo cierta inmunidad de grupo por infección natural o por las vacunas, quizá el virus en ese proceso natural de variación y mutación va derivando a formas menos virulentas y se va adaptando a su nuevo huésped. No lo sabemos a ciencia cierta, pero de momento sigue habiendo motivo para la esperanza.
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