SANTIAGO J. SANTAMARÍA. El Bestiario

 

EL ESPÍRITU DE MAX WEBER ‘RETORNA’ A QUINTANA ROO

 

El fundador de la sociología moderna y la administración pública, decía hace más de un siglo, que hay tres cualidades decisivamente importantes para el político: pasión, sentido de la responsabilidad y mesura. Carlos Joaquín no sólo ha leído “El príncipe” de Nicolás Maquiavelo…

 Pasión en el sentido de positividad, de entrega apasionada a una causa. La pasión no convierte a un hombre en político si no está al servicio de una causa y no hace de la responsabilidad para con esa causa la estrella que oriente la acción. Para eso se necesita mesura, capacidad para dejar que la realidad actúe sobre uno sin perder el recogimiento y la tranquilidad, es decir, para guardar la distancia entre los hombres y las cosas. “Cumplan sus promesas”, destacaba en su portada de este sábado el periódico Quequi. Era la encomienda del nuevo gobernador de Quintana Roo, Carlos Joaquín, quien atestiguó la toma de posesión de los 11 nuevos alcaldes, a quienes convocó a acabar con municipios de primera y se segunda en nuestro Estado.

“Se acabó el tiempo de la prepotencia, estamos en tiempos de la reconciliación, de la solidaridad y de la inclusión de todos, porque hay que invitar a todos a trabajar juntos para recuperar a Quintana Roo”. El espíritu de la obra “El político y el científico” de Max Weber, filósofo, economista, jurista, historiador, politólogo y sociólogo alemán, se impone. Es importante que muchos de nuestros políticos no se ciñan, casi en exclusiva, a tener como referencia en su acción pública a “El príncipe”, un tratado político escrito por Nicolás Maquiavelo en 1513, mientras se encontraba encarcelado en San Casciano por la acusación de haber conspirado en contra de los Médici, inspirándose en César Borgia. Este noble italiano de origen aragonés, duque, príncipe, conde, condotiero, confaloniero, obispo de Pamplona, con dieciséis años, arzobispo de Valencia, con diecinueve años, capitán general del Vaticano y cardenal con casi veinte años de edad, durante el Renacimiento, se ha inmortalizado como el prototipo del individuo cruel y ambicioso que no abrigó ningún sentimiento generoso y para satisfacer sus odios cometió innumerables asesinatos. En realidad no fue una excepción, pues semejante conducta siguieron la mayoría de los príncipes italianos del siglo XV.

“El príncipe” nos legó el sustantivo maquiavelismo y el adjetivo maquiavélico y cuya influencia sigue vigente hasta la época actual. Su objetivo, siglos atrás, era mostrar cómo los príncipes deben gobernar sus Estados, según las distintas circunstancias, para poder conservarlos exitosamente en su poder, lo cual es constantemente demostrado mediante múltiples referencias a gobernantes históricos y a sus acciones. Presenta como característica sobresaliente el método de dejar de lado sistemáticamente, con respecto a las estrategias políticas, las cuestiones relativas a la moral y a la religión. Solo interesa conservar el poder. De hecho, para Maquiavelo así obran incluso papas como Alejandro VI, lo que constituye la clave de su éxito.

La conservación del Estado obliga a obrar cuando es necesario “contra la fe, contra la caridad, contra la humanidad y contra la religión”. Y ello requiere a nivel teórico -en oposición a toda la tradición de la filosofía política desde Platón en adelante- dejar de idealizar gobiernos y ciudades utópicas e inexistentes para inclinarse en cambio por los hombres reales y los pueblos reales, examinar sus comportamientos efectivos y aceptar que el ejercicio real de la política contradice con frecuencia la moral y no puede guiarse por ella. Los nuevos tiempos que corren no están para príncipes ni conspiraciones ni “guerras sucias”. Reconciliación, solidaridad e inclusión son las consignas que se imponen en esta nueva etapa política que tenemos por delante.

La máxima “weberiana” de la tranquilidad, de los trabajos elaborados con sosiego, sin prisas de rotativas, donde se contrasten las noticias, los diferentes actores de la misma sean consultados… debe imponerse también en nuestros periódicos y otros medios. Tom Wolfe y Truman Capote, los padres del llamado “Nuevo Periodismo” y autores de obras como “La hoguera de las vanidades” y “A sangre fría” deben ser referentes: periodismo profesional, innovador, sosegado sin olvidarnos de ejercer el obligado papel de difusión y control de la acción pública. Desde hace un tiempo atrás la imagen pública a nivel internacional de Cancún, Quintana Roo y México está sufriendo un preocupante deterioro. Nos quejamos de cómo nos tratan los “mass media” exógenos. Se impone el rebelarnos y aportar nuestro granito de arena para revertir esta injusta situación. Problemas como el de la inseguridad ciudadana están ahí. Es algo que no se puede obviar. Ningún país, y menos los de nuestro entorno hemisférico tanto en el Norte como en el Centro o el Sur, está exento de los mismos. Tenemos que ser capaces de mostrar al mundo las otras aristas más amables de nuestra realidad. No seamos ingenuos. Cancún y Riviera Maya, primer destino turístico mundial del Caribe, provocan, sin querer. Miserias humanas.

El hombre es un animal gregario, pero además es capaz de prever y planificar sus actos, lo que lo convierte en un animal político como insistía Aristóteles. Por eso Max Weber tenía razón cuando recalcaba que un periodista al igual que un político no debe guiarse en su actividad por la simple pasión. Ya que esta pasión puede también ser fuente de sus errores. Debe tener además las virtudes que el autor señala, responsabilidad y mesura, pero eso sí, acompañadas de amplias dosis de sentido común. Este es el mejor de los guías.

“En España hay la costumbre que hizo famoso a Manuel Fraga Iribarne, que amaba Inglaterra, pero no sus modales. Fue ministro de Información, nada menos; sus ruedas de prensa eran como las notas de su ministerio y como las notas de sus memorias, escuetas como el estilo militar que reinaba. Cuando respondía y no abroncaba era día de fiesta en su corazón, pero casi nunca era día de fiesta en su corazón. Ni en democracia cambió sus modales…”, escribía el intelectual español y escritor Juan Cruz. Las cosas han cambiado algo, pero no tanto. El eterno presidente en funciones, el conservador Mariano Rajoy inventó el concepto de “plasma” para acentuar su lejanía, se somete a preguntas en el extranjero, y poco entre los periodistas nacionales, y no se muestra en general contento con lo que le preguntan excepto si le resultan cómplices las cuestiones.

Hay un dicho que hizo famoso Mario Benedetti: “Cuando teníamos las respuestas nos cambiaron las preguntas”. Eso es lo que hace Rajoy, y no solo él. Los políticos de nuestras democracias occidentales devuelven la pregunta o le dan la vuelta para responder lo que les da la gana. Esas circunstancias han acostumbrado mal a los políticos y a los periodistas. Como estos no obtienen respuestas que puedan resultar interesantes para el público, hacen varias por si aciertan con alguna en la diana de la política. En otras culturas periodísticas (y políticas) las preguntas se hacen una a una, los políticos las entienden como parte imprescindible de su oficio y no dejan a los periodistas con la palabra en la boca. Los políticos convocan a los periodistas hasta para leerles un comunicado. Se olvidan que hay Internet y Twitter.

Esa otra costumbre, la del papelito que prohíbe las preguntas, ha oscurecido la relación de los periodistas políticos con sus fuentes naturales, y es lógico que cuando tienen la oportunidad de hacer una pregunta hacen hasta cuatro concatenadas por ver si rompen el muro de lugares comunes reiterativos con que los acogen los preguntados. Así que a los periodistas no se les debía culpar del amontonamiento, pero es cierto que si huyeran de él las respuestas serían al menos más comprometidas o más nítidas, o en todo caso menos barrocas. Gabriel García Márquez dijo que él odiaba las conferencias de prensa porque todos iban a ellas con preguntas ya hechas mil veces, “no saben que está prácticamente todo dicho”. Las preguntas ya hechas, y las respuestas ya repetidas, habría que añadirle al maestro. Y habría que juntar a estos hábitos uno que es muy nuestro, de los periodistas: juntar preguntas o lanzar excursos interminables con los que apabullamos al que tiene que responder. Una pregunta sencilla vale más que mil palabras. Y desconcierta más que un discurso.

Políticos y periodistas, amén de los ciudadanos, son piezas claves en una democracia y todos ellos deben ser conscientes de su protagonismo. No hay que tener miedo al debate, a las opiniones dispares, a la diversidad de siglas en nuestras instituciones, a un normal ejercicio del control de la gestión de los dineros públicos, a la defensa de un Estado de Derecho… Si no lo tenemos claro pudiéramos terminar con un mismo peinado, como el que impone el actual presidente de Corea del Norte, Kim Jong-un, a sus súbditos. El mundo y Quintana Roo no quiere “príncipes” sino servidores públicos plenos de pasión, sentido de la responsabilidad y mesura.

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