SANTIAGO J. SANTAMARÍA. El Bestiario

 

 

LA LARGA SOMBRA DE BIN LADEN, A QUINCE AÑOS DEL 11-S

 

Nadie nos examinaba en los aeropuertos buscando una pistola, una granada o explosivos plásticos, y mucho menos un temible cargamento de Colgate…

 

Mataron al líder de Al Qaeda, pero, si acertó y existe el paraíso yihadí, le sobran motivos para seguir festejando el ataque terrorista que orquestó contra Estados Unidos; doce años después el impacto sobre los infieles de Occidente, tanto sobre los Gobiernos como sobre los ciudadanos de a pie, no se diluye, se expande, restringiendo las libertades, socavando valores democráticos, pisoteando los derechos humanos; el Estado Islámico (Isis) y Al Qaeda generan nuevos miedos y dilemas en Oriente Próximo -especialmente hoy en Siria- y causando molestias antes desconocidas a todo aquel que se sube a un avión comercial; el horror vivido en Nueva York y Washington se repitió después en Londres, Madrid y París…

Hacer una llamada telefónica ya es suficiente. La interceptación por los servicios de inteligencia de mensajes entre líderes de Al Qaeda y el Estado Islámico (Isis) hizo que se cerraran más de 20 embajadas de Estados Unidos en tierras árabes, no hace mucho tiempo. Fue un ejemplo nada novedoso de cómo el fantasma de Bin Laden sigue sobrevolando la conciencia colectiva de Occidente, sustituyendo el temor a la guerra nuclear durante la guerra fría con el temor al terrorismo como el factor determinante de la política internacional.

Solo que en los años cincuenta, sesenta, setenta y ochenta, hasta la caída del muro de Berlín y más allá, el miedo incidía en el ciudadano común y corriente de manera menos tangible. Había quien se construía un búnker antinuclear en el jardín, pero el que quisiera dejar la gestión de la paranoia en manos de la CIA o MI6 no tenía por qué ver su vida cotidiana afectada en lo más mínimo. Uno entraba en un edificio público o el de una gran empresa como entraba en su casa, sin verse sometido a medidas de seguridad. Hoy, si uno se olvida de que no puede llevar un tubo de pasta de dientes o una botella de agua abordo de un avión, le revisan el bolso y le manosean de arriba abajo como si fuese un criminal.

“Durante los seis años que cubrí las guerras de Centroamérica en los ochenta volaba de manera constante entre El Salvador, Guatemala y Nicaragua sin que nadie me examinara nunca en ningún aeropuerto para ver si llevaba encima una pistola, una granada o explosivos plásticos, mucho menos un temible cargamento de Colgate. Hoy todos somos terrorista en potencia, y más en Estados Unidos, especialmente en el caso de que seamos ciudadanos de otro país…”, recordaba el periodista y escritor inglés John Carlin.

Aunque tampoco se salvan los nativos de la nación occidental más paranoica del mundo, como ha demostrado Edward Snowden, el filtrador de la CIA hoy perversamente refugiado en Rusia, con sus revelaciones de que los servicios de seguridad estatales han almacenado información digital privada de millones de estadounidenses. El hecho de que esta versión electrónica, más sutil de los métodos invasivos empleados por la Stasi o el KGB, no cause consternación general y apenas debate entre la mayoría de los ciudadanos de un país que insiste en verse como el estandarte de la libertad individual es atribuible directamente a Bin Laden. Como decía el escritor John Le Carré en una entrevista publicada en el Financial Times, “parece no haber límite a las violaciones de sus libertades, tan arduamente conquistadas, que los estadounidenses están dispuestos a soportar en nombre del contraterrorismo”.

A tal punto lo soportan que solo es una minoría en Estados Unidos la que expresa su desconcierto ante la evidencia de que su Gobierno recurre a métodos antidemocráticos e incluso terroristas para combatir a los herederos de Bin Laden y portadores de la quintaesencia del fundamentalismo islámico. Por un lado están los presos encarcelados en la base militar estadounidense de Guantánamo sin proceso o, siquiera, sin cargos judiciales, algunos de los cuales han sido sometidos a torturas; por otro está la política de drones del Gobierno de Barack Obama, iniciada por George W. Bush.

Las consecuencias más inmediatas y catastróficas del 11 de septiembre fuera de Estados Unidos se han visto en las guerras de Afganistán e Irak. Fueron guerras “opcionales”, especialmente la de Irak, cuyo dictador Sadam Husein nada tenía que ver con Bin Laden, más bien todo lo contrario. Pero el estado anímico revanchista de la población estadounidense después de los ataques en Nueva York y Washington, sumado a la presencia en el poder de George W. Bush y su beligerante eminencia gris Dick Cheney, hicieron prácticamente inevitables dos guerras a las que algunos Gobiernos europeos también optaron por apuntarse. Recuerdo la imagen de George W. Bush junto al británico Tony Blair y al español José María Aznar, en las Islas Azores. Todavía se están buscando las armas de destrucción masiva que existían en Bagdad, justificadoras de bombardeos masivos sobre su población civil. ¿Vale la pena asumir el papel de conciencia moral del mundo árabe si se corre el riesgo de agitar una vez más el avispero del terrorismo islamista?, se preguntaban los estadounidenses y europeos en contra de semejante intervención. Y, además, ¿no estaríamos beneficiando al sector de los rebeldes sirios que se identifican abiertamente con los terroristas islamistas? Hoy es Siria. Mañana podría ser Irán, Pakistán, Egipto, Arabia Saudí. Y aunque Occidente se limpiara las manos absolutamente de los conflictos en tierras musulmanas, el impacto que ha tenido el 11-S lo seguimos viendo en nuestras vidas, a través de la gradual y aparentemente inexorable invasión a nuestras libertades, todos los días.

El Congreso de Estados Unidos ha aprobado este viernes una ley que permitirá a las víctimas de los atentados del 11 de septiembre de 2001 denunciar ante los tribunales a Arabia Saudí por sus supuestos vínculos terroristas. El presidente Barack Obama ha prometido vetar la ley, que cuenta con el apoyo mayoritario de demócratas y republicanos. La Cámara de Representantes ratificó el texto, aprobado el pasado mayo por unanimidad en el Senado, en una fecha simbólica: dos días antes del 15 aniversario de los atentados con aviones contra Washington y Nueva York, en los que murieron unas tres mil personas. La ley limita la inmunidad de un estado o de funcionarios de un estado extranjeros ante daños causados en actos de terrorismo internacional. También autoriza a los tribunales estadounidenses a procesar a personas que cometan o conspiren contra un ciudadano de EE UU.

Los oponentes de la ley, entre ellos la Casa Blanca, temen que está acabe dañando las relaciones con Arabia Saudí, un socio esencial, aunque difícil, de EEUU en Próximo Oriente. Arabia Saudí ha amenazado con represalias financieras si la ley se aprueba. Otro peligro es que, en respuesta a esta ley, funcionarios estadounidenses pierdan su inmunidad en el extranjero. La iniciativa refleja las tensiones crecientes en la relación entre Washington y Riad, tras el acuerdo nuclear alcanzado con Teherán. En el explosivo Oriente Medio, Irán y Arabia Saudita mueven los hilos de la guerra civil existente en el seno de la familia islámica. Los reyes de los petrodólares son líderes sunitas y los ayatolás, chiitas. El apoyo bipartido de congresistas y senadores estadounidense demuestra que en Washington la alianza con Arabia Saudí ha dejado de ser un dogma incuestionable.

La ley no cita específicamente a Arabia Saudí, pero sus promotores, entre ellos familias de víctimas del 11-S, la han defendido con este país en mente. 15 de los 19 terroristas que el 11-S secuestraron cuatro aviones en EEUU eran ciudadanos saudíes. Los familiares creen que los tribunales pueden ayudar a investigar los posibles vínculos entre los terroristas y Arabia Saudí. Un informe desclasificado en julio determinó que algunos terroristas tuvieron contacto con personas que “podrían estar conectadas” con el gobierno saudí, pero admitió que estos vínculos no habían podido demostrarse de forma independiente.

El presidente puede vetar las leyes del Congreso, pero el propio Congreso puede desactivar el veto con dos tercios de votos en ambas cámaras. Desde que Obama en 2009 llegó a la Casa Blanca, el Congreso no ha logrado desactivar ningún veto. No está claro que los legisladores demócratas, en los cinco meses de presidencia que quedan, estén dispuestos a desautorizar a Obama con un voto mayoritario en contra. Osama Bin Laden, desde la tumba, se ríe. Y se seguirá carcajeando durante muchos años más.

 

@SantiGurtubay

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