‘Morte in Venezia’ de Luchino Visconti

El Mediterráneo crece 25 centímetros de nivel desde principios del siglo XX y hoy es invadido por los ‘Godzilas’…

Por Santiago J. Santamaría Gurtubay

Quequi Quintana Roo

La Basílica de San Marcos inundada, palacios, museos, hoteles y tiendas con el agua casi hasta las rodillas, góndolas arrastradas a la riba, la ciudad paralizada y un muerto. La marea alta sufrida la noche del martes, 12 de noviembre de 2019, en Venecia ha dejado la ciudad sumida en el caos, como en 1966, cuando l’acqua alta de 194 centímetros la anegó y provocó serios daños en el patrimonio arquitectónico y artístico. El gobernador de la región, el liguista Luca Zaia, habla ya de “una devastación apocalíptica” y ha pedido al Gobierno ayuda urgente y la declaración del estado de emergencia. Pero la crisis no ha pasado todavía y se espera otra marea altísima, de hasta 160 centímetros. En medio del desastre, aparece el cambio climático como uno de los culpables principales de que los episodios de mareas de este calibre se hagan cada vez más frecuentes e intensas. El alcalde de Venecia, Luigi Brugnaro, escribió en su cuenta de Twitter, mientras recorría anoche la Plaza de San Marcos: “Esta vez la situación es verdaderamente grave, un viento soplaba fortísimo y alimentaba la marea. Estos son los efectos del cambio climático”. El regidor se suma así a las advertencias de científicos expertos sobre un aumento acelerado e imparable del nivel del mar. El Mediterráneo ha crecido entre 20 y 25 centímetros desde principios del siglo XX, como recuerda Gabriel Jordà, científico del Centro Español de Oceanografía de las Islas Baleares y uno de los autores de una investigación que muestra cómo la subida del nivel del mar haría aumentar la frecuencia de inundaciones… El recuerdo de la terrible inundación del 4 de noviembre de 1966 comenzó a materializarse a las nueve de la noche. A esa hora, un viento superior al previsto se levantó, empujando con fuerza el agua del Adriático a la laguna de Venecia. El Centro de Previsión de las Mareas de Venecia, que también se ha visto afectado por el fenómeno y se ha quedado incomunicado, había previsto como pico máximo 160 centímetros, a las 23.00. Pero a las 22.40 la marea era de 180 centímetros y a las 23.00 alcanzaba ya los 187. Un técnico de dicho organismo asegura que “se formó un pequeño ciclón sobre Venecia, con vientos de hasta 120 kilómetros por hora que empeoraron la situación. Es algo completamente anómalo y puede estar relacionado con el cambio climático”, insiste.

El Ayuntamiento ha ofrecido rueda de prensa para valorar los daños. “La situación es muy complicada y ahora mismo estamos desbordados”, señala un portavoz municipal. “El 80% de la ciudad está bajo el agua, hay daños inimaginables”, ha lanzado Zaia. Algunos museos han quedado dañados y otros recintos, como la Bienal, han cerrado por precaución. “No hemos tenido daños particulares, pero hoy la circulación debe quedar libre para otro tipo de necesidades”, señala una portavoz. El alcalde de Venecia -que ha pasado la noche visitando distintas zonas- ha solicitado al Gobierno italiano declarar el estado de emergencia por desastre natural, en Venecia y en sus islas, Murano, Burano, Lido y Pelestrina, tan afectadas como la vieja urbe. En esta última, un hombre de 68 años murió fulminado por una descarga eléctrica mientras intentaba salvar su casa de las inundaciones. Varias zonas de la ciudad se han quedado sin electricidad, como el Lido y el Campo Santa Margherita. La mayoría de trayectos en vaporeto han sido suspendidos, después de que tres de estas embarcaciones se hundiesen en la Riva degli Shiavon.

El científico Gabriel Jordà vincula lo que está ocurriendo en la ciudad al cambio climático. “Si esta última inundación hubiera tenido lugar en los años cincuenta del siglo pasado, su efecto habría sido moderado. Al haber subido el nivel del mar, las consecuencias son mucho peores”, explica. “Lo que antes pasaba una vez, se puede convertir en norma”, añade Jordà. “Hay que tener en cuenta a la subida del mar se suma que la ciudad se está hundiendo, lo que hace que el efecto del acqua alta se multiplique”, añade. Alarmado por la situación, Brugnaro hizo un llamamiento al Gobierno italiano para concluir el megaproyecto de ingeniería que pretende defender Venecia de las mareas altas. Este fenómeno acostumbra a inundar las zonas bajas de la ciudad, en particular la plaza de San Marcos. Pero su efecto se multiplica, como sucedió esta vez, con el siroco, un fuerte viento sahariano. Para proteger la ciudad de las mareas, que afectan cada vez más a su patrimonio artístico, en 2003 se empezaron a construir 78 diques flotantes en el marco del proyecto MOSE (acrónimo de Módulo Experimental Electromecánico). Dichos diques deberían cerrar la laguna en caso de subida de las aguas del Adriático. Pero problemas de sobrecostes y corrupción retrasaron su puesta en funcionamiento.

La Basílica de San Marcos se encuentra en uno de los puntos más bajos de la ciudad y es uno de los monumentos más afectados. El director de la conservación del monumento, el arquitecto Mario Pina, pasó toda la noche dentro el edificio intentando salvar los objetos a ras del suelo. “Es un desastre, como el de 1966, o peor, aún lo sabemos. Hemos trabajado toda la noche para proteger piezas preciosas como crucifijos, apoyados en las partes más bajas. El agua ha entrado en toda la iglesia y también en la cripta, bañando los mosaicos”, declaró Pina. Cuando el agua entra en la basílica, genera daños irreversibles que se evidencian en el tiempo, explica Pina. El agua salada se evapora, corroe el mármol y rompe los mosaicos. “Esto es una verdadera catástrofe, tan grave como en 1966”, dice Pina. El ministro de los Bienes Culturales, Diario Franceschini, anunció ayer que una vez concluido el análisis de los efectos del agua alta llegará el dinero para financiar la conservación de la Basílica de San Marcos. El edificio, construido en el año 828 y reconstruido tras un incendio en 1063, conserva mosaicos bizantinos y el cuerpo de san Marcos, patrón de la ciudad. Solo ha visto entrar el agua seis veces en 1.200 años.  Lo más preocupante es que tres de las cinco grandes inundaciones se han producido en los últimos 20 años. Uno de estos eventos excepcionales ocurrió el 30 de octubre de 2018. Hace un año el agua invadió parte del pavimento milenario de mosaico de mármol e inundó completamente el baptisterio y la capilla, arruinando portones de bronce bizantinos, columnas y piezas en mármol. Han pasado 53 años desde la gran inundación de 1966 y Venecia sigue tan frágil como entonces.

El Ministerio de Infraestructuras y Transportes de Italia ha anunciado un plan para alejar progresivamente el paso de los cruceros y otras embarcaciones frente a Venecia, que sin embargo no ha satisfecho a las asociaciones de ciudadanos y ecologistas. Las imágenes de estos rascacielos sobre el mar que pasaban y se detenían amenazantes frente a la Plaza de San Marcos y el Palacio Ducal habían dado la vuelta al mundo y provocado fuertes críticas. La medida de acabar con el paso de los grandes barcos era una de las condiciones que había impuesto la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) para evitar que Venecia fuese eliminada de la lista de ciudades patrimonio de la humanidad para ser considerara lugar en peligro. Desde enero de 2018 comenzó a aplicarse así el plan de reducción del paso de los barcos. Los cruceros ya no entran frente a San Marcos sino que atravesarán el alternativo paso de Malamocco para atracar en el puerto de Marghera, en la localidad de Mestre. Los turistas son trasladados en autobuses hasta la entrada de la ciudad. Muchos venecianos congregados en asociaciones como el denominado ‘Comité No a las Grandes Naves en Venecia’ llevaban años intentando evitar el paso de los grandes barcos y cruceros ante la ciudad. Eran los ‘Godzilas’.

Godzilla es un monstruo japonés ficticio, que ha protagonizado numerosas películas y se ha convertido en uno de los personajes cinematográficos más conocidos del mundo. Apareció en pantalla por primera vez en 1954. Godzilla es una de las referencias más populares de la cultura japonesa del siglo XX, siendo descrita como un enorme dinosaurio mutante, quien genera y salva del caos a Japón y el mundo; por lo que es muchas veces considerado como antihéroe. A pesar de que su popularidad ha ido decreciendo a medida que avanzan los años, continúa siendo uno de los monstruos más conocidos en todo el mundo. Hasta la fecha, Godzilla continúa siendo uno de los iconos más representativos del cine japonés, y el más importante del subgénero kaiju, el que deriva del género tokusatsu. Se cree que los estudios cinemtográfico Toho había pensado en Godzilla como una representación del miedo que sintió Japón después del bombardeo atómico sufrido en la Segunda Guerra Mundial a manos de Estados Unidos.

Es una regla de toda la vida. Cualquiera la conoce y la ha comprobado alguna vez. Cuando la marea sube, está destinada a retirarse. Seis horas alta, seis horas baja, un día tras otro, porque así lo dicta el ritmo de la naturaleza. Salvo aquel 4 de noviembre de 1966, en Venecia. Entonces, el mar se alió con el viento y la lluvia. Invadió la ciudad y se negó a marcharse. En un solo golpe, derrotó la física y los murazzi, las presas de piedra que desde hacía más de dos siglos protegían la laguna. Venecia está más que acostumbrada al agua y sus caprichos, pero el aluvión la superó. Porque nadie podía esperar que la urbe permaneciera 24 horas ahogada, con olas a más de 194 centímetros sobre el nivel del mar, las mayores jamás registradas. La tormenta arreciaba sobre San Marcos, las góndolas rozaban los balcones, miles de casas y tiendas fueron sumergidas y dañadas. ‘Aquagranda’ lo bautizaron los ciudadanos. Y así se titulaba un documental proyectado en La Mostra, que recuerda aquella catástrofe. No solo murieron tres personas -87 en el Noreste italiano- sino también algo en el corazón de Venecia. Hay quien coloca justo ahí, de hecho, el momento en que los vecinos empezaron a abandonar la ciudad de los canales.

“El agua forma parte del ADN de Venecia, pero aquella fue la marea alta más grave de la historia. Y hizo mella como un trauma colectivo en la memoria de la ciudad”, explica Giovanni Pellegrini, director veneciano de Aquagranda in crescendo. El título del filme se refiere también a la ópera con la que el célebre Teatro de la Fenice decidió conmemorar en 2016 los 50 años desde la tragedia. De ahí que el documental junte grabaciones de archivo, testimonios de quienes huyeron de la rabia del mar y los ensayos del espectáculo, para navegar hacia los recuerdos del diluvio. La inundación golpeó primero Palestrina, uno de los islotes cercanos a Venecia. Se saltó los murazzi y puso rumbo al centro de la ciudad. “El choque del agua contra los escollos resuena como un himno de muerte. Horas 11: empieza el terror”, escribió un inspirado mariscal de los carabinieri aquella mañana en su informe, que recoge Il Corriere della Sera. El mar golpeó tanto Venecia que la ciudad acabó de rodillas, aislada y sin servicios. Un apagón eléctrico añadió la oscuridad al miedo. El pulso del mar fue reforzado por tres días seguidos de lluvias. La violencia del siroco, mientras, impedía que las olas se apaciguasen. “El agua doblaba mi altura”, apunta un periodista de Il Sole 24 Ore. Entonces tenía apenas cinco años.

Pellegrini, en cambio, nunca vio l’aquagranda: no había nacido. Así que estudió lo que las cámaras inmortalizaron. “El material era bastante escaso, menos de 10 horas. Lo más difícil fue encontrarlo físicamente, esparcido entre archivos no digitalizados u olvidados”, asegura el cineasta. Las fotografías abundaban, pero Pellegrini las descartó porque producirían “menos impacto” en el espectador. Eso sí, el director recurre a dos imágenes fijas para resumir la inundación. En una, “apocalíptica”, se ven San Marcos y el Palazzo Ducale, presa de las olas; la otra muestra un bar invadido por el mar, donde se ha metido hasta una góndola. A bordo, varios hombres sonríen y beben café. “Para muchos venecianos se trataba simplemente de agua un poco más alta de lo habitual, no podían imaginar los efectos que tendría, ya que, además, fueron sobre todo a largo plazo”, agrega el cineasta.

En efecto, cuando el mar al fin se aplacó, dejó al descubierto heridas que nunca se sanearon. Por un lado, los escombros mostraron al mundo que el patrimonio de Venecia yacía descuidado. Y que la ciudad, entretanto, se estaba hundiendo. “Las malas condiciones de Venecia eran conocidas, pero el aluvión sacó el problema a nivel internacional”, asevera Pellegrini. Se aprobaron leyes, nacieron comités, se diseñaron proyectos y organizaciones de todo el planeta se movilizaron. “Pero no ha habido desde entonces preocupación por regenerar la economía de la ciudad, ahora replegada en el turismo, o preservar la población veneciana”, defiende el director. He aquí la otra secuela de la marea. Unas 17.000 viviendas de planta baja fueron declaradas inhabitables, según el filme; miles de establecimientos, sobre todo de artesanos y pequeñas empresas locales, no reabrieron jamás. “No se puede atribuir el éxodo de los venecianos únicamente al aluvión. En 1966 la ciudad ya había perdido a unos 50.000 de sus 170.000 habitantes. Pero l’aquagranda dio un fuerte impulso al despoblamiento y a la transformación en el parque turístico que es ahora”, explica Pellegrini. Hoy en día, en Venecia viven unos 55.000 vecinos. Y unos 1.000 al año se marchan. ¿Hay esperanza? “Muchos dicen que la ciudad está muerta pero el bullicio que acompañó la preparación de Aquagranda demuestra que no es así”, responde Pellegrini. Tal vez no sea tarde para que cambie la marea.

El naufragio del crucero Costa Concordia en 2012 frente a la isla de Il Giglio, en el centro de Italia, hizo saltar todas las alarmas de lo que habría podido ocurrir si hubiese sucedido en la ya frágil Ciudad de los Canales. La tragedia se cierne sobre uno de los más universales emblemas del turismo de ese país europeo, junto a Roma y Florencia: Venecia. La llegada de un turismo de masas desbocado ha robado el alma de la ciudad y su ecosistema tradicional para convertirla en un parque temático, su sustento y su tragedia. No obstante, hay fechas en el calendario para disfrutar de los encantos de la “Muerte en Venecia” (Morte a Venezia) de Luchino Visconti, quien adaptó la novela del escritor alemán Thomas Mann. Esta cinta, una de las últimas obras del director de “Rocco y sus hermanos”, “Senso” y “El gatopardo”, fue candidata al Oscar al mejor vestuario. Es una disquisición estético-filosófica sobre la pérdida de la juventud y la vida, encarnadas en el personaje de Tadzio, y el final de una era representada en la figura del protagonista. El Caribe Mexicano, referencia mundial del turismo del Caribe y de la cultura maya, debe tomar buena nota de lo que ocurre en Venecia y en otras capitales del turismo…

Cada día, desde la ventana de su taller de restauración de muebles antiguos, junto al Ponte dei Barcalori, al lado del teatro de La Fenice, Bruno Rizzato escucha a los gondoleros repetir una y otra vez que en el palacio de enfrente vivió Wolfgang Amadeus Mozart durante el carnaval de 1771, cuando solo tenía 15 años. Los turistas asienten y disparan sus cámaras fotográficas ante una placa de mármol blanco que, desde 1971, recuerda al “muchacho salzburgués” que convirtió la música en “purísima poesía”. “Pues es mentira. Se trata de un falso histórico. En realidad fue aquí, en mi taller, donde vivió Mozart. Si no me cree, vaya al conservatorio. Allí se guardan aún las cartas que su padre le escribió a esta dirección. Pero las autoridades, tal vez porque se equivocaron o quizás porque aquel edificio es más bonito, colocaron allí enfrente la placa con motivo del bicentenario. El caso es que los periódicos publicaron el error, pero, como es natural tratándose de Italia, allí se quedó la placa y aquí sigo yo, escuchando cada día, una y otra vez, la mentira repetida en todos los idiomas. Otra más de las mentiras en que se ha convertido Venecia”.

Bruno Rizzato es el último de una estirpe de restauradores venecianos que se remonta a 1880. Se sabe una especie en extinción. No tanto por su oficio de restaurador de antigüedades -“aunque ahora la gente prefiere los muebles de Ikea, todo blanco y cristal”-, sino por su linaje veneciano. “La explotación salvaje del turismo de masas”, sostiene, “le ha robado el alma a la ciudad. En la zona de Rialto, hace veinte o treinta años, vivían venecianos que vendían a otros venecianos el pan, la verdura, el pescado, y talleres donde se ofrecía artesanía auténtica ­-collares de cristal de Murano, máscaras hechas a mano según las enseñanzas de padres y abuelos- a viajeros que sabían lo que compraban y lo que debían pagar por ello. Aquella Venecia ya no existe. No sabe cuánto lo siento, pero ha llegado usted cuarenta años tarde. Todos aquellos negocios fueron cerrando y en su lugar abrieron tiendas de bisutería para el turismo. Venecia se ha convertido en Disneylandia. Un parque temático donde, al precio de un euro, unos chinos venden a otros chinos máscaras venecianas fabricadas en China”.

Es un discurso amargo, resignado, que atraviesa los 455 puentes que unen entre sí las 118 islas de una ciudad que, a mediados del siglo pasado, contaba con 174.000 residentes y que ahora apenas llega a los 57.000. Son los últimos mohicanos del amor incondicional a la belleza, ahora sitiada, de Venecia. Sus nuevos dueños, un ruidoso ejército formado por 24 millones de turistas al año, marchan de la mañana a la tarde desde el puente de Rialto a la plaza de San Marcos agrupados detrás de un banderín -o de un paraguas abierto, o de un osito de peluche, o de un bastón desplegable con un moño rojo en la punta-, con el tiempo imprescindible para tomar unas cuantas fotografías, comprar una máscara auténticamente falsa y regresar deprisa y corriendo a la nave o al autobús que les aguarda al otro lado del resbaladizo puente de Calatrava. Algunos operadores incluyen en el circuito turístico un “inolvidable paseo en góndola por los canales”. Se pueden observar entonces filas interminables de turistas -de preferencia asiáticos- que van embarcando en las góndolas del atracadero de Bacino Orseolo, justo a la espalda de San Marcos, sin apenas descanso, como si se subieran a un carrito de la noria o a una de esas atracciones que sortean cataratas de pega en los parques acuáticos. Al pasar por enfrente del taller de restauración de Bruno Rizzato, el gondolero de turno les señalará una lápida de mármol y les dirá: “En este palacio de aquí pasó unos días el joven Mozart…”.

El interés del protagonista hacia un joven de belleza sobrecogedora, que encarna un ideal estético, se va a transformar en amor y obsesión

‘Morte a Venezia’, tanto la novela original como la película constituyen, aparte de los sucesos acontecidos a Gustav durante su estancia en Venecia, una ilustración, oda, alegato y homenaje a la belleza perfecta, pura y plena de la que habla Platón en el Fedro y el Banquete. A principios del siglo XX, el compositor de mediana edad Gustav von Aschenbach (Dirk Bogarde), que padece de una depresión severa debido a varios problemas tanto familiares como profesionales, se refugia en Venecia para descansar y huir del agobio de su vida en Múnich. Poco después de instalarse en un lujoso hotel en isla del Lido, se fija en un adolescente polaco, Tadzio (Björn Andrésen), cliente del hotel con su familia. El interés del protagonista hacia este joven andrógino de belleza sobrecogedora, que encarna un ideal estético, se va a transformar en amor y obsesión. Los días de Aschenbach discurren en la playa del Lido o en excursiones al centro de Venecia pero sobre todo se dedica a seguir y observar a Tadzio. Paralelamente, Aschenbach va tomando consciencia de unos acontecimientos extraños en la ciudad (muertes repentinas, campañas de desinfección de las calles, explicaciones evasivas de los venecianos, etc.) y consigue descubrir que Venecia está aquejada de una epidemia de cólera, escondida por las autoridades para que los turistas no abandonen la ciudad. Aschenbach piensa irse primero pero, consciente de su amor por Tadzio, prefiere quedarse en el hotel. Piensa en avisar durante un tiempo a la familia de Tadzio pero no lo hace. Como era de esperar, Aschenbach, delicado de salud, enferma. Sale una última vez, maquillado, a la playa para ver a Tadzio (al cual nunca ha hablado) y muere contemplándolo jugar con un amigo a orillas del mar. Tadzio se aleja con su amigo sin darse cuenta mientras unos socorristas vienen a levantar el cuerpo de Aschenbach.

 Gustav se encuentra frente a la belleza inalcanzable, bella por sí misma y reflejo de la verdad. Tadzio, su objeto de obsesión, no intercambia palabra alguna con él ya que el sentido de perfección no posee carácter mundano, va más allá. “Aquél que ha contemplado la belleza está condenado a seducirla o morir”. El apellido alemán Aschenbach puede traducirse por “Río de cenizas”.  La trama de la película de Luchino Visconti, cinta obligada de la sesiones de arte y ensayo en la España del franquismo y ‘transición democrática’ se desarrolla en Venecia, símbolo del arte y el comercio entre Oriente y Occidente, en el fastuoso y decadente hotel del Lido veneciano (la estación balnearia que tuvo su mayor popularidad a fines del siglo XIX y principios del XX). La descripción minuciosa y exacta del entorno aristocrático que logra Visconti (un legendario aristócrata milánes) es paradigmática. Incluso la ropa usada es original y fue planchada y almidonada a la manera de la época. ‘Morte a Venezia’ es una colección de las más bellas imágenes jamás filmadas y un alegato a la apreciación de la belleza.

El personaje está basado vagamente en el compositor Gustav Mahler, el Adagietto de cuya Quinta sinfonía está presente a lo largo de la película, formando una unión indivisible entre imagen y sonido de gran presencia dramática. De hecho, Visconti es en gran medida responsable de la inmensa popularidad que cobró luego la música de Mahler, quien por cierto perdió una hija en circunstancias similares a las que se ven en la película pero no era homosexual. La popularidad de ‘Muerte en Venecia’ y la obra de Gustav Mahler inspiraron un ballet al coreógrafo John Neumeier y la ópera homónima de Benjamin Britten. Para el papel de Tadzio, Visconti escogió al desconocido Björn Andresen, que fue elegido tras un largo proceso de audiciones que se registraron en el documental ‘Alla ricerca di Tadzio’ (En busca de Tadzio). Se comentó que el cantante español Miguel Bosé, entonces un adolescente, fue un candidato a este papel, y que su padre el torero Luis Miguel Dominguín se opuso.

 Luchino Visconti nació en Milán, Lombardía, Italia en 1906, en el seno de una familia de la más antigua aristocracia lombarda, los Visconti, cuyo linaje se remonta al Renacimiento. Era hijo del duque Giuseppe Visconti di Modrone, y de Carla Erba, hija de un poderoso industrial milanés. Desde muy joven se vinculó al teatro de la Scala de Milán, (convirtiéndose la ópera en una de sus pasiones), medio de expresión artístico con el que su abuelo, el duque Guido Visconti, y su tío Huberto Visconti mantuvieron una estrecha relación, pues ambos fueron Sovrintendenti -superintendentes- del teatro de la Scala.En 1935 se trasladó a París, donde gracias a Coco Chanel se vincula y colabora con el cineasta francés Jean Renoir, con quien participó como asistente de dirección en “Los Bajos Fondos” (1936) y como asistente y diseñador de vestuario en “Una partida de campo” (Une Partie de Campagne) (1937).

Su obra luego se aproxima a los principios artísticos del neorrealismo. ‘Obsesión’ (de 1943) fue la primera película neorrealista, movimiento que toma como antecedente al novelista Giovanni Verga; introdujo una nueva visión del cine, de la dirección de actores (frecuentemente no profesionales) y en la concepción de la realidad y de los problemas sociales. El neorrealismo no fue una escuela con principios y personalidades artísticas totalmente concordantes, ni en los directores ni en los guionistas, de ahí que se ha sostenido la existencia de una línea más idealista, representada por Roberto Rossellini, y otra, más próxima al marxismo o a las concepciones sociales afines, representada justamente por Visconti, entre otros.

“¿Usted cree que Venecia puede morir?”. “Venecia ya está muerta”. Tiziana Terzi habla con conocimiento de causa. Es la dueña de la funeraria Pavanello, en el distrito de Cannaregio, una de las zonas más bellas de Venecia -valga la redundancia- y menos golpeada por el turismo de aluvión. “Digo que está muerta”, se explica Tiziana, “porque ya no existe la verdadera Venecia. Los oficios, los negocios, los artesanos, los vecinos que se ayudaban entre sí en una ciudad bellísima, tal vez la más bella de todas, pero también incómoda, sobre todo para las personas mayores. Antes, bajabas de tu casa y no hacía falta cruzar más de dos puentes para encontrar la panadería, la frutería, el carnicero. Cualquiera ayudaba a la abuela del segundo a subir la compra en una ciudad sin ascensores. Ahora eso ya no es posible porque vivimos entre extranjeros, rodeados de gente que no conoces. Nos hemos visto obligados a cerrar todos los negocios porque han puesto los alquileres imposibles. El turismo desbocado ha matado el ecosistema de esta ciudad. Cada vez que un anciano muere, también se muere un poco más Venecia, porque su lugar no será ocupado por un veneciano más joven, sino por un turista”.

Hay dos datos que avalan la amargura de Tiziana Terzi. Cada año, un promedio de 1.000 venecianos abandonan la laguna y se marchan a vivir a las ciudades dormitorio, entre las que Mestre (170.000 habitantes) es la que sigue absorbiendo más población. El otro dato es aún más representativo: en los últimos años, más de setecientos apartamentos del centro histórico han sido transformados en pensiones con desayuno para turistas. “Muchos esperan a que se muera la abuela para alquilar la casa o convertirla en bed and breakfast; los venecianos somos una especie cada vez más rara en nuestra propia ciudad”, asegura Michele Gottardi, profesor de Historia en la Universidad Ca’ Foscari.

“La gente escapa porque los únicos trabajos que ofrece la ciudad son de recepcionistas, camareros o para hacer la limpieza en los hoteles”, añade Bruno Fillippini, asesor municipal sobre políticas de residencia, “mientras que hace solo unas décadas eran los artesanos del mármol, la piedra, el oro o el bronce los que sostenían la economía de Venecia”. El sonido del trabajo ha sido sustituido por el de una maleta de ruedas triscando trabajosamente entre los puentes. Ese es el nuevo himno de Venecia. La fuente de su riqueza y, al mismo tiempo, la canción de su derrota.

Una peligrosa arma de dos filos que pende también sobre otras ciudades italianas. El país de la belleza -la Unesco tiene declarados 52 lugares de Italia como patrimonio de la humanidad; le siguen España con 44 y Francia con 42- no acierta a gestionar de forma adecuada los flujos del turismo. Es suficiente con darse un paseo por las dos ciudades más visitadas de Italia, Roma y Venecia, para descubrir que sus respectivos Ayuntamientos no saben o no pueden -o no pueden porque no saben- responder a un desafío que la proliferación de cruceros y de vuelos de bajo coste ha disparado en los últimos años. Si Roma en demasiados momentos del día es la ciudad del desgobierno -transportes públicos que no funcionan, papeleras que rebosan, policías municipales que observan impasibles cómo las fuentes de Bernini son convertidas en piscinas públicas, camareros que persiguen a los potenciales clientes armados con la carta del menú-, la ciudad de los canales se le acerca ya peligrosamente. “El problema añadido para Venecia”, advierte Susanna Bressan, “es su fragilidad. Es una ciudad delicada, de cristal. Y este turismo masivo, alocado, este turismo de muerde y huye, está destruyendo la ciudad sin que nuestros gobernantes hagan nada por impedirlo”.

Hablar con Susanna Bressan en el interior de su taller de disfraces y de vestuario, proveedor de teatros y óperas de todo el mundo, es sumergirse en un pasado esplendoroso, preludio de un presente que pudo ser y no es. “El problema de esta ciudad no es el turismo ni los turistas”, intenta poner el dedo en la llaga, “sino el tipo de turismo y la respuesta que nuestros gobernantes son capaces de dar. La ausencia de itinerarios precisos, de un circuito cultural que alguna vez se intentó y fracasó, de una educación ciudadana que empieza por poner papeleras en las calles, nos ha llevado a encontrarnos con lo que tenemos ahora: un turismo que, después de una semana de recorrer Italia, puede decir que ha estado en Roma, en Florencia y en Venecia, pero que en realidad no ha sentido nada del perfume, del espíritu que esta ciudad, como las otras, puede representar. Nos quejamos del turismo, pero ¿qué le ofrecemos nosotros? En ninguna parte del mundo he visto esta pasividad, en ningún lugar dejan que las grandes naves de los cruceros entren hasta el corazón de la ciudad, poniendo en peligro un pasado que es nuestra única riqueza; en ningún país es tan palpable la indolencia”. Por delante de la puerta de caoba y cristal, siempre cerrada, del taller de Susanna -el Nicolao Atelier- pasean los escasos turistas que, de dos en dos, de cuatro en cuatro, han elegido Cannaregio, uno de los seis barrios de la ciudad, para dejar pasar el tiempo tranquilamente, para formar parte -durante unos minutos y de prestado- del paisaje fastuoso, irrepetible de la cotidianidad de Venecia. Tan cerca y tan lejos de una multitud que, en la plaza de San Marcos, lucha a brazo partido por unos metros de sombra. “De frente tienen la basílica. Dentro pueden ver las reliquias de Cristo, de san Marcos, de otros santos… La entrada es gratis, pero tienen que dejar antes los bolsos y las mochilas en una consigna que está en un lateral, que también es gratis. Eso sí, hay cola y está al sol”.

Maria es italiana, pero hace de guía por toda Italia de una excursión de estadounidenses que acaban de llegar en autobús a la ciudad. Se desgañita para que su ya cascada voz se sobreponga a la del guía ruso que, a escasos centímetros, también tiene agrupada a su grey bajo la sombra diagonal de la torre. No son los únicos. A ojo de buen cubero, son más de una docena las excursiones organizadas que trabajosamente se abren paso entre una multitud acosada a su vez por vendedores de comida para las palomas, sombrillas chinas para el sol y juguetes para los críos. Los vendedores de bolsos de imitación aguardan tras los soportales. Dice con guasa John, uno de los turistas del grupo de Maria, que viajar así requiere cierta práctica: “Hay que hacer varias cosas al mismo tiempo. Entender lo que te están explicando, hacer fotos sin que, en vez del monumento, salga todo el grupo detrás, y poner atención para no perder de vista a la guía”. Un estrés. “Sí, eso, un estrés. Es muy bonito todo, pero hay tanto que ver y tenemos tanta prisa que apenas lo disfrutas”. ¿Pero no están de vacaciones? “Sí, pero hay vacaciones para descansar y otras para ver cosas. No hemos venido desde EE UU para tumbarnos en una playa. Hay que ver todo lo que se pueda y estirar el dinero. Antes solo viajaban los ricos, ahora afortunadamente podemos hacerlo casi todos. Ya hemos visto Italia y ahora vamos a Francia”.

Al otro lado de la ciudad, a Tiziana Terzi se la llevan los diablos. “¿Los ha visto usted?”, se pregunta sin esperar respuesta en una funeraria plagada de fotos submarinas, “¿se ha dado cuenta de que estamos invadidos? Y no es cuestión de riqueza, sino de actitud. Se bajan del avión o del barco y se enchufan a la moda del Google Maps. Van de un lado a otro de una ciudad que es un museo, en la que es una joya cada puerta, cada picaporte, como si fueran zombis, solo pendientes de su teléfono. Yo ayer fui a Rialto, tomé el vaporetto y había un grupo de jóvenes tirados sobre el puente, tomando el sol, como si estuvieran en la playa. ¿Qué tendrá que ver eso con el dinero? ¿En Roma hacen igual? Yo desde luego no sé si vienen por moda o por qué, pero lo que tengo claro es que no saben a dónde vienen. Estos turistas de ahora no aman Venecia”.

Ferruccio della Pietà no comparte la amargura de Tiziana. Es de los pocos que parecen encantados con la deriva turística de su ciudad. Tal vez porque Ferruccio encarna el arquetipo del gondolero. Guapo, bronceado, ni joven ni viejo, una mueca fija de donjuán y unas gafas de sol de montura azul y cristal de espejo colocadas a modo de diadema. Dice que, hasta hace veinte años, la única forma de ser gondolero era teniendo enchufe. “Había que ser hijo, sobrino o hermano de un gondolero con influencia”. ¿Y ahora?, le pregunto. “Ahora, también”, responde con picardía para, cambiando el gesto, añadir que desde 1993 funciona una escuela de gondoleros por la que hay que pasar antes de estrenar el polo de franjas horizontales. ¿A ustedes les preocupa el turismo masivo? “Ni mucho menos. Al revés. La góndola veneciana es un producto único en el mundo. Y para la gente, por poco dinero que maneje, resultaría triste pasar por Venecia sin subir a una góndola. ¿Cómo le vas a quitar a un niño, o a una novia, esa ilusión? Prefieren tomarse un mal bocadillo que privarse de la góndola”.

Durante la conversación, unos turistas revolotean alrededor de su embarcación, que se balancea junto al puente de Rialto. Ferruccio se acerca. No necesita más de un golpe de vista para saber qué idioma hablan y de qué pie cojean. “Lo más difícil de este trabajo”, admite, “es tratar con los desconfiados”. Una de las mayores preocupaciones de muchos turistas al viajar a Italia es la posibilidad de ser timados. Hay sablazos míticos que ya han pasado a la historia, aunque no está claro si en el capítulo de la picaresca o directamente en el del crimen, como el de unos espaguetis con langosta al precio de 366 euros en un restaurante de Cerdeña. “Por eso”, zanja el gondolero Della Pietà, “nosotros ponemos en cada estación los precios del paseo. Desde 80 euros el recorrido básico a lo que cada uno quiera o pueda pagarse. Pero no se crea todo lo que le digan, esta ciudad sigue siendo hermosa…”.

Aunque el ánimo ya decaído de la ciudad haya sufrido un gran golpe tras la detención de un anterior alcalde -acusado junto a otros altos cargos de desviar fondos de la construcción de un sofisticado sistema de compuertas para librar a la ciudad de las mareas-, los venecianos son conscientes de que, todavía, poseen casi en exclusiva dos momentos mágicos. “El alba y el ocaso”, dice Bruno Rizzato, y su sonrisa ilumina los 19 metros cuadrados de su taller de reparación de muebles antiguos: “Yo siempre les doy el mismo consejo a los turistas, pocos, que entran en el taller y pierden el tiempo hablando conmigo. Les digo: no compréis esas máscaras falsas de un euro, no compréis nada en esas tiendas donde todo es mentira. Pero levantaos al amanecer o esperad al atardecer y disfrutad de la ciudad antes de que llegue la invasión de turistas o cuando ya se hayan ido. Solo entonces podréis encontrar, por algunos instantes, el rastro maravilloso de la verdadera Venecia”.

 ¿Es aún Venecia un paraíso? ¿Es Venecia ya un infierno? Edén para quien aún logra perderse entre la bruma de sus puentes, canales y plazuelas y averno temible para los locales y para los visitantes asiduos que ya se han cansado de batallar contra la muchedumbre, la Ciudad Ducal reabre con más fuerza que nunca su eterno debate en torno a la posible muerte lenta por: masificación, feísmo, invasión (la de los llamados monstruos marinos, esos gigantescos trasatlánticos que recurrentemente cruzan la laguna con miles de viajeros a bordo).Las potentes imágenes del reportaje fotográfico ‘Monstruos marinos en Venecia’ del gran fotógrafo italiano Gianni Berengo Gardin debían haber sido colgadas en las paredes del Palacio Ducal. Pero cuando todo estaba listo -incluso el catálogo en impresión- el alcalde de la ciudad, el derechista Luigi Brugnaro, frenó todo.

La noticia fue recibida por Berengo como un mazazo. El fotógrafo genovés de 85 años cuenta que en su larga y prestigiosa trayectoria nunca antes un trabajo suyo había sido censurado. “Primero me enfadé mucho, pero ahora la rabia se ha transformado en satisfacción, porque por fin se habla del tema de los grandes cruceros en Venecia, y esa era mi intención. He querido denunciar el peligro que significa el tráfico de los monstruos marinos delante de la cuenca de San Marcos y el Canal de la Giudecca, cuyas dimensiones son exageradas con respecto a los edificios venecianos. Me pregunto qué pasaría si uno de esos barcos gigantes colisionase con una iglesia o palacio”, declara Berengo desde su casa veraniega en Génova.

“Las fotos de Berengo dan una visión unilateral del tráfico de las grandes naves y dan una mala imagen de Venecia”

El reportaje ‘Monstruos marinos en Venecia’ fue realizado en el verano de 2013, cuando el centro para la fotografía por excelencia en Venecia, Fundación Tre Occhi, le dedicaba una antológica. Entonces, Berengo, autor de 250 libros y ganador en 1963 del World Press Photo, tenía 83 años, y según narra, se levantaba a las cinco de la mañana para retratar la entrada y salida de los cruceros a la vieja urbe. La muestra ahora censurada ya pasó por Milán, donde estuvo expuesta en la sede del Fondo para el Ambiente Italiano. El alcalde Brugnaro ha suprimido la exposición porque, a su juicio, crea una imagen negativa de Venecia. “Las fotos de Berengo dan una visión unilateral del tráfico de las grandes naves”, comenta el portavoz del alcalde, Fabio Fioravanti. El tema de los cruceros es una patata caliente en Venecia. Pero no sólo los paquebotes-cíclope se sitúan en el centro de la movida veneciana. El otro ingrediente de la controversia hunde sus raíces en lo que muchos en Venecia ya califican de feísmo: el encarnado por algunas construcciones de nuevo cuño en medio de los canales.

Un enorme edificio, ya bautizado por intelectuales y nativos venecianos como el cubo blanco, emerge sobre el Gran Canal. Su presencia imponente y fuera del contexto arquitectónico donde se incrusta -sencillamente uno de los sitios más hermosos del planeta- ha cambiado por completo la puerta de ingreso a Venecia. La mole de piedra blanca es la nueva ala del histórico Hotel Santa Chiara, salpicada de una gran polémica y el enfado de quienes aún se resisten a no abandonar la vieja urbe. “Es algo que da asco y ofende a Venecia y a los venecianos. La intervención es muy invasiva. Vergüenza, vergüenza, vergüenza”, opinaba en las páginas de Corriere della Sera, el primero en lanzar la alarma, el arqueólogo e historiador del arte Salvatore Settis.

“La ciudad tiene un fuerte vínculo con la Historia, hay que construir donde era y como era”, para el rector de la Universidad UIAV de Venecia

El Hotel Santa Chiara, un antiguo monasterio, se encuentra en uno de los sitios estratégicos de la ciudad lacustre, sobre el Gran Canal y a los pies del puente de la Constitución, alias puente de Calatrava, que conecta la estación de trenes de Santa Lucía con la frenética parada de autobuses, Piazzale Roma. El puñetazo al ojo es evidente por el mero hecho de que la fachada principal del hotel se encuentra en el Gran Canal, la arteria primordial de Venecia, por donde transitan vaporettos, taxis procedentes del aeropuerto, ambulancias, barcos con víveres… Todo, absolutamente todo pasa por este punto. El Canal Grande -el Canalazzo para los venecianos- es uno de los símbolos de la ciudad. Sin embargo, la propuesta de los arquitectos Antonio Gatto, Dario Lugato y Maurizio Varatta hiere la mirada. Al entrar en Venecia, lo primero que destaca es este edificio blanco, de cemento y acero. Gatto, Lugato y Varratta han creado una nueva ala del hotel que parece ser una radiografía de la vieja, pero en estilo minimalista, blanca, que contrasta con el rojo del original. Los creadores defienden el proyecto y lo consideran “una contribución crítica”.

El edificio no acaba de convencer a casi nadie. Algunos intelectuales piden a gritos su demolición inmediata. El problema principal de la propuesta de Gatto, Lugato y Varatta es “su exceso de volumen”, declara Amerigo Restucci, rector de la Universidad UIAV de Venecia. “Es demasiado grande y crea una disonancia con la otra parte de la arquitectura veneciana. Es un edificio estridente y además interrumpe la vista panorámica. Si la idea era crear una obra contemporánea, hubiera sido mejor llamar a otros arquitectos y utilizar otros materiales, pues los empleados podrían funcionar en una escuela, en la periferia del cualquier ciudad italiana, pero no en Venecia”, opina el docente, quien añade en un tono de abierto enfado: “Meter las manos en Venecia es siempre una cuestión delicada, pues la ciudad tiene un fuerte vínculo con la Historia y su pasado glorioso. Hay que ser muy respetuoso con el contexto y construir donde era y como era”.

Como ejemplos acertados de reconstrucción en esta línea, Restucci cita otros dos símbolos de la ciudad: el Teatro de La Fenice y el Campanario de San Marcos. En los últimos años han llevado a Venecia la belleza y el diálogo con el pasado arquitectos como Renzo Piano (remodelación de las antiguas bodegas de sal, actual sede de la Fundación Emilio Vedova), o Tadao Ando (restauración del Palazzo Grassi y la Punta de la Aduana, propiedad de la Fundación Pinault). Otro arquitecto-estrella, el holandés Rem Koolhaas, ex director de la Bienal de Arquitectura, ha diseñado un moderno centro comercial en la zona de Rialto (Fondaco dei Tedeschi). Se trata de un histórico edificio erigido en 1228 y reconstruido en su interior en el siglo pasado. Organizaciones locales y arquitectos venecianos se oponen al retoque de Koolhaas, que entre otras cosas propone una moderna escalera móvil interna y una terraza con vistas al puente de Rialto. El arquitecto Pietro Marriuti, expresidente de la Asociación de arquitectos de Venecia lleva varios años manifestándose contra la transformación del Fondego, que el Municipio vendió al holding Edizione Srl, perteneciente a los dueños de la marca de ropa Benetton por 52 millones de euros…

Una de las peores consecuencias del calentamiento global es que nuestra mente se acostumbre. Asuma los efectos del cambio climático como algo inevitable. Que la anormalidad sea normal. Que se oculte con cartón piedra la catástrofe que ya acecha en la línea del horizonte, como en el verso profético de John Keats: “Dulces prados, con llamas ocultas en su verde”. O que la industria de la estupidez lo banalice todo como un parque temático del apocalipsis o con visitas turísticas a los infiernos. El conformismo fatalista, en lo personal, puede ser explicable por un sentimiento de impotencia ante la magnitud del problema. ¿Qué podemos hacer nosotros?, se pregunta mucha gente. Desconectar del peligro es también una forma de supervivencia. Nuestra mente no soportaría estar angustiada 24 horas. Otra versión del conformismo fatalista es lo que podríamos denominar una culpabilidad difusa, esa idea que se nos inculca a la manera católica del “pecado original” en la infancia: “¡Todos somos culpables!”.

No, no todos somos culpables. No todos somos “igual” de culpables. Para empezar, no es lo mismo tener conciencia de esta crisis planetaria que mirar hacia otro lado. O peor todavía, negarla. Es verdad que hay mucha hipocresía en los discursos, y que abunda la política ecologista de boquilla, y lo verde como imagen, con mucha propaganda y pocas nueces. Pero el negacionismo debería ser considerado delito, con un tribunal internacional que juzgase los ecocidios, los crímenes que están violando la tierra y destruyendo el hogar de todos. Negar la evidencia no es cosa de cuatro chalados, sino, en no pocos casos, de personas influyentes con la obligación de estar informadas, pero que recuerdan al Mefistófeles de Fausto: “¡Ah, todo va magníficamente mal sobre la tierra!”. Esos negacionistas poderosos, mandatarios y magnates, están haciéndonos perder un tiempo precioso, desandando los tímidos y laboriosos acuerdos, jugando con el planeta como malabaristas enloquecidos. Hasta ese grandullón que resulta ser presidente de Estados Unidos hace chistes bobos sobre la pequeña Greta. El humor está bien, pero en caso de incendio o inundación, lo prioritario, sobre todo para un presidente que echa humo por la cabeza, sería llamar a los bomberos. Trump es el paradigma más grosero del negacionismo, pero también tenemos por España y México, y algunos con mando en plaza, a entusiastas discípulos de Mefistófeles.

Este octubre fue un buen mes para Mefistófeles, y pésimo para la vida en el planeta. Todo va, sí, “magníficamente mal”. Entre otras alarmas, hemos conocido dos noticias tan estremecedoras como simbólicas. El calentamiento global ha hecho acto de presencia en el Mont Blanc. El glaciar Planpincieux, en la frontera de Suiza, Italia y Francia, a 4.000 metros de altura, es ya un “gigante agrietado”. A muchos kilómetros de allí, en la Micronesia, en el océano Pacífico, el Parlamento de la República de las Islas Marshall aprobó una resolución para declarar “la crisis climática en el ámbito nacional”. El crecimiento del nivel del mar ha multiplicado el riesgo de inundaciones y amenaza con el “ahogamiento” del propio archipiélago, donde viven alrededor de 54.000 personas. La presidenta, Hilda Heine, responsabiliza de esta situación límite a la comunidad internacional por su inacción.

Mefistófeles (también llamado Mefisto y otras variantes) es un demonio del folclore alemán. Mefistófeles es comúnmente considerado como un subordinado de Satanás encargado de capturar almas, o bien como un personaje tipo de Satanás mismo. Extendido por el Romanticismo y universalizado por el Fausto, simboliza el proceso de pérdida de fe y concreción a lo práctico según un sistema moral propio de las sociedades avanzadas como consecuencia de la Revolución científica y la industrial. Mefistófeles es presentado muchas veces como una figura tragicómica, atrapado entre su victoria al lograr que las grandes masas dejen de considerar a Dios en el centro de todas las cosas, y su derrota al perder relevancia él también por el mismo motivo. En el aspecto gráfico, Mefistófeles ha sido mostrado como la representación más refinada del mal, siendo caracterizado con ropas fastuosas propias de la nobleza y con una mente fría, racional y con un alto nivel de lógica, misma que utilizaría para atrapar mentalmente a las personas y hacer que siguiesen sus designios. Mefistófeles es un personaje clave en todas las versiones de Fausto, siendo de estas la más popular la del escritor alemán Johann Wolfgang von Goethe. Fráncfort, una ciudad central alemana en el río Meno, es un importante núcleo financiero que alberga el Banco Central Europeo. Es el lugar de nacimiento de Goethe, cuya antigua casa es actualmente el museo Casa de Goethe. Al igual que la mayor parte de la ciudad, fue dañada durante la Segunda Guerra Mundial y posteriormente reconstruida. La plaza Römerberg se encuentra en la Altstadt (Ciudad Vieja) reconstruida y es donde se realiza el mercado navideño anual.

“Que el mar se volverá mortífero se da por descontado”, advierte David Wallace-Wells en ‘El planeta inhóspito’, un libro-informe imprescindible. “Salvo que se redujesen las emisiones, a finales del siglo podríamos tener al menos 1,2 metros de subida del nivel del mar, y posiblemente hasta 2,4 metros”. Sin ir más lejos, pensemos lo que esto significará en la península Ibérica. Ciudades como Málaga, Barcelona, Santander, A Coruña o Lisboa sufrirán en el futuro graves inundaciones y una gran parte de la costa quedará “ahogada”. No entiendo por qué esta previsible catástrofe no forma parte de la conversación, ni en las instituciones ni en los medios de comunicación. No entiendo este extraño silencio selectivo, en medio de tanta cháchara. ¿Es por desconocimiento o es gran tabú? En algunas de las ciudades citadas, siguen haciéndose planes para urbanizar las zonas portuarias.

Es un mismo grito, el del glaciar del Mont Blanc y el de las islas Marshall. Pero no hay escucha. Quienes tendrían que declarar sin demora el “estado de emergencia climática” en el mundo están a lo suyo. Solo escuchan a la maquinaria pesada. Ojalá la gente joven, inundando las calles, no les deje dormir. 

@SantiGurtubay

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