Los mayas no suben al tren
La ‘Zona Rebelde’ de Jacinto Pat, la reserva de la biosfera más grande del continente después de la Amazonía
El Bestiario
Santiago J. Santamaría Gurtubay
‘Tren Maya, esperando el futuro junto a las vías’, periodismo español en ‘Zona Rebelde’ de Jacinto Pat. El proyecto de obra pública más ambicioso y polémico del Gobierno de López Obrador cuenta con una extensión de 1.525 kilómetros, tendrá 18 estaciones, recorrerá cinco Estados y se prevé que creará 100.000 puestos de trabajo. EL PAÍS, periódico español, con sede en Madrid, ha estrenado una nueva Edición América. Ha seguido el recorrido y tuvo acceso a los planos de las modernas estaciones de cristal o bambú que se levantarán en Quintana Roo, Yucatán, Campeche, Chiapas y Tabasco, en las paradas de las localidades de Felipe Carrillo Puerto, Bacalar, Tulum, Valladolid, Izamal, Chichén Itzá, Playa del Carmen, Puerto Morelos, Cancún, Mérida, Maxcanú, Campeche, Xpujil, Calakmul, Escárcega, Palenque y Tenosique. El texto es de Jacobo García y el video y fotos de Héctor Guerrero. El amplio reportaje lo han dividido en tres episodios: ‘Los mayas no suben al tren’; ‘El Caribe Saturado’; y ‘Viviendo junto a la vía’…
“Ya hemos llegado”, dice Manuel Puc, señalando un trozo de selva. A Manuel se le ilumina la cara al ver el montículo. Uno tan verde y frondoso como cualquier otro. Una loma de salvaje vegetación por la que bajan enormes raíces que abrazan la tierra. Al fin y al cabo, la reserva de la biosfera más grande del continente después de la Amazonía está llena de montículos como este. Para llegar hasta aquí hay que viajar a Bacalar, en Quintana Roo, y después adentrarse una hora por el corazón de la reserva de Calakmul hasta Nuevo Jerusalén en el sur de la península de Yucatán. Luego hay que caminar 30 minutos —diez si quien va delante es él— por la selva que rodea su pueblo. Con zancadas de piernas cortas y duras como troncos, Manuel, de unos 60 años, dirige el paso sobre el fango. Acaba de pasar la primera tormenta tropical de 2020 y las ranas croan en el lodazal. “Pasen a la casa de mis abuelos”, dice, moviendo las dos enormes piedras que taponan el montículo.
Entonces Manuel se encoge, mete una pierna, luego la otra y se adentra suavemente por el cráter que se abre en la montaña. Una vez dentro, avanza por un estrecho pasillo de 10 metros de largo y hace un quiebre, luego otro hasta que se detiene junto a una puerta que ilumina con su celular. Cuando Manuel enfoca con su teléfono, una bola negra de murciélagos comienza una alocada desbandada que deja al descubierto una impresionante pared perfectamente pulida con detalles mayas tallados hace más de mil años.
En la pared donde antes pendían los bichos boca abajo se ve ahora otra puerta que conduce a una nueva sala de seis metros cuadrados. Más adelante hay otra, y otra más. Y así, sucesivamente, aparecen siete habitaciones y pasillos en perfecto estado rematados con el característico arco maya, un triángulo terminado en trapecio. La negritud y el calor húmedo son asfixiantes ahí dentro. Oculta por el salvaje verde de la selva se esconde esta majestuosa construcción de origen maya que, por su cercanía con Calakmul, podría haberse levantado entre el año 600 y 900 después de Cristo durante el Clásico tardío. “Creemos que eran viviendas de nobles”, deduce Manuel.
Entonces llamaron al prestigioso Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) para anunciar el hallazgo, pero al otro lado del teléfono alguien les dijo que lo mejor era no tocar nada y dejarlo como está. Pero ellos desobedecieron y lo limpiaron, lo dignificaron, guardaron el secreto y nadie ha vuelto a preguntar jamás por el lugar. Manuel Puc no regala muchas sonrisas, pero “la casa de sus abuelos” le pone de buen humor. Así que cuando sale, corre a taponar nuevamente la entrada, “porque como lo vea Andrés Manuel López Obrador nos pone una estación”, bromea, tomando la piedra más grande.
Nuevo Jerusalén es una comunidad de 300 familias a 60 kilómetros de la estación que el tren tendrá en Bacalar. La mayoría de sus vecinos, dice, se opone al tren porque, entre otras cosas, les ha robado la palabra “maya”. Para una pequeña comunidad como esta, decir no al tren supone mucho más que estar en contra de una obra. Se oponen al proyecto estrella del sexenio del presidente Andrés Manuel López Obrador (2018-2024), un ferrocarril de 1.525 kilómetros que recorrerá de punta a punta toda la península de Yucatán. Un megaproyecto en el que el mandatario ha empeñado todos sus esfuerzos y con el que pretende revitalizar el sureste del país. Un moderno tren que circulará a 160 kilómetros por hora destinado a mercancías, pasajeros locales y turistas, con el que promete traer a tres millones de extranjeros.
El diseño oficial ha dividido la ruta en tres tramos —Selva, Golfo y Caribe— que contarán con 18 paradas en cinco Estados: Campeche, Chiapas, Tabasco, Quintana Roo y Yucatán. El tramo del Golfo, de 653 kilómetros, pasará por sitios tan elegantes como Mérida, Valladolid o Izamal, y otros tan deprimentes como Escárcega o Tenosique, paso obligado para los migrantes de Centroamérica que van a Estados Unidos. En el Caribe, el tramo de 446 kilómetros irá desde la paradisiaca laguna de Bacalar al desquiciado Cancún. Y en la Selva, con 426 de kilómetros, el tren atravesará la reserva de la biosfera y tendrá una estación junto a los restos arqueológicos mayas de Calakmul, patrimonio de la Humanidad.
Si todo avanza como ha prometido, entregará la obra un año antes de dejar el poder. Manuel Puc presume de la casa de sus abuelos, pero la que de verdad le preocupa es la de sus hijos; los recursos naturales y la selva en la que han crecido. “La llegada del tren es una agresión y una falta de respeto. Insisten en decirnos lo que necesitamos sin preguntar qué queremos o cómo vemos nuestro futuro. Nos roban el término “maya” y frivolizan nuestra cultura y nuestra identidad poniéndole nombre al tren”, lamenta en el patio de su casa. “Dicen que habrá trabajo en la construcción, pero ¿qué clase de trabajo? Construir las vías y los hoteles para que después de dos o tres años volvamos a quedar desempleados. A lo mejor no queremos un tren y sí buenas universidades o un hospital equipado”, reflexiona, sentado en una silla de plástico desde la que solo ve ceibas, mangos y caobas.
Manuel Puc ya tuvo su Tren Maya hace 35 años. Siendo un adolescente, como muchos otros jóvenes de la región, se fue a Cancún y a la Riviera Maya, donde se ganó la vida construyendo palapas de palma, la profesión que había aprendido de su padre, en las terrazas más chic de los grandes hoteles. Diez años después regresó a su pueblo y se revirtió la proporción. Solo un par de vecinos tabasqueños no se apellidan Ek, Poot, Puc, Cox, Kan, Och o Káan. “¿Qué es progreso? ¿Cancún?”, se pregunta. “¿El crimen organizado, la violencia, el tráfico de drogas…? Yo no quiero los millones de turistas ni tener la violencia qué hay en otras zonas del país”, dice, señalando la plaza de hierba donde unos chicos juegan al béisbol.
En los últimos tiempos el índice delictivo en Nuevo Jerusalén es siempre el mismo: dos casos. El año pasado fueron el desmadre de un borracho en Navidad y Tomás, el loco del pueblo, que volvió a robarle una gallina a la señora de siempre. Hasta la llegada del tren, en Nuevo Jerusalén la mayor preocupación eran las inundaciones y distinguir a tiempo si el cambio en el trino del momoto, un ave tropical, se debe a que tiene hambre o que viene el agua.
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