La muerte de las víctimas del horror nazi

Descendientes de supervivientes recogen hoy la memoria de sus familias para no olvidar lo ocurrido, la extrema derecha aprovecha este vacío en España y Europa

Santiago J. Santamaría Gurtubay

Más de 200.000 personas fueron recluidas entre 1936 y 1945 en el campo de concentración de Sachsenhausen, cerca de Berlín. Decenas de miles murieron a causa de enfermedades, hambre, experimentos médicos, torturas o la cámara de gas. Otras fueron víctimas de ejecuciones sumarias o individuales por parte de las SS. Fue un centro concebido por su líder, Heinrich Himmler, como un campo “modelo” de su política de exterminio. Urge proyectar un futuro en el que no vuelva a ocurrir algo semejante. La extrema derecha aprovecha este vacío de los últimos ‘testigos’, ante el auge de la extrema derecha en Europa. Lo más grave es que la derecha democrática, como es el caso del Partido Popular en España, se contagia de la extrema derecha, como es el caso de Vox, cerrando acuerdos con los negacionistas de la violencia de género contra las mujeres, los cambios del medio ambiente y el mismo holocausto… El próximo 23 de julio se celebran en España las elecciones para elegir presidente de Gobierno. Las últimas encuestas contemplan una victoria del ‘pepero’ Alberto Núñez Feijóo con el apoyo del ‘franquista’ Santiago Abascal Conde. El actual primer mandatario español, Pedro Sánchez Pérez-Castejón y secretario general del socialdemócrata Partido Socialista Obrero Español PSOE, pasaría a la oposición.

Para llegar hasta el campo de concentración de Sachsenhausen hay que coger un autobús de la línea H desde el centro de la ciudad de Oranienburg, a 35 kilómetros de Berlín, en el estado de Brandeburgo. La ciudad, de algo más de 45.000 habitantes, transmite sosiego en unas calles adoquinadas donde abundan las viviendas unifamiliares. El alcalde, Alexander Lasesicke, es un político independiente que militó antes en el partido de Los Verdes y en el socialdemócrata SPD. La Corporación cuenta con seis concejales del SPD, seis del conservador CDU y cuatro del partido de extrema derecha Alternativa para Alemania. El autobús enfila la calle de las Naciones para hacer una parada frente a la entrada al memorial del antiguo campo de concentración, donde bajan cada día grupos de turistas y donde continúan su trayecto vecinos acostumbrados al trasiego de visitantes. A ambos lados de la calle proliferan jardines cuidados y casas robustas con tejados a dos aguas para evitar la acumulación de nieve en invierno. Esos hogares pertenecieron en su día a los oficiales nazis destinados en Sachsenhausen. Junto a las casas destacan dos grandes edificios con una pista de atletismo. Allí hubo una escuela de formación de las SS (el cuerpo paramilitar, policial y político de Hitler); hoy es una academia de la policía alemana. Un letrero dentro de sus instalaciones advierte al curioso que camina entre el muro exterior del campo a un lado y la reja de la escuela para agentes al otro: “Como parte de sus estudios, los estudiantes aprenden sobre la historia de lo que ocurrió aquí y los crímenes cometidos por la policía bajo el régimen nazi”. Ese mismo camino lo recorrieron miles de prisioneros encerrados en Sachsenhausen. Lo hacían cada día para llegar a los centros de trabajo que tenían asignados en condiciones de esclavitud y maltrato constantes. La vida allí no valía nada, la muerte podía llegar en cualquier instante.

George Saxon es hijo de Tadeusz Witkowski, un interno polaco que sobrevivió al campo de concentración y que tuvo que hacer ese recorrido muchas veces. Saxon luce pelo rojizo y estilo a raudales. Creció en un “barrio pobre y duro” de Londres y se identifica con Joe Strummer, el cantante de la banda de punk The Clash, a la que tuvo la suerte de ver en directo de joven. Con una afabilidad que atrapa desde el primer instante, Saxon remarca que su frase preferida en castellano es “¡No pasarán!”. Desde 1974 hace performances y piezas artísticas para vídeo y audio, pero en 2021 se jubiló como profesor de arte. Pertenece a la segunda generación de descendientes de supervivientes de los campos de concentración y exterminio: “La memoria nunca se debe olvidar. Lugares como este son muy importantes, el legado de nuestras familias debe permanecer vivo”, apunta en el centro mismo de Sachsenhausen. En 2003, en el transcurso de una reforma del campo, un trabajador encontró una botella escondida en un muro. En el interior había un papel redactado por el padre de George y por el preso comunista Anton Engermann. Ambos indicaban en él su número de prisioneros, fecha de nacimiento, día de entrada en el campo y cuándo se había escrito la nota. Engermann testificó además: “Quiero volver a casa de nuevo. ¿Cuándo veré a mi amor en Frechen, Colonia? Mi espíritu está intacto, las cosas van a mejorar pronto”. Era el 19 de abril de 1944, todavía quedaba un año para la liberación del campo. Ambos sobrevivieron.

George Saxon acudió a Sachsenhausen para tomar parte en una convocatoria internacional de descendientes de supervivientes con el título Voces de las próximas generaciones. El encuentro, celebrado entre el 15 y el 18 de septiembre, reunió a una treintena de personas con orígenes muy diferentes. En las conversaciones se habló de la guerra de Ucrania, de la situación de los refugiados o del ascenso de los partidos de extrema derecha en muchos países. Una idea común vertebró las jornadas: la de desterrar el concepto de héroes cuando se habla de sus familiares. “No me gusta esa palabra”, dice categórico Saxon, “¿qué significa eso?, ¿es un héroe alguien que dispara para conseguir una victoria?, ¿alguien por morir en una guerra? Me parece que eso hace que muchas veces nos alejemos del problema, y ocurre a veces con cómo tratan el asunto los medios de comunicación”. Lo dice con buen tono, risas y fuerte acento londinense. “Nuestras familias fueron supervivientes, somos hijos y nietos de supervivientes. Hay que hacer entender que, como sociedades, lo que ocurrió con mi padre y con muchos otros no es solo mi problema, sino un problema de todos”, añade.

Amelie Reichmuth comparte la misma opinión. Ella trabaja en Estocolmo como periodista económica para una start-up. “La historia de nuestras familias es como una puerta abierta”, explica, “eran gente corriente que se vio atrapada en una espiral de odio. El gran aprendizaje es que debemos involucrarnos día a día en el respeto a los derechos humanos de todas las personas, tengan el origen y las creencias que tengan. Hay que escuchar las historias de la gente que está sufriendo y decirles: ‘Aquí estoy para ayudarte’. Y así crear un movimiento que nos devuelva a la categoría de ciudadanos y no solo de consumidores, donde todo parece que se resuelve a través de las redes sociales y el individualismo”. Reichmuth se declara una optimista militante, aunque sabe que el mundo no camina precisamente en esa dirección. Su tono es pausado y profundo, su discurso proyecta una calidez humana con la que se siente comprometida: “No hemos elegido este camino, ha llegado a través de nuestras familias, y no podemos separar nuestra vida privada de lo político. En este encuentro digo que somos mensajeros. Si damos a conocer nuestra experiencia, quizás así construyamos un mundo mejor, y debo aplicar esa reflexión al modo de vida que llevo porque también tiene que ver con el cambio climático, la justicia social, el racismo, las guerras o la sostenibilidad del planeta”. La mirada de Reichmuth tiene luz y transmite emoción cuando habla. También sus suspiros están cargados de sentimientos.

En Sachsenhausen, el sonido de las hojas de los árboles que rodean buena parte del recinto genera una sensación de extraña armonía. Los vientos del pasado y el presente se mezclan. Elias Mendel tiene la duda de si algunos de esos árboles compartieron tiempo de vida con sus familiares. Tiene claro que su compromiso lo transmite a través de sus ilustraciones, ahí encuentra una conexión con lo que le ocurrió a su abuelo, un berlinés que fue encerrado en Sachsenhausen en la parte reservada a las barracas de los judíos. Su cuaderno está plagado de dibujos en blanco y negro que transmiten una fuerza que surge de las entrañas. A veces los proyecta sobre edificios significativos del nazismo. No descarta hacerlo sobre alguno de los que rodean el campo de concentración, donde antes residían los miembros de las SS. Elias Mendel es crítico con cómo se gestiona muchas veces la memoria desde las instituciones: “Hay que entender qué pasó y aprender también de nuestros errores. Porque hay que romper la idea de que esto no puede volver a pasar, porque esto ya está pasando en muchos países”. Y añade en relación con el contexto actual: “Está muriendo la generación que vivió esto y la extrema derecha se aprovecha de ese vacío, es muy importante seguir recordando la historia y denunciando el fascismo”. También reprocha enérgico la falta de justicia que hubo después de la II Guerra Mundial. De los cerca de 3.500 soldados de las SS que operaron en Sachsenhausen, menos de un 6% fueron juzgados.

Liberado por el Ejército soviético en su avance hacia Berlín, los nazis dejaron en el campo a unas 3.000 personas, la mayoría muy enfermas. Las SS evacuaron el campo en una huida que arrastró con ellos a la mayoría de los internos en las llamadas Marchas de la Muerte, en las que murieron a su vez miles de prisioneros. En ese trayecto infernal estuvo el que fuera presidente de la República española entre 1936 y 1937, Francisco Largo Caballero. El político socialista fue uno de los más de 200 españoles que sufrieron las atrocidades del campo de concentración. Sachsenhausen es una de las visitas más solicitadas por los turistas españoles que visitan Berlín, según cuentan varios guías. El sevillano Hugo J. Sánchez Rey es uno de ellos. Él tradujo al castellano el libro Era la noche, una larga entrevista de dos profesores de Historia franceses al último superviviente español que abandonó el campo de concentración: Pedro Martín. Hijo de emigrantes españoles en Francia y miembro de la Resistencia, fue uno de los enfermos graves que dejaron abandonados los nazis en su escapada. Vivió hasta los 95 años, murió en abril de 2020. Su testimonio habla también de solidaridad entre prisioneros, de sabotajes en las fábricas y de luchas cotidianas por la vida. Obviamente, también de terror y muerte. Muchos turistas no saben que en los campos de concentración también hubo españoles. Rayco y Lucas vienen de Canarias y rondan la treintena. Antes de coger el autobús H de vuelta al centro de Oranienburg, el primero confiesa sus sensaciones tras la visita al campo de concentración: “Conmueve, agobia y produce ansiedad”. Su amigo añade: “Una cosa que llama la atención es que, a pesar de lo traumático, hay una necesidad de conocer la historia de Europa para mirar el futuro. Aquí vienen los colegios, y en España sigue habiendo trabas a dar ese paso”.

De mirar el futuro habla precisamente Hirsz Litmanowicz, nacido en 1931. Encerrado en el gueto de Varsovia en 1942, un año después fue separado de toda su familia cuando fue deportado a Auschwitz con 11 años. De allí fue enviado a Sachsenhausen con otros 11 niños judíos para que los médicos nazis experimentaran con ellos los efectos de la hepatitis B. Su nieta Danielle Chaimovitz está presente en el encuentro de las nuevas generaciones. Antes de acudir, su abuelo le dijo por teléfono: “¿Por qué quieres ir al infierno?”. Litmanowicz responde por llamada telefónica con su nieta presente en la habitación. La llamada es con la opción de manos libres y hay una atmósfera especial en la sala donde la realizamos. Ella nunca ha hablado mucho con él acerca de lo que realmente pasó. Es un tema que todavía causa mucho dolor en una familia en la que su abuelo y su abuela perdieron a todos sus familiares. “Yo era un niño, no entendía la razón por la que los alemanes nos hacían eso. Esos 11 niños éramos una familia, llorábamos de dolor por lo que nos hacían y también porque sabíamos lo que había pasado con nuestras familias. Sé cómo mataron a mis tíos, a mis hermanas, a mis padres”. Lo dice con una voz fuerte y determinante. Cuando llegó la liberación, él tenía 14 años. “Estaba solo en el mundo, no tenía ningún familiar. Dependía de que alguien me hiciera un favor. Con 18 años pude viajar a Perú, donde vivo, y empezar de cero con mi mujer y tener una familia feliz”. Para él la memoria es fundamental en estos tiempos: “El pasado no se borra, el pasado existe. Yo me acuerdo de todo. Veo lo que ocurre en el mundo y pienso que Putin es otro Hitler. Los que sufrimos aquello nos lo vamos a llevar a la tumba, pero sí quiero que nuestras familias recojan nuestro legado, que no lo olviden nunca, que la gente sepa lo que pasó”. Hirsz Litmanowicz tiene hoy 91 años y es el más joven de los supervivientes de Sachsenhausen. En el campo de concentración murieron alrededor de 45.000 personas.

Su nieta Danielle asiste a la conversación con emoción contenida. Tiene 36 años y tres hijos, y vive actualmente en Estonia. Su marido es nieto de un partisano. Cuenta que el Holocausto está presente en su vida desde pequeña. Para ella, que se define como “judía religiosa” y cumple con el ritual del sabbat, el encuentro con otros descendientes de supervivientes ha sido muy útil: “Hay gente que ha venido aquí y ha contado cómo sus familiares lucharon activamente contra los nazis y por eso los trajeron al campo de concentración. Al fin y al cabo, mi abuelo lo único que hizo fue ser un niño judío. Al escuchar esas otras voces me doy cuenta de que no todo el mundo fue malo en aquel tiempo. Eso me da mucha esperanza, significa que, si pasase cerca de ellos por la calle sin conocernos, no repararía en ellos. Y ahora siento algo importante, siento que me puedo entender con otra gente diferente, con otros orígenes”.

En Sachsenhausen los primeros ingresos fueron adversarios políticos del régimen nacionalsocialista. Después les tocó el turno a aquellos que los nazis consideraban inferiores racial o biológicamente. Y a partir de 1939, a ciudadanos de todos los países ocupados por Alemania. Entre todos ellos hubo comunistas, socialistas, anarquistas, gitanos, homosexuales, judíos, católicos, evangélicos o soldados de diferentes ejércitos. Para Danielle Chaimovitz, el encuentro con otros descendientes de víctimas del nazismo le provoca un nuevo motivo de implicación con el pasado de su familia: “Tenemos que hacer más por Sachsenhausen, por el lugar que nos ha dado la oportunidad de conocernos. Pienso, por ejemplo, en Ucrania, en la gente que está sufriendo y que huye de la guerra. Quiero que mis hijos sepan que hicimos todo lo que pudimos para ayudar. Porque este tiempo algún día también será historia”.

España se encamina hacia las elecciones legislativas del 23 de julio en un escenario político de profunda polarización. Dos conceptos acuñados por la derecha —”la derogación del sanchismo” y “elegir entre Sánchez y España”— marcan con fuerza el escenario y representan ejemplos cristalinos del aumento de un tipo específico, y muy problemático, de polarización: la afectiva. Esta dinámica, común a varios países occidentales, trasciende el tradicional conflicto ideológico y se despliega en el territorio de las emociones, del estímulo del sentimiento de pertenencia a un grupo y rechazo visceral a otros. En este terreno, prospera la construcción de identidades partidistas que se convierten en el prisma principal de lectura de la realidad. Los politólogos señalan que se trata de una lacra especialmente nociva para la eficacia de una democracia. España comparte con otros países estos rasgos, pero hay dos elementos que motivan una especial inquietud. En primer lugar, según señalan varios expertos consultados para este análisis, hay síntomas de que el problema empeora. Además, España presenta una situación de contexto en algunos sentidos más inflamable que otros países comparables, por las características de su estructura partidista y por cuestiones de fondo sin cerrar, con debilidades críticas en varios de sus pilares —cuestión territorial, forma de Estado, un pasado irresuelto—. “En España hemos asistido en los últimos años a un proceso de consolidación de dos bloques ideológicos, pero todavía no estábamos en un momento de polarización afectiva muy fuerte. Ahora sí se está generando eso”, dice Luis Miller, científico titular del CSIC y autor de Polarizados. La política que nos divide (Deusto), libro publicado en abril en el que el autor ya afirmaba que el país iba rumbo a las elecciones más polarizadas en 40 años. “Tengo la sensación de que nos dirigimos a unas elecciones muy polarizantes desde el punto de vista afectivo y es preocupante, porque suelen ser procesos perniciosos, que se retroalimentan”, coincide Mariano Torcal, catedrático de Ciencia Política en la Universitat Pompeu Fabra y autor de De votantes a ‘hooligans’. La polarización política en España (Catarata).

En cuanto al marco de los partidos, puede notarse que Alemania y otros países de la Europa central y nórdica tienen una cultura de coaliciones que atenúa la polarización; Italia dispone de un sólido historial de casos en los que los distintos bandos cierran filas en momentos críticos; Francia tiene, al menos de momento con la presencia de Emmanuel Macron, una configuración tripolar. Así, España parece aproximarse más al frentismo de las políticas de Estados Unidos y el Reino Unido, pero sin la solidez que otorgan siglos de historia democrática y con un sistema electoral que produce grupos parlamentarios sumisos a la voluntad de la dirección del partido, dificultando el pluralismo y el disenso interno. En cuanto al marco estructural, por supuesto los demás también afrontan problemas explosivos (territoriales en el Reino Unido; raciales en EE UU; integración migratoria en Francia; etcétera) pero la conjunción a la vez de la cuestión territorial, de la forma de Estado y de un pasado irresuelto configuran en España un escenario especialmente problemático. El fenómeno y sus consecuencias han sido ya objeto de muchos estudios. Como señala el propio Torcal en su libro, o Ezra Klein en su Por qué estamos polarizados (Capitán Swing), la polarización afectiva refuerza la configuración de votantes que priman la defensa del grupo por encima de todo, con escasa propensión a buscar la verdad, reconocer errores de, o exigir responsabilidades a sus líderes, o aceptar compromisos con la otra parte. De ahí, las multitudes trumpistas que siguen creyendo que Biden robó las elecciones, o las multitudes brexiteras que abrazaron el “que se jodan los expertos”.

Los lemas “hay que elegir entre Sánchez y España” y “derogar al sanchismo”, que configuran el marco en el que el PP de Alberto Núñez Feijóo plantea la precampaña, son un emblema cristalino de la polarización afectiva, en la que el mensaje político busca generar una oleada emotiva reactiva, personalizando el foco, difuminando los contenidos. En el primer caso, se sugiere que el adversario es la antítesis de la patria, un elemento destructor de la misma; en el segundo, se recurre a un vocablo con reminiscencia de regímenes autoritarios para impugnar una geometría de poder —la que incluyó a Unidas Podemos en la coalición de gobierno y a ERC y EH Bildu en la mayoría parlamentaria— y la parte de la acción gubernamental que se considera fruto podrido de esa geometría. “Acabar con el sanchismo” es la principal razón de quienes tienen intención de votar al PP. Lo que hace la derecha es plantear una idea que me parece absolutamente horrible, que es: se está instalando un régimen cuya legitimidad democrática es cuestionable que se llama el sanchismo. No se puede jugar a apelar a la ilegitimidad de los actores políticos por intereses particulares. El anterior líder del PP, Pablo Casado, declaró que Sánchez era un presidente ilegítimo y le tachó —además de “ilegítimo”— de “traidor” y “okupa”; su sucesor, Feijóo, ha sostenido que “Sánchez es legítimamente presidente, pero no es legítimo lo que está haciendo”. Legítimo, según la RAE, significa “conforme a leyes”.

Feijóo también ha afirmado que el Gobierno de Sánchez “erosiona los cimientos de la democracia”, mientras la líder del PP en la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, habló abiertamente de “intento de pucherazo” ante las elecciones municipales y autonómicas del 28 de marzo, el 28-M. Se trata de acusaciones de alto voltaje emocional. Menos mal que el PP y Vox fueron los vencedores y hablaban de ‘pucherazo’. Con ese tipo de retórica de fondo, ¿qué pasaría si, en contra de los pronósticos, la derecha no logra una victoria el 23 de julio, 23-J? Los asaltos a las instituciones en EE UU y Brasil invitan a la cautela. En España, aunque menores, ya se han producido episodios de incidentes físicos ante sedes institucionales. La retórica de golpes sustanciales a la democracia no se ve reflejada en acciones o expedientes formales desde la Comisión Europea —bajo el mando de la popular Ursula von der Leyen— como los activados contra Polonia o Hungría. El exministro del PP José Manuel García-Margallo citó recientemente un informe de la Comisión sosteniendo que el Ejecutivo comunitario denuncia la “erosión de la democracia en la era Sánchez”. En realidad, el documento se limita a señalar factores —la fragmentación normativa, la limitada evaluación ex post de las políticas y el uso frecuente de procedimientos de emergencia para aprobar leyes— que debilitan la calidad de la legislación. Las evaluaciones de centro de estudios especializados, como The Economist Intelligence Unit (EIU), poco sospechoso de simpatías con el progresismo radical, tampoco avalan tesis de desgaste democrático sustancial. EIU otorgó a España en 2022 una evaluación de democracia plena, a la par con Francia, mejor que EE UU o Italia, y con una nota sustancialmente en línea con la media de la última década. Manuel Arias Maldonado, catedrático de Ciencia Política de la Universidad de Málaga, autor, entre otros libros, de La democracia sentimental considera “desafortunado” el recurso al concepto de sanchismo. “Tiene una contundencia que me parece poco cívica, pero me parece que podemos encontrar manifestaciones igualmente incívicas en la izquierda. Yo preferiría que el debate fuera un poco más civilizado”.

Sin aceptar la etiqueta de “derogar el sanchismo”, Arias Maldonado describe dos rasgos a su juicio censurables del liderazgo de Sánchez: “Por un lado, una alianza contra natura de un partido de Estado, o que solía ser un partido de Estado, el PSOE, con las llamadas fuerzas destituyentes. Por el otro, una manera de concebir el poder, según la cual no le importa vulnerar normas tácitas de la democracia liberal para consolidar su probabilidad de permanecer en el poder, un afán por colonizar las instituciones democráticas, el abuso del recurso al decreto ley, el no dar adecuadamente explicaciones en el Congreso. Se vulneran normas tácitas. No es ilegal pero, obviamente, atenta contra determinados principios orientadores del liberalismo constitucional”. Los Gobiernos de Sánchez han aprobado 138 decretos leyes en cinco años y medio (y un real decreto legislativo), frente a los 107 de los Gobiernos de Rajoy (junto a 10 reales decretos legislativos) en seis años y medio. Esto debe ponerse en el contexto de la crisis pandémica que tuvo que afrontar uno (2020 y 2021 son los años que suben la media) y la mayoría absoluta de la que dispuso el otro en su primera legislatura. En este apartado, cabe notar que Emmanuel Macron ha sido criticado por orillar el Parlamento, muy especialmente en el caso de la reforma de las pensiones, imponiéndola por decreto, sin voto parlamentario, mediante el artículo 49.3 de la Constitución.

En cuanto a los nombramientos polémicos, destacan el de José Félix Tezanos al frente del CIS, institución que, según coincide la gran mayoría de expertos, se ha instalado, en favor del PSOE, muy lejos en las proyecciones electorales con respecto a la horquilla de las encuestadoras privadas, o el de la entonces ministra de Justicia saliente, Dolores Delgado, como fiscal general. Otra de las críticas frecuentes en la impugnación del sanchismo es la que subraya cómo el presidente, en varias circunstancias, ha acabado haciendo cosas que prometió que no haría —por ejemplo, habló de “íntegro cumplimiento” de la pena de los condenados por el procés en Cataluña—. Pero es la conformación de la geometría de poder con partidos como Unidas Podemos, ERC y Bildu lo que se configura como el detonante central de la impugnación del sanchismo. UP, cuyos dirigentes hablan de “régimen del 78”, emprendieron una larga campaña de corte populista con el indefinido concepto de la “casta”; ERC —cuyos dirigentes, tras el intento ilegal de secesión de 2017, manifestaron repetidamente que volverán a hacerlo— y Bildu —sus dirigentes siguen reticentes a condenar el terrorismo de la banda ETA—. “Durante mucho tiempo no hubo intentos radicales de cambiar el sistema”, reflexiona Miller. “Pero en la última fase hay una serie de pactos que significan un intento de mover el país en una dirección, intentos de cambiar el statu quo. Se toca entonces el principal elemento emocional que divide a la sociedad española, que es la cuestión territorial. Hay dos o tres medidas del Gobierno que activan emocionalmente a la derecha. Las reformas de la malversación y la sedición, y también la ley del solo sí es sí. Y la reacción de la derecha es furibunda. Y ahí hay dos elementos que utiliza la derecha tanto a nivel de partidos como medios de comunicación. La polarización no sucede, se hace”, dice Miller, que, como Torcal, fue ponente en el pasado mes de abril en la primera reunión del seminario Democracia y polarización, organizado, a puerta cerrada, por la Fundación Ortega-Marañón.

La aparición de partidos “desafiantes” suele ser un factor desencadenante de dinámicas polarizadoras. Podemos irrumpió en 2014 con claros rasgos populistas y polarizadores; en 2017 el procés alcanzó su apogeo; y en 2019 se dispara Vox, con planteamientos de extrema derecha más radicales que los de Le Pen en Francia o Meloni en Italia en muchos aspectos. La geometría de poder del Ejecutivo de Sánchez —que incorpora a varios elementos que desafían los cimientos del sistema y que Alfredo Pérez Rubalcaba definió como ‘Gobierno Frankenstein’— y algunas de sus medidas claramente conectadas con esa geometría provocan una sacudida. La mayoría de Gobierno aprobó un gran número de leyes en la legislatura, muchas de las cuales con respaldo explícito de Bruselas o de la patronal. Pero las reformas ad hoc del Código Penal —percibidas por tantos, no solo en la derecha, como meras concesiones a los independentistas a cambio de su apoyo, más que como medidas desinflamatorias, según la retórica gubernamental—, iniciativas con graves errores como la ley del solo sí es sí, o muy polémicas como la ley trans, dieron pie a la gran reacción. Ante la realidad de esa fórmula de gobierno, una derecha que se encontraba fragmentada, con problemas de corrupción, luchas internas y un partido ultra que compite con ella, adopta una estrategia polarizante con Casado. Feijóo parecía portador de un planteamiento más moderado, pero después se encuentra con disyuntivas parecidas, con el éxito arrollador de Ayuso, la constante competencia de Vox, y también asume una estrategia polarizante.

Giovanni Capoccia, profesor de política comparada en la Universidad de Oxford, señala una dinámica común en muchos países. “Hemos asistido a una paulatina erosión de la fuerza de los partidos tradicionales, considerados responsables de errores de gestión en el pasado, y la aparición de nuevas fuerzas, a menudo radicales. Las redes sociales han contribuido a difundir sus mensajes y a la creación de cámaras de eco”, que refuerzan las dinámicas polarizadoras. Capoccia subraya como elemento decisivo para el sistema cómo se articula la respuesta de los partidos mainstream ante el surgir de los llamados desafiantes. Una opción es reaccionar tendiendo puentes entre ellos e intentando responder manteniendo su perfil moderado (como en Alemania); otra es tratar de cortarles el paso asumiendo parte de su retórica (como intentaron, sin éxito, los Republicanos ante Le Pen en Francia). En Italia, un “desafiante”, Hermanos de Italia, ha alcanzado el poder. En España, el PSOE se ha apoyado en varios de ellos para la gobernabilidad, y el PP ha demostrado con pactos locales y regionales que está dispuesto a conformar Ejecutivos con la ultraderecha.

En el juego de la polarización afectiva a menudo se establecen equidistancias, y en caso español, desde la derecha se señala un supuesto paralelismo entre aliarse con Vox y con UP. El juicio, inevitablemente, es subjetivo, pero entre los elementos objetivos puede señalarse que, mientras sus planteamientos son a menudo radicales y polarizadores, UP no ha asumido instancias que amenacen derechos civiles y políticos. Es contraria a la OTAN y al apoyo militar a Ucrania, pero es europeísta —sin impugnaciones en este sentido tan radicales como las de Jean-Luc Mélenchon en Francia—; Vox es eurófobo —mucho más que Meloni—, defiende ideas que supondrían no ya un viraje conservador, sino directamente retrógrado, en muchos elementos más extremos que partidos de su familia en Europa occidental. Gonzalo Velasco, profesor del departamento de Humanidades de la Universidad Carlos III y autor de Pensar la polarización (Gedisa), coincide en que España avanza en la espiral polarizadora. Advierte de sus reparos ante el término polarización, precisamente porque puede inducir a una cierta visión de equidistancia en sí mismo, al visualizarse dos polos. Velasco cree que en España, al igual que en varios otros países, es mayoritariamente responsable la derecha. Velasco señala un fenómeno transnacional que incide en estas cuestiones. “Los vientos de la política económica global soplan más a favor de un cierto keynesianismo, de medidas proteccionistas, sociales, de un intervencionismo del Estado, en definitiva, en una dirección favorable al ideario socialdemócrata y que contrasta con el del consenso de Washington dominante en décadas anteriores. En este contexto, el discurso de las derechas ya no es tan económico, sino que tiene a que ver con las guerras culturales. Y en España, la derecha política juega con algo que no está en otros países: que el debate nacional no está cerrado, transición política no fue acompañada por transición cultural. Esto es esencial”.

Arias Maldonado adopta un matiz diferente con respecto a los otros expertos en el análisis de la evolución de la polarización en España, al considerar que no es hoy “cualitativamente” diferente del pasado, pero sí coincide en que la reconfiguración del espacio político —y el creciente peso de las redes sociales— han llevado a un clima de “mayor agresividad”. El Gobierno de Sánchez recibe críticas por actividades consideradas polarizantes, no solo en las concesiones a los independentistas o a posiciones extremas de UP, sino también por su acción en relación con el pasado de España, un elemento problemático específico de la realidad española con respecto a la de países del entorno. Aunque la historia fascista no está satisfactoriamente digerida en Italia, en muchos elementos el proceso de metabolización ha tenido más recorrido, empezando por el hecho de que la Constitución italiana fue redactada con espíritu antifascista, y las heridas están más cerradas. “En lo referido a la Ley de Memoria Democrática sí creo que hay una obvia intencionalidad polarizadora, una acción política que tiene tonalidades a menudo contrarias el espíritu de la Transición”, dice Arias Maldonado.

En España en su laberinto (Almuzara), José Manuel García-Margallo y Fernando Eguidazu inciden en ese argumento, criticando “la división interesada de la sociedad en dos mitades, los demócratas ‘herederos de la República’, es decir, la izquierda; y los legatarios del franquismo, obviamente la derecha”. En los últimos días, se han vertido acusaciones acerca de maniobras para ejecutar exhumaciones en coincidencia con periodos electorales. En este aspecto, debe recordarse que el calendario ha sido influido también por elementos exógenos a la voluntad del Ejecutivo. En el caso de Primo de Rivera, fue la familia la que eligió la fecha para que coincidiera con el aniversario de su nacimiento; En el caso de Franco, el retraso se produjo por la batalla judicial de los herederos del dictador para impedirlo. Ahora, con las exhumaciones en el Valle de Cuelgamuros ocurre algo parecido: grupos antimemorialistas presentaron recursos en cascada para tratar de impedirlo. El Supremo rechazó el último recurso en marzo. Casanova, catedrático en la Universidad de Zaragoza, considera que el pasado reciente es un importante elemento diferencial entre España y países democráticos del entorno de Europa Occidental. “España comparte varios rasgos con otros países occidentales”, considera, “pero hay un componente específico, que no es tanto la Guerra Civil en sí misma, sino más bien la larga duración del fascismo, la escasa tradición democrática de la derecha, una reluctancia por parte de ella a condenar el franquismo, a afrontar ese pasado irresuelto, que alimenta un mayor componente de odio hacia quienes ellos creen que no son España”, dice.

“Así, la derecha percibe como un acto de revancha de los perdedores de la Guerra Civil movimientos para que el Estado afronte un pasado irresuelto. No asume que buscar restos de víctimas es un acto de dignidad que la democracia tiene que abordar. No reconocen hasta el final la dignidad de las víctimas porque su cordón umbilical es con los vencedores. El error fundamental es que hay un sector importante de gente que cree que mirar adelante significa que el pasado cercano, traumático e irresuelto, no debe aparecer nunca”, dice. Casanova considera que desde la izquierda algunos, equivocadamente, hacen un elogio desmesurado, sin matices, de la trayectoria democrática de la República, y que la Ley de Memoria Democrática tiene algunas carencias, pero cree que esta supone un avance en un camino que otros países ya han recorrido. “La derecha no lo ve de esa manera sustancialmente porque no condena el franquismo, no entra en su cultura política”, dice, considerando que ese es el problema central. En este apartado, cabe recordar el enorme trabajo de la sociedad alemana para mirar a la cara su pasado nazi, y dejarlo atrás, así como, aunque ahora el ascenso al poder de Hermanos de Italia agite las aguas, la República italiana está asentada en una Constitución y una construcción de espíritu claramente antifascista. Uno de los rasgos problemáticos de la polarización afectiva es que tiende a la retroalimentación. Los expertos coinciden en ver síntomas de que el PSOE también está entrando, aunque con menor intensidad, en ese terreno. “En este primer tramo electoral, parece tener una reacción un tanto simétrica. Sois trumpistas, estáis del lado de la mentira… Es una reacción que nadie se está creyendo mucho. Probablemente trata de movilizar. Pero su responsabilidad en esta espiral no es tanta, a mi juicio”, dice Velasco. Torcal también ve señales de que se avanza “en una dirección de retroalimentación”. El PSOE intentó poner en valor su gestión, pero los resultados fueron insatisfactorios y parece estar en marcha una reconsideración. “Aunque es un poco más elegante [que la idea de “derogar el sanchismo”], creo que es polarizadora esta idea de la mejor España frente a la peor derecha”, dice Arias Maldonado. Toca la fibra esencial del nosotros / ellos. Nosotros somos la mejor España y se deja intuir quienes serían la peor.

Capoccia señala otro riesgo específico, evidenciado por un reciente estudio publicado en el Journal of Democracy: se detecta entre los votantes de derecha extrema —y entre los abstencionistas— una preocupante disponibilidad a sobreseer sobre valores democráticos a cambio de ver garantizada la defensa de otros valores identitarios. Es, pues, un problema sectorialmente localizado, pero desde luego no beneficia una dinámica generalizada de polarización. En Por qué estamos polarizados, Ezra Klein recuerda el célebre discurso de Barack Obama, en calidad de senador, en la conferencia demócrata de 2004. En él, alertaba en contra de quienes intentan dividirnos. La primera persona del plural abarcaba a todos, y los otros no eran una parte, sino solo los promotores de la polarización. Cabe también recordar la anécdota de Angela Merkel quien, con todo lo cuestionable que fueron algunas de sus decisiones de Gobierno, mantuvo en el plano partidista posiciones que resultan hoy merecedoras de mucha atención. No solo mantuvo un férreo cordón ante la ultraderecha, sino que, en una ocasión en la que alguien quiso subir una bandera de Alemania al escenario de un mitin de la CDU, cogió el estandarte y lo bajó enseguida. Alemania es de todos, con eso no se hace partidismo.

La palanca ideológica de los ultras europeos, hoy como ayer, es el racismo. Primero, con vitola antisemita. “Los nazis situaron al tema judío en el centro de su propaganda” de forma que “el antisemitismo ya no era cuestión de opiniones acerca de personas diferentes de la mayoría”, sino “la preocupación íntima de cada individuo en su existencia personal”, escribió Hannah Arendt (Los orígenes del totalitarismo, Alianza, 2006). Hoy, en tono antiárabe y antiinmigración. La palanca política fue primero el golpe de Estado: el fracasado putsch de Hitler en la cervecería de Múnich en 1923, a recuelo de la Marcha sobre Roma de Mussolini (1922). Desde ahí, combinó la violencia (intensa, selectiva), contra judíos y rojos —enemigos que van variando— con la lucha electoral. Aupada en la Gran Depresión de 1929, la revolución nazi “fue avanzando con arreglo a lo que quería o estaba dispuesta a tolerar la gran mayoría” (Richard Evans en El tercer Reich, Pasado & Presente, 2014). Pero es falso que Hitler se encaramara al poder mediante un triunfo democrático en solitario. En 1928 obtuvo el 2,6% de los votos para el Reichstag. En 1930, ya el 18,3%. En julio de 1932, con la crisis y el paro, 37,4%. Bajó a un 33% en noviembre.

Gobernaba el Partido de Centro Católico heredero de Heinrich Brüning (el canciller de la política fiscal austeritaria del llamado error Brüning), con apoyo de los conservadores. El clima violento y guerracivilista de los escuadristas y la astucia de Hitler minaron la confianza del presidente Hindenburg y de las derechas en sí mismas. Las lideraba Von Papen, que traicionó al infortunado Brüning (y luego se pasaría al régimen del terror). De momento, Papen convenció al anciano jefe de Estado de que nombrara canciller (primer ministro) al excabo austriaco, lo que hizo el 30 de enero de 1933: pero rodeado de solo dos ministros pardos, entre una mayoría de los partidos católico y reaccionario, cada vez más fundidos. Todavía el jefe nazi gobernó con las leyes de Weimar, recortadas, hasta que el Parlamento dirigido por Göring le dio plenos poderes en marzo mediante un golpe de Estado de apariencia legal. Y a la muerte de Hindenburg, en 1934, se proclamó Führer. “Hitler no se hizo con la cancillería del Reich, sino que se la pusieron en bandeja los representantes de las minorías selectas conservadoras”, escribe Evans. En la estela de Alan Bullock: “La derecha alemana renunció al verdadero conservadurismo y formó coalición de Gobierno con los nazis”, (Stalin y Hitler, vidas paralelas, 1984, versión española en Kailas, 2016). ¿Acaso hoy todo es del todo distinto en Europa? ¿O arriesga a parecerse?

Decir que la economía española está estancada o en declive es una majadería, ¿atenuada por la ignorancia? Otra cosa es que persistan problemas enquistados (stocks); pero lo esencial es si su evolución (flujos) los endereza, o los empeora. No solo en 2022 España alcanzó la cabeza europea en crecimiento y empleo, y los mejores registros de reducción del paro y la inflación. Este año continúa en la misma tónica. Todos los organismos internacionales y las instituciones domésticas se abonan ahora al crecimiento del 2,1% del PIB proyectado por el Gobierno y a listones similares en los demás baremos. La parte recorrida del primer semestre parece ampararlo. Solo cierta propaganda niega el alcance de los éxitos, cuando podría alegar, de forma más verosímil, que aún no bastan. Y subrayar el malestar todavía existente. Así ocurre con las grandes cifras. El sectarismo despreció el crecimiento del PIB en 2022 y este se colocó en vanguardia de los grandes de la UE, al 5,5%. El primer trimestre de 2023 aumentó al 3,8%, frente al 2,9% de igual período de año anterior. También subraya la pesarosa inflación, pero oculta que va mucho mejor que la de los vecinos, y que ha bajado 7,6 puntos: desde el pico del 10,8% en julio de 2022 al 3,2% de este mayo. Dispara porque somos farolillo rojo europeo en desempleo, pero olvida que el número de parados ha bajado a 2,7 millones, circa la mitad que bajo el gobierno de Mariano Rajoy en 2013. E ignora haber alcanzado los 20,8 millones de trabajadores activos. Récord histórico en más empleo y menos paro, desde luego desde 2008. Y en trabajos de alto valor añadido, como informáticos, telecos, científicos. Este país tiene muchos bares, sí, pero ya no es solo un país de camareros. Y ostenta récord en empleo indefinido: los temporales son ya solo el 14%, frente al 30% de antes de la pandemia.

Y las exportaciones marcan cima creciendo hasta abril al 9,2%, tras registrar la inversión exterior su segundo récord histórico en 2022 (34.178 millones), alza del 13,95% sobre 2021. O en la reducción de la pobreza extrema y otros baremos sociales. Pero entonces, ¿por qué eso cotiza mal en la escena pública? ¿por qué, se quejan los ingenuos del Gobierno, no “permea”? Igual es que no se explican bastante. O quizá sea más exacto inferir que el relativo malestar social se asienta en algunos factores muy sensibles —y menos manejables desde la Administración— y que funcionan peor. Muy sensibles significa tan tangibles como irritantes e insidiosos. Veamos tres: Uno es el poder adquisitivo de muchos sectores: el aumento (escaso) de sueldos y (amplio) de salario social (ingreso mínimo, pensiones…) en 2022 fue muy erosionado por una inflación de caballo. Y el peso de las remuneraciones ha bajado en el producto final (casi diez puntos), a costa del aumento de excedentes empresariales. Otro factor es la parte alimentaria de la inflación: aunque bajó del 16,6% en febrero al 12% en mayo, sigue demasiado alta. Y tres, la vivienda. Las hipotecas se desplomaron un 13% al multiplicarse sus tipos por tres o por cuatro… mientras los rendimientos de la banca cotizada en el primer trimestre aumentaban un 14%. La comparación con otros también hiere. Así que a los magníficos datos macroeconómicos no los siguen ciertas percepciones… razonables. Al éxito económico le cuesta cancelar el malestar social.

Pese a la ola conservadora del 28-M, sigue habiendo partido para el 23-J. Quizá no demasiado. Pero bastante. Y hoy más que ayer. Había tres baremos para una competición equilibrada: la unidad del izquierdismo, el aliento vencedor del PP, la movilización del votante socialista. De los tres, el primero mejora para las aspiraciones progresistas. Aunque con tensión agónica, se esfumó el riesgo de la fragmentación de la oferta izquierdista. Eso acarrea un efecto aritmético positivo: los 12 escaños de más que conservaría, sin perderlos por el reparto de la ley D’Hondt. Ahora no dilapidará papeletas al no alcanzar un porcentaje mínimo del electorado. Con el que tiene, en principio, bastaría. Además, los desencantados por el descabalgamiento del círculo más ensimismado de Podemos son menos. No irán a más. Sus patrocinadores se juegan el sueldo. Y todos saben que no los vetó la gente de Yolanda Díaz de Sumar, sino los electores que les abandonaron. Así que la bronca, confrontación e insulto (de los/las Montero, Belarra, Echenique, Iglesias…) capota como ADN de este espacio: quienes persistan en eso, adiós. Se ha operado un cambio histórico. La retórica insidiosa queda supeditada al fondo transformador. Se integran en el sistema. Lo que beneficia a Díaz. Y a la expectativa de Pedro Sánchez. Ya todos saben que nombrará (si repite) solo a gente normal. Sin enviados de la estratosfera.

El segundo factor, la capacidad de atracción del PP, no parece de momento multiplicarse, lo propio de la seducción del último vencedor. Pese a su esfuerzo en integrar moderados (Borja Sémper) y extremistas (Cayetana Álvarez de Toledo), Alberto Núñez Feijóo aparece únicamente como arrastrado por los ultras de Vox, sus planes y su negacionismo: favorecer la desecación de Doñana, la reedición de una crisis tipo vacas locas en Castilla y León, el cortocircuito a los derechos de la mujer. Y su programa económico sigue en la nada. La sobreactuación que niega el empuje de la economía española, como líder europea en crecimiento, empleo y caída de la inflación es una sandez que no suma a nadie interesado en explorar otras políticas. Pues llevamos tres crisis exteriores sorteadas y el paro es la mitad que bajo el último Gobierno conservador (26%). El tercer factor, la activación del voto socialista pasivo, es, ay, poco obvio. Defender lo hecho vale: es necesario saber cómo se continuaría. Alertar de un retorno siniestro, y peor en compañía ultra, también. Pero no se debe ecualizar al de modales suaves con el de conducta agresiva. Pues aunque compartan síndromes, la percepción de la gente no los equipara. Conviene ser sutil.

Para el complejo movimiento social y cultural que intentó desde 2011 ensanchar los márgenes de la política española, la situación de 2023 tiene algo de peligrosa restauración del campo de juego. El regreso a determinados lugares comunes, la revitalización de un bipartidismo tensado a su izquierda y derecha, la falta de un debate profundo sobre el sentido de la monarquía tras los escándalos del Rey emérito, la crisis de renovación del Poder Judicial y la amenaza recurrente de un “regreso fascista”, preocupante, pero no pocas veces fetichizada como única perspectiva de movilización progresista, no son signos que hablen precisamente de un nuevo horizonte. Evidencian más bien un escenario histórico que solo parece definirse mayoritariamente en términos reactivos, defensivos, muy poco propositivos y expansivos, mucho menos hegemónicos si entendemos como hegemonía un proceso de construcción de país guiado por la esperanza de futuro y el consentimiento de mayorías sociales. En este contexto es llamativa la interpelación minimalista de la campaña de Ayuso en Madrid: “Ganas”. Una palabra como comunicación perfecta; en Madrid “ganas” dinero. En Madrid no puedes ser un perdedor. En Madrid con el PP cabalgas a lomos del éxito. No importa el contenido, solo una interpelación hipnótica hacia un futuro indeterminado: “Eres un ganador”. Un mensaje que interpela bien tras la pandemia. Carpe diem y libera tu ambición frente al triste “lastre progre”.

Evaluar el resultado de las elecciones del 28-M desde la perspectiva del ciclo 2011-2023 genera desazón: “España” corre el riesgo de convertirse en un imaginario defensivo donde su crisis de identidad se presenta a veces como una eufórica huida hacia adelante ajena a los verdaderos desafíos democráticos y ecológicos del XXI. No es un caso excepcional dentro de la ola reaccionaria internacional, pero reviste modulaciones específicas. Hay que recordar, sin embargo, para matizar esa sensación de restauración, que la identidad que tradicionalmente IU y el PCE trataron de proyectar en el margen izquierdo del PSOE desde los albores de la Transición no consistía solamente en unos principios ideológicos traducidos de forma programática, sino también en recuperar una función, una casilla reservada en el tablero político español. En ese espacio, la izquierda se definía en relación con la centralidad de un PSOE que, en sintonía con los procesos de desideologización generalizada de una socialdemocracia europea, no pocas veces seducida por el discurso de la racionalidad económica neoliberal, renunciaba a las luchas y los espacios simbólicos de la izquierda trabajadora.

Tras un ciclo convulso abierto en 2011 con el seísmo del 15-M y la irrupción del primer Podemos en 2014, asistimos sin embargo en las últimas elecciones generales de 2019 a la redistribución de las casillas del PSOE y su izquierda del tablero de un modo inédito. Ciertamente, se pudo conformar un “Gobierno de izquierdas” y solucionar una situación de desgobierno que ya estaba generando demasiada ansiedad pero, ¿desde qué marco nacional de futuro? En España, el nuevo capítulo que nos tocó vivir dentro del resiliente relato llamado “régimen del 78″ apuntó, e hizo bien, a la cristalización de un bloque frágil de mínimos progresistas que empuñaba valores de protección social y laboral, de redistribución de la riqueza y comprometido retóricamente con los nuevos ejes reivindicativos (feminismo, ecologismo). No era poco, desde luego, sobre todo a causa del escenario abierto por la pandemia. Pero corría también el riesgo de quedar entrampado si, dada su fragilidad, se obstinaba en autodefinirse en términos meramente defensivos frente a la derecha. La estrategia que dio al principio rédito electoral aún necesitaba legitimarse como horizonte de futuro.

Que el frágil Estado de bienestar que contuvo con diques neokeynesianos la pandemia se haya reducido en el 28-M a un simplista plebiscito contra el “sanchismo” no puede ser solo consecuencia de las torpezas del Gobierno de coalición y el cainismo de la izquierda, por mucho que, todo sea dicho, esta se esfuerce en ocasiones. Apunta también a tendencias profundas globales y estructurales, donde la etiqueta “izquierda” desgraciadamente evoca una borrosa nostalgia o falta de futuro para una parte de la población. Da que pensar, dicho sea de paso, que hayan sido las posiciones que abogan por la privatización de la sanidad pública y recortes del intervencionismo las triunfadoras en estos últimos comicios autonómicos. Nos dirigimos el 23-J a una cita electoral donde el bloque derechista carece de programa o, al menos, no le interesa defenderlo como un ariete de cambio. Parece que su agenda solo tiene una premisa, un mantra reactivo: el fantasma “sanchista”, una extraña condensación emocional que evoca a la vez “chavismo”, intervencionismo estatal, enemistad con la identidad nacional por sus vínculos con los nacionalismos vasco y catalán y pobreza. Poco importa en este plebiscito que los datos económicos sean buenos. Pero por eso mismo esta movilización reactiva de la identidad no puede ser confrontada simplemente con otra identidad reactiva o con el mero mensaje de hay que detener a la derecha. Debe construir un discurso propositivo de corte nacional, un horizonte de futuro e involucrarse en una batería de acciones concretas dirigidas a la ciudadanía.

En este contexto, la maniobra maquiaveliana de Sánchez de contraponer un plebiscito con otro, un modo inteligente de hacer de necesidad virtud, también evidencia una operación demasiado tacticista hacia el presente que corre el peligro de perder la perspectiva histórica del tiempo que vivimos. Es aquí donde dos tentaciones relacionadas podrían ser contraproducentes en el 23-J: pensar que el órdago orientado a marcar el tiempo político puede movilizar a una población mayoritariamente desafecta que, justo por eso, sintoniza mejor con una derecha no tan ideologizada; y volver a sacar al pitbull del fascismo. Respecto a lo primero, da la sensación, intensificada tras la pandemia, de que el nuevo pulso social queda mejor sintonizado por una derecha que busca alinearse con el mínimo común denominador de una sociedad políticamente más desafecta y que, sobre todo, quiere vivir su presente, en este caso, sus vacaciones. En este sentido, el comentario de Feijóo de que “Sánchez obliga a los españoles a elegir entre urnas y vacaciones” es elocuente de la estructura de sentimiento del PP. Por mucho que en las redes sociales y en la izquierda tuitera aparezca continuamente una automortificación narcisista en la culpa, sería también importante comprender que este bascular entre la autoflagelación y la acusación de las traiciones del otro no deja de ser una forma indirecta de darnos un protagonismo compensatorio que en realidad no tenemos, la constatación de que en realidad no sintonizamos tanto con la cotidianeidad social. En ciertas autocríticas, incluso, no deja de asomar la patita un cierto orgullo oscuro por el reconocimiento de responsabilidad. Lo que nos vamos a jugar este 23-J, sin embargo, no pasa por relatos heroicos, sino por conservar un modesto horizonte de lo posible que quedó implementado, entre otras, con medidas económicas del Gobierno como el tope al gas, el impuesto a los beneficios extraordinarios de la banca, la subida del salario mínimo, o reformas de modernización social como la ampliación de derechos LGTBI. En esta disputa, entre la amenaza de la restauración y la conservación de un horizonte de futuro, el discurso de “que no ganen las derechas” solo puede llevar a la resignación y al cinismo. Solo este bloque progresista afirmativo y propositivo podrá sumar y estar a la altura de los terribles desafíos que nos plantea el siglo XXI.

Lo que se juegan los españoles en las elecciones del 23 de julio, adelantadas el lunes por Pedro Sánchez ante los malos resultados de toda la izquierda en las municipales y autonómicas, es la posibilidad de reeditar un Gobierno liderado por el PSOE en coalición con el movimiento Sumar de Yolanda Díaz o bien el relevo del actual Gobierno progresista por otro de signo netamente conservador con el PP a la cabeza y con la necesidad de apoyarse en la ultraderecha de Vox para la investidura y la constitución del propio Ejecutivo. Ninguna encuesta da hoy mayoría absoluta para ninguno de los dos grandes partidos, PSOE y PP, aunque la desaparición de Ciudadanos por el lado de la derecha y la debacle de Podemos por el lado de la izquierda parecen reforzar el bipartidismo histórico en la democracia española. La peligrosidad del eslogan defendido en primera persona por Alberto Núñez Feijóo de “España o Sánchez” regresa irresponsablemente a las peores etapas de la historia española del siglo XX al forzar la identificación de media España como anti-España.

No es necesario apelar al trumpismo como fuente de esa aberración civil y política: exprime hasta el insulto la lógica de la confrontación excluyente, sin reconocer que las formaciones políticas que han apoyado a este Gobierno constituyen una representación cabal de la pluralidad de la España contemporánea. Han sido ellas las que han apoyado las medidas de protección frente a la pandemia y después en la crisis de Ucrania y el crecimiento de la inflación, así como las reformas en materia social y de derechos civiles. La España de 2023 precisa de gobiernos con la imprescindible capacidad de representar a una mayoría que habla varios idiomas recogidos en nuestra Constitución, se ha fragmentado políticamente, tiene múltiples creencias y convive con naturalidad. Hoy un histórico columnista del periódico, Manuel Vicent, recuerda que algunos podrían “pensar que las dos Españas siguen enfrentadas a cara de perro bajo el signo de Caín”. Pero añade enseguida: “No es cierto. El odio que exudan algunos políticos no está en la calle”. Los españoles tienen derecho a saber qué políticas concretas defiende cada formación. El Gobierno actual ha aplicado políticas inequívocamente socialdemócratas de redistribución de riqueza, muy alineadas con las directrices y posiciones de Bruselas para la etapa de convulsiones sanitarias, geopolíticas y económicas que estamos viviendo. Los datos económicos de este periodo de gestión son claramente positivos, con el empleo a la cabeza, como señalan todos los organismos internacionales independientes, ajenos a la enloquecida batalla partidista española. Ahora tendrán que explicar sus planes para continuar en un contexto que sigue siendo incierto por la guerra de Ucrania.

De los partidos aspirantes a tomar el relevo en La Moncloa tenemos información desigual. Derogar el sanchismo no es un programa de gobierno, a menos que se especifiquen claramente las leyes a derogar y por cuáles se sustituyen. ¿Decaerán la ampliación de derechos civiles, la política fiscal, la reforma laboral, la subida del salario mínimo o la revalorización de las pensiones? Todas esas políticas están, además, atravesadas por la crisis climática con sus derivadas en materia de modelos económicos, energía, gestión del agua o movilidad, y deberían ser el centro de la discusión pública en esta campaña. El neonacionalismo españolista al que se ha entregado el PP identifica a Sánchez con la quiebra de la nación pero, de momento, se traduce en un programa sin programa porque aspira a ganar unas elecciones plebiscitarias junto a un partido que sí ha expresado diáfanamente su ideario ultraderechista: antifeminista, xenófobo, antiabortista, negacionista. La guerra preventiva que algunos líderes del PP han declarado a los resultados del 23-J alimentando el bulo del fraude exige que Feijóo lo ataje sin contemplaciones por pura higiene democrática.

La duda central en estos momentos es si la izquierda a la izquierda del PSOE concurre con una sola marca, Sumar, o lo hace también con dos, la segunda sería Podemos. La mera aplicación del sistema electoral español penaliza la fragmentación de un mismo espacio en varios partidos: si concurren dos marcas electorales a la izquierda, Sumar y Podemos, la consecuencia automática es que la tercera fuerza en las 20 circunscripciones (además de PSOE y PP) que reparten seis diputados será Vox, que optimizaría sus votos traducidos a escaños mientras la izquierda dilapidaría los suyos repartidos en dos formaciones. Este es el escenario que determinará buena parte del resultado del próximo 23-J: la desunión de las izquierdas, como sucedió en Valencia, conduce necesariamente a entregar a Vox la palanca del cambio de Gobierno. La única arma que queda por testar políticamente en España se llama Movimiento Sumar: este 23 de julio será la primera ocasión para probar la eficacia movilizadora de la plataforma de Yolanda Díaz para agrupar en ella al votante desamparado de Podemos —cuyos dirigentes no han apreciado causa alguna de autocrítica tras sus desastrosos resultados del 28-M— y sobre todo a aquel que aún percibe posibilidades de reeditar la experiencia de un Gobierno progresista. La consolidación en los próximos días de Sumar y su capacidad para absorber a los cuadros y militantes de un partido en vías de extinción y otras 14 formaciones que encarnan la tozuda realidad plural española puede ser el elemento crucial que active la participación de la izquierda y corrija el fatalismo que ha causado en su electorado el masivo cambio de representación política en el ámbito territorial.

Lo que está en juego es la capacidad de la izquierda para poner todas las condiciones favorables para optimizar el voto y saber traducirlo en escaños, como ha hecho la derecha agrupando a sus electores en solo dos formaciones. Torpedear esas condiciones de posibilidad o incluso sabotearlas por egoísmo rencoroso o afán de pureza ideológica conducirá al descrédito de la izquierda para muchos años, mientras el PP se afianza en el Gobierno de la nación con Vox como muleta necesaria o como miembro normalizado de un Gobierno de coalición. Eso es exactamente lo que está en juego el 23-J: dos modelos de sociedad y de país, ambos nítidamente españoles.

@SantiGurtubay

@BestiarioCancun

www.elbestiariocancun.mx

No hay comentarios