Gonzalo Guerrero y el Caribe (1 de 2)
El Caribe es el mar de las tormentas imprevistas. No es un espacio para navegar confiado. Su fulgor –azul turquesa y de repente verde jade- es una jaculatoria de sonoridades inmemoriales. Este mar es un jardín en el fondo de una esmeralda, donde los ojos se pierden hipnotizados por el sortilegio de luces y sombras primigenias.
En esta mar navega, en septiembre de 1511, Gonzalo Guerrero y Jerónimo de Aguilar con otros doce tripulantes. Se embarcaron en El Darién rumbo a La Española. Resguardan un tesoro de oro, de plumas de aves nunca vistas en el Viejo Mundo, de piedras de poder y de fulgores inaprensibles. Columbran el horizonte despejado. Recuerdan los días no muy lejanos de su vida en las tierras recién arrebatadas a los moros, en eso que todavía no es España. Recuerdan Granada, Sevilla. Gonzalo piensa que estar aquí es mejor que allá. Gonzalo de Guerrero sueña con almenares derruidos. Lo acompaña todavía la pesadilla de los combate en Granada. Sangre, dolor, abismo en el alma y en el tiempo.
Pero el Caribe es brutalmente sonoro, así como insoportablemente silencioso en su música interior. Si no habría que sentirla con Michael Camilo en Caribe, y Paquito D’ Rivera, en tres golpes.
El Caribe es improvisación. Es una descarga de luz en el alma trashumante de los conquistadores.
El Caribe es el más impredecible de los mares del mundo. En el canal que une a la península de Yucatán con la isla de Cuba se ven, a 600 metros de profundidad, los destellos de una gran ciudad maya. Son pirámides sumergidas por algún remoto cataclismo registrado en leyendas inescrutables.
Y por este mar de peces iridiscentes navega Gonzalo de Guerrero, Jerónimo de Aguilar y sus compañeros, cuando de repente el cielo se llena de nubes venidas de un horizonte antes clareado. Así se forman las nubes en el Caribe, anunciando un torrencial aguacero con truenos, relámpagos y vientos fuertes. No es un huracán, es apenas una tormenta de 80 ó 100 kilómetros por hora. Es como la trompeta de chocolate Armenteros zumbando en los cielos.
Y de repente vino la calma, como el bajo de Cachao interpretando su danzón preferido.
Nadaron mucho sin vislumbrar el horizonte. Llegó un momento en que se sintieron derrotados, ellos que salieron de Palos con el destino de vencedores en la frente. Ya sentían los mareos que anteceden la entrada al tiempo sin fin, cuando vieron los arrecifes. Continuará.