Entre plantas, fe y sabiduría: la historia de Don Rubén, el curandero del monte

En lo profundo del monte, donde el canto de las aves se mezcla con el murmullo del viento entre los árboles, vivió Don Rubén Ignacio Uluac, un hombre de 73 años, originario de Tixmehuac Yucatán pero avecindado en JMM hace más de cuatro décadas. Padre de familia, hombre de campo y heredero del conocimiento ancestral, Don Rubén representa una sabiduría que no se aprende en libros ni en escuelas: se aprende viviendo, escuchando a los mayores y dialogando con la naturaleza.


La necesidad, dice, fue su primera maestra. Cuando los recursos escaseaban y su familia enfermaba, recurrió a lo que sabía por herencia: las plantas. “La medicina está en el monte —asegura—, uno solo tiene que saber mirar”. Así, poco a poco, volvió a caminar las sendas que sus abuelos le enseñaron, reconociendo plantas curativas, cortezas que bajan la fiebre, hojas que alivian el dolor y raíces que fortalecen el alma.


Un día, en medio del campo, le tocó ser partero. “Mi cuñada ya no aguantaba —cuenta con voz pausada—, la ayudé en su hamaca, el bebé ya venía, no había nadie más, solo yo… y nació”. Su relato se entrelaza con emociones, con momentos de tensión y gratitud. “Le dije a mi don: ya terminó. Limpié al niño, alcé a mi carnalito y salimos al monte, grité fuerte, llegó la ayuda. Así aprendí. Así lo viví”. Y entonces ayudo a nacer a decenas de morelenses.


Don Rubén no cobra por sanar. Solo pide que, cuando la persona esté bien, si puede, que se lo agradezca. “Una vez me dijeron: ya me sané don, ¿cuánto le pago? —y yo les dije— nada, si ya estás sano, ya me pagaste con eso”. Pero también le ha pasado que la gente le ofrece algo: “me dieron 300 pesos, pero eso no importa tanto, lo que importa es que ya están bien”.


Entre hierbas, humo, rezos y consejos, Don Rubén ha ayudado a amigos, vecinos y desconocidos. Su sabiduría mezcla lo espiritual con lo terrenal. Cree en Dios, sin importar si lo buscan en una iglesia o en un altar maya. “Es uno solo el que nos manda —dice—, lo importante es pedir con fe”.


Hace años que llegó al municipio de JMM, al rincón conocido como Pozo Pirata. “El más chiquito tenía siete años cuando llegamos”, recuerda con nostalgia. Allí echó raíces con su familia, y en ese mismo monte sigue curando a quien se lo pide. A veces con infusiones, otras con emplastos otras simplemente con palabras sabias.


“Yo no miento a la gente —dice con orgullo—, si sé, les digo; si no, también. Pero hasta donde sé, yo les ayudo”. La medicina tradicional vive en sus manos, en su memoria, y en su fe. Es parte de su historia, la de su pueblo, y de un legado que aún tiene mucho que ofrecer.

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