EL BESTIARIO SANTIAGO J. SANTAMARÍA GURTUBAY

‘Enganchados’ a internet y los electroshock del Ejército de China 

“Esta adicción provoca en el cerebro problemas similares a los derivados del consumo de heroína…”. “La naranja mecánica” de Stanley Kubrick y Anthony Burgess 

SANTIAGO J. SANTAMARÍA GURTUBAY 

Chen Fei está desconcertado y nervioso. Sabe que algo no cuadra, pero es incapaz de adivinar lo que se le avecina. Sus padres le dijeron que iban a pasar unos días juntos en Pekín aprovechando el inicio de las vacaciones escolares de verano, pero el centro al que le han llevado es cualquier cosa menos un lugar de ocio. Situado en el extremo Sur de la capital china, en el distrito obrero de Daxing, el anodino edificio que antes albergó un instituto de tecnología acoge ahora a un nutrido grupo de 70 niños y jóvenes ataviados con camisetas militares. Su denominador común salta a la vista: gafas, hombros caídos, cuello doblado y mínima resistencia física. Son la antítesis de los enérgicos soldados que sirven aquí de monitores. Chen, nombre ficticio de este obeso adolescente de 16 años, los mira a todos de reojo mientras espera en el patio a que sus padres salgan de una reunión cuyo contenido desconoce. Comienza a sospechar que todo es una trampa. Y no le falta razón. Las imágenes captadas por el fotógrafo Fernando Moleres y el reportaje de Zigor Aldama, perturbaron al mundo. Los principales suplementos de fin de semana de los principales periódicos publicaron el trabajo “Adictos a internet”. La terapia de choque contemplaba el uso indiscriminado de electroshock. Dos directoras de cine israelíes realizaron un documental “Web Junkie” (Adicto a la web), evocador del film angloestadounidense, estrenado en Toronto, Canadá, en la Navidad de 1971, “La Naranja Mecánica”, del director Stanley Kubrick, cuyo guión está basado en una historia de Anthony Burgess. 

En un pequeño cuarto del interior del centro, su madre es incapaz de contener el llanto cuando explica a un psiquiatra el por qué del viaje a Pekín desde la provincia central de Henan en la que viven, situada a unos mil kilómetros. “La adicción a internet de nuestro hijo está destrozando la familia. No podemos aguantarlo más. Hace dos años que comenzó a frecuentar los cibercafés para jugar en red. No le dimos importancia. Era buen estudiante y entendimos que necesitaba relajarse. Pero las sesiones se fueron alargando y el juego pasó a ser diario. El rendimiento en la escuela cayó. Tratamos de convencer a sus profesores y compañeros para que lo alejasen de ese ambiente, pero no hubo manera. Hace seis meses perdió el control: llegó a pasar más de 20 horas ininterrumpidas frente al ordenador”. Fue entonces cuando estalló la violencia en casa. El padre de Chen comenzó a propinarle palizas para prohibirle ir a jugar, y el adolescente respondió de la misma forma. Varios hematomas en el cuerpo de su progenitor reflejan un drama que la familia quiere atajar antes de que se convierta en tragedia. “Ya no podemos dominarlo”, reconoce abatido el padre. Por eso, cuando un familiar les informó de la existencia de un centro pionero en la rehabilitación de adictos a Internet, no se lo pensaron. “Queremos que entienda lo que le sucede, se cure, y que acabe esta pesadilla”. Después de una revisión exhaustiva del caso, los especialistas dictaminan que Chen debería ser internado en el centro entre tres y seis meses –más incluso si no responde de forma positiva– para someterse a la terapia diseñada por Tao Ran, psiquiatra y coronel del Ejército Popular de Liberación, que combina la disciplina militar con las técnicas tradicionales para superar cualquier tipo de adicción. El doctor explica que a Chen se le privará del uso de cualquier aparato electrónico, se le prohibirá el contacto con el exterior y tendrá que acatar todas las órdenes que reciba. Y avanza que será un proceso duro. Tras un momento de duda, en el que reconocen su preocupación por lo estricto del tratamiento, los padres asienten y dan su conformidad. 

Es el momento de explicarle a Chen lo que le espera, así que la madre intercambia unas palabras con su marido y deciden que sea ella, que mantiene una relación más amistosa con el adolescente, la que salga y hable con él. Los pacientes que acaban de regresar a sus habitaciones en el segundo piso pegan la nariz al gran ventanal del pasillo que da al patio. Saben que a continuación puede producirse una explosión. Al fin y al cabo, el caso de Chen no es más que uno de los seis mil que han pasado por el centro desde que Tao lo fundó en 2006. “Son habituales las reacciones iniciales de violencia, y la mayoría trata de escapar en los primeros 20 días de internamiento. No reconocen sufrir un trastorno”, explica el propio Tao. Sin embargo, Chen es una decepción para quienes esperaban un enfrentamiento. Mira a su madre con ira contenida, pero no articula una palabra. Se levanta, entra en el edificio y sube las escaleras acompañado por uno de los psicólogos del centro, que le pone al corriente de cómo será su vida en los próximos meses. Ella le sigue a cierta distancia. El estallido se produce cuando Chen asimila que será encerrado, que se le obligará a seguir un entrenamiento físico estricto y que sus largas sesiones frente al ordenador han tocado a su fin. Es entonces cuando se da la vuelta y arremete contra su madre. “¡Hija de puta! ¿Cómo te atreves a hacerme esto a mí?”, grita mientras corre a golpearla. Son necesarios cinco trabajadores para reducirlo, y en la enfermería tardan pocos segundos en preparar un tranquilizante y correas para atarlo. Afortunadamente, Chen se calma con un cigarro y no es necesario utilizarlas. Su madre, refugiada en un pequeño cuarto, rompe a llorar de nuevo. 

“La adicción a Internet provoca en el cerebro problemas similares a los derivados del consumo de heroína. Pero en general es incluso más dañina. Porque destruye las relaciones sociales a todos los niveles y va deteriorando el cuerpo sin que el enfermo se dé cuenta”, asegura Tao en el austero despacho que ocupa en la nueva sede del centro, cuyo traslado culminó a finales del pasado mes de junio para ampliar la capacidad máxima de las instalaciones a 130 internos. “Todos tienen problemas con la vista y con la espalda y sufren trastornos alimentarios. Además, hemos descubierto que su capacidad cerebral se reduce en un 8% y que las afecciones psicológicas son graves”. Según este psiquiatra chino, que se especializó en el tratamiento de adicciones en 1991, el 90% de los pacientes que acuden al centro están sumidos en una profunda depresión, el 58% agreden a sus padres, la mayoría son incapaces de mantener amistades fuera del ciberespacio y sufren desviaciones sexuales “derivadas de un consumo excesivo de pornografía”, y muchos están abocados a caer en actividades delictivas. “Según estadísticas oficiales, el 67% de los delitos juveniles son cometidos por adictos a Internet, que idolatran a la mafia y tienen dificultad para diferenciar realidad y ficción. También han comenzado a protagonizar crímenes de sangre como los que suceden en Estados Unidos. Y me temo que irán en aumento, porque el problema es especialmente grave en China”, avanza el fundador del centro, que depende del Hospital Militar General de Pekín. 

El gigante asiático es el país con mayor número de internautas del mundo  no lejanos a los mil millones–, y el propio Gobierno considera que el 10% de los menores de edad que navegan por la Red son adictos a ella. Un estudio llevado a cabo de forma conjunta por la empresa china de análisis de mercado Eguan y del desarrollador de videojuegos Giant Interactive concluyó que unos cien millones de jóvenes sufren por esta causa algún tipo de trastorno mental, generalmente la pérdida del autocontrol. Es una realidad que se refleja de forma trágica cada pocos días, cuando la prensa se hace eco de la muerte de adolescentes que han estado varios días frente al monitor sin apenas dormir ni comer. Los casos son tan frecuentes que diferentes analistas chinos se refieren a los juegos online como “heroína electrónica”, y muchos exigen que se combatan sus efectos nocivos “como si fuese la tercera guerra del opio”. Tao, por su parte, calcula que actualmente China alberga a unos 24 millones de adictos a Internet. Una cifra que, como sucede en el resto del planeta, es una mera estimación. No existe un estándar que defina quién sufre adicción y quién no, porque cada experto en la materia la define de forma distinta: no es como una enfermedad que se tiene o no se tiene. Así, resulta difícil recabar datos a nivel mundial sobre la adicción a Internet, aunque sí se cree, por ejemplo, que uno de cada ocho estadounidenses sufre desórdenes en el uso de la Red y que casi uno de cada tres la utiliza sin medida en China, Taiwán y Corea del Sur. 

Li Huaibing tiene 17 años y reconoce ser un adicto. Este año tendría que haberse presentado a las pruebas de Selectividad, el temido ‘gaokao’, pero su incapacidad para desconectar de Internet se lo ha impedido. “Abandoné el instituto porque no tenía amigos y sufría continuos enfrentamientos con los profesores. Me dedicaba a chatear y a participar en todo tipo de foros. La Red me permitió escapar de mí mismo”. Pero no de sus padres. Como en el caso de Chen, a Li lo llevaron engañado a Pekín desde su provincia natal de Mongolia Interior con el pretexto de visitar a un dermatólogo que iba a solucionar su problema con el acné. Ahora trata de reencontrarse con el adolescente dicharachero y alegre que fue y acepta la estricta disciplina que se le impone.El día comienza con un agudo pitido a las 6.30. Los chavales saltan de sus literas y, vestidos con camisetas de camuflaje, forman una fila en el pasillo exterior. Uno de los monitores, con cara de pocos amigos y voz de sargento de hierro, va gritando los nombres de todos ellos. “¡Presente!”. La escena se repite otras cinco veces a lo largo del día, y siempre es fácil reconocer a los nuevos. Se les nota desafiantes: llegan tarde y rehúsan acatar las órdenes. Suspiran hastiados, miran hacia otro lado y terminan respondiendo con desgana. Pero el desdén les dura poco. Tienen 20 minutos para asearse y bajar al patio, donde les espera la primera ración de entrenamiento militar a 30 grados y bajo la impenitente capa de polución de la capital china. “Al llegar resultan muy altivos, pero están en mala condición física. Se rompen cuando tienen que correr o hacer flexiones. Eso les pone en su sitio”, explica Ma Liqiang, exsoldado y profesor de comportamiento, mientras varios adolescentes, desfondados y con los rostros enrojecidos, dejan de trotar para continuar caminando con los brazos en jarras. Las siete chicas del centro pasan a su lado, los señalan y se ríen. Heridos en su orgullo, tratan de retomar el ritmo sin éxito. “El objetivo de la instrucción es triple: aprender a respetar la autoridad, fortalecer el físico y crear una rutina muy regular. Al principio es duro, pero al cabo de unos meses los resultados saltan a la vista”. 

Li reconoce que es así. De hecho, está aprovechando su internamiento para fortalecerse “y resultar más atractivo para las chicas”. Además de los ejercicios matinales y vespertinos obligatorios, el adolescente ha recubierto sus tobillos con sendas bolsas de arena de tres kilos que le acompañan a todas partes. “En un principio me resistí a todo. Incluso planeé escapar, porque no soportaba la falta de libertad. Pero luego comprendí que era inútil rebelarse”. Lo más difícil, asegura, es controlar las emociones y combatir el aburrimiento. “Tenemos terapia de grupo que nos sirve para desahogarnos y clases de diferentes tipos, y vemos las noticias de las siete de la tarde. Pero hasta que apagan la luz –a las diez de la noche–, hay muchas horas en las que no hay nada que hacer”. En realidad, es parte de la estrategia de los terapeutas. Los adolescentes, encerrados sin acceso a Internet y con tiempo libre, empiezan por quedarse solos en una esquina sin hacer nada o leyendo y terminan por interactuar con sus compañeros, jugando a las cartas u organizando partidos de baloncesto, actividad esta última en la que se ve quién lleva más tiempo dentro del centro, pues su forma física mejora con el ejercicio diario. “Sé que es parte del tratamiento, que esos tiempos muertos nos impulsan a establecer relaciones entre nosotros, pero resulta duro. Muchos se pasan el día llorando hasta que se adaptan al entorno. La mayoría tardan en reconocer que sufren adicción a Internet”, subraya Li. 

No en vano se trata de un nuevo problema difícil de diagnosticar y para el que todavía no existe un tratamiento estándar. Tao Ran pretende que el suyo se convierta en el primero, y no solo en China. Allí ya hay unas 300 clínicas que copian parte de su modelo y utilizan la disciplina militar para tratar la adicción, pero Tao critica que “la mayoría se limita a contratar exsoldados y carece de supervisión alguna”. Asegura que eso es lo que ha provocado las muertes registradas este año en varios centros cuando algunos de los pacientes han sido obligados a realizar ejercicios extenuantes o han sufrido castigos físicos. Por esa razón, Tao exige al Gobierno que regule su actividad y dé directrices claras al respecto. “Todavía hay que perfeccionar el sistema terapéutico, pero es evidente que el problema se está globalizando y que hay que atajarlo de forma científica”. El psiquiatra incluso pretende llevar su método al resto del mundo. Para ello, ya lo ha publicado en 11 idiomas diferentes y trabaja a menudo con especialistas de los cinco continentes que visitan Daxing. “China es un buen campo de pruebas porque el problema comenzó antes y se presenta de forma más aguda. De hecho, fue la epidemia de neumonía atípica, la SARS de 2003, la que marcó un punto de inflexión en la adicción a Internet. La mayoría de los estudiantes tuvieron que quedarse en casa en un momento en el que la Red había comenzado a popularizarse. Sin control, muchos comenzaron a jugar en exceso. Fue justo después cuando varios padres me pidieron ayuda”. No digamos lo que estará pasando ahora tras los toques de queda por el actual Coronavirus. Y no nos referimos sol a China sino a todo el mundo, incluidos México. Estados Unidos, Cuba, España, Italia…. 

Tao trató a 17 adolescentes, pero fracasó en todos los casos. “Entendí que se trataba de un trastorno nuevo y grave, así que me propuse diseñar un tratamiento para curarlo”. En 2005 comenzó a ingresar a los pacientes durante un mes en el hospital militar en el que trabaja. “El porcentaje de éxito fue de solo un 30%, pero ese primer paso me ayudó a entender los mecanismos del trastorno. En 2007 conseguí que me permitieran ingresar a los jóvenes hasta un máximo de tres meses, y un año después comenzamos a involucrar a los padres en el tratamiento. Eso ha sido clave para el éxito”. 

Porque la adicción a Internet no surge de la nada. “Está íntimamente relacionada con la falta de afecto y el exceso de presión”, opina Feng Yin, psicóloga del centro. “El problema es especialmente grave en China porque la jerarquía familiar y los valores tradicionales crean un muro entre padres e hijos, los sistemas educativo y laboral son extremadamente competitivos, y la política de natalidad que ha restringido a uno el número de descendientes en la mayoría de los casos ha provocado una gran anomalía social”. El perfil del paciente en el centro de Daxing corrobora sus palabras: se trata de un hijo único (en un 95% de los casos) y varón (en un 90%). Apenas hay chicas. En el de Tao son siete: viven separadas de ellos, casi no se mezclan con los chicos en las actividades, y en realidad muchas están allí por trastornos de la personalidad y problemas de carácter. La edad media de los pacientes es de 17 años (el 70% tienen entre 15 y 19, aunque hay internos desde los 12 hasta los 37 años) y son descendientes de profesores (un 31%) o de funcionarios y oficiales del Gobierno (el 29%). “Esos profesionales son quienes más presión ejercen sobre sus hijos. Proyectan en ellos sus esperanzas y buscan satisfacerse a sí mismos, sin tener en cuenta las tendencias, las aptitudes o los gustos de los niños”. Así, la adicción a Internet termina siendo tanto causa como consecuencia de un enrarecido clima familiar que resulta devastador. 

Y por eso, al menos uno de los progenitores de cada paciente –la madre en un 66%– ingresa en el centro para someterse a una terapia emocional paralela durante meses. “El objetivo es enseñarles a ser padres, y a veces resulta más complicado trabajar con ellos”, se lamenta la psicóloga Feng. Wang Shupei es uno de los que aseguran haber aprendido de sus errores, aunque lamenta haberlo hecho tarde: “Nuestro hijo empezó yendo al wanba –cibercafé, sobre todo para juegos– de vez en cuando, pero terminó perdiendo el control con solo 11 años. En varias ocasiones tuve que buscarlo de madrugada por la ciudad y llegó a pasar tres días desaparecido. Fue una pesadilla”. El hijo de Wang Shupei buscó en la Red la atención que no recibía de sus padres. El niño se sentía un héroe con la ametralladora de War of Warcraft en sus manos virtuales. Así que se negaba a soltarla para regresar a una existencia que considera “triste”. Wang reconoce que delegó por completo su responsabilidad educativa en la escuela y que se limitaba a exigir buenos resultados en las calificaciones, pero se niega a creer que la adicción de su hijo sea solo culpa suya. Con un gesto de impotencia, apunta al reiterado incumplimiento de la ley por parte de los wanba. “Están obligados a exigir el documento de identidad para comprobar que los usuarios sean mayores de edad, pero hay quienes no tienen escrúpulos y se resisten a dejar pasar el negocio que representan los niños”. 

A Wang, el drama le está saliendo muy caro. Su hijo pertenece al 25% que no consigue rehabilitarse con la terapia de Tao. “Lo ingresamos por primera vez en marzo del año pasado y estuvo ocho meses en el centro. Pero poco tiempo después de salir volvió a jugar”. Así que hace tres meses regresaron a Daxing para intentarlo de nuevo. Llevan gastados 170.000 yuanes (21.000 euros) en la terapia, una fortuna para estos emigrantes rurales que rozan la ruina. “Lo tenemos que hacer por el futuro de nuestro hijo y por nosotros mismos. Será él quien cuide de nosotros cuando envejezcamos”. Tao Ran dice que cada mes de tratamiento cuesta 9.300 yuanes (1.120 euros), pero varios progenitores reprochan que esa cifra no incluya ni las comidas –arroz, sopa, verduras, huevos y algún trozo de carne–, ni las pruebas médicas, ni los medicamentos. Algunos aseguran que la suma final puede superar los 12.000 yuanes mensuales (casi 1.500 euros), una quinta parte de la renta media anual del país y un importe prohibitivo para las clases bajas. Tao replica que el precio es ajustado, equivalente a un hotel de tres estrellas. “Desafortunadamente, no tenemos un sistema de salud que lo cubra”, admite. 

La mayoría de los padres están de acuerdo con Wang y consideran que es un sacrificio económico que tienen que hacer por el bien de sus hijos. Confían en que el tratamiento servirá para que tengan éxito en una de las sociedades más crueles del planeta. Pero Li Wenchao sabe que no será sencillo. A sus 22 años, es otro reincidente del centro, y a pesar de que los especialistas le han dado ya el alta, ha decidido continuar en Daxing como voluntario. “Me da miedo regresar a la vida normal. Temo volver a caer. Necesito más tiempo hasta que logre la confianza suficiente para enfrentarme a la vida”. Mientras el debate global en relación a Internet y China tiende a centrarse en la censura, en la piratería y en el Gran Cortafuegos, muchos padres chinos están más preocupados a causa de un problema muy diferente: la adicción. El Gran Cortafuegos,  llamado oficialmente Proyecto Escudo Dorado, supone la censura y la vigilancia de Internet por el Ministerio de Seguridad Pública de la República Popular China. 

El motivo es que miles, si no millones, de progenitores chinos han visto cómo sus hijos eran absorbidos dentro de un vórtice de maratones de videojuegos e interminables conversaciones en salas de chat. Los gamers —la mayoría de ellos hombres jóvenes— pueden llegar a pasar días y hasta semanas en cibercafés, subsistiendo con un mínimo de horas de sueño. Algunos adolescentes han llegado también a cometer asesinatos y suicidios en nombre de los videojuegos. Un experto chino ha estimado que el número de adictos a Internet en el país es de 24 millones. “Hace cien años teníamos los fumaderos de opio”, decía a The Los Angeles Times Tao Hongkai, un sociólogo que escribe sobre la ‘drogodependencia’a Internet. “Ahora tenemos estos [cibercafés], que son el equivalente a un opio espiritual”. Como respuesta a esta tendencia, China ha estado llevando a cabo esfuerzos coordinados y controvertidos para contener esta marea. Hace varios años, se convirtió en el primer país en catalogar el apego excesivo a internet —heroína electrónica, así la llaman algunos expertos— como una adicción clínica. Varios expertos en salud de EE UU han puesto en duda esta clasificación, aunque allí no hay nada comparable aún a una situación de obsesión tan dramática como la china con las pantallas. 
Pero si hay en China un peligro para la salud pública mayor que el uso excesivo de Internet, este puede ser nada menos que la draconiana respuesta al problema de las autoridades sanitarias. Los centros de desintoxicación han brotado por todo el país, con un uso combinado de terapia y entrenamiento físico intensivo para arrancar a los chicos del mundo digital y traerlos de vuelta al mundo real. Pero en este ámbito emergente, los informes de abusos e incluso muertes han impactado a los padres y planteado dudas sobre qué es peor en este caso, si el remedio o la enfermedad. Dos directoras de cine israelíes se propusieron responder esta pregunta y la naturaleza de las relaciones interpersonales en la era digital a través del documental ‘Web Junkie’ (Adicto a la web). El documental se introduce entre las bambalinas de uno de los primeros centros de rehabilitación especializados en la adicción a Internet en China y se asoma a las vidas de adolescentes que decidieron dar prioridad a los atracones de videojuegos por encima de sus amigos, de sus tareas escolares e incluso de sus familias. En la película, algunos de los jóvenes llegan a presumir de pasar 300 horas jugando a ‘World of Warcraft’, con las pausas justas para echarse pequeñas siestas delante del ordenador. “Abandonan la escuela, pierden el contacto con los amigos y sus habilidades para la comunicación interpersonal, dejan sus trabajos…”. Son palabras de Hilla Medalia, directora de ‘Web Junkie’, a The Huffington Post. Están conectados día y noche y, en casos extremos, usan pañales”. 

‘A Clockwork Orange’ (La naranja mecánica) es una película angloestadounidense de ciencia ficción de 1971, producida y dirigida por Stanley Kubrick. Adaptación fílmica de la novela homónima de 1962 escrita por Anthony Burgess. La película, filmada en el Reino Unido, relata las desventuras de Alex DeLarge (Malcolm McDowell), un delincuente juvenil cuyos placeres son: escuchar música clásica, en especial de Beethoven, el sexo, las drogas y la ultraviolencia. Y quien es el líder de una pandilla de ladrones (Pete, Georgie y Dim), a quienes llama drugos y con los que comete una serie de violentas fechorías, hasta que es traicionado por ellos y capturado por la policía. En un intento por salir de prisión se somete voluntariamente a una técnica psicológica de rehabilitación conductista experimental conocida como método Ludovico. La terapia funciona, Alex es liberado y ahora debe enfrentarse a su pasado desde su nueva conducta social condicionada. La mayor parte del filme se narra en ‘nadsat’, una jerga adolescente ficticia que combina lenguas eslavas, especialmente ruso, inglés y la jerga rimada ‘cockney’. En México y España, algunos términos fueron adaptados al idioma. Pese a la polémica que desató, la cinta fue nominada a numerosos reconocimientos cinematográficos, entre ellos cuatro Oscar, incluyendo el de mejor película. 

La historia comienza en el bar lácteo Korova, en el que Alex, Pete, Georgie y Dim consumen leche-plus, la cual consiste en leche con velocentina, syntheisitiseina o drencromina, sustancias narcotizantes que exacerban la conducta violenta mientras planean sus próximas fechorías nocturnas. La primera de las víctimas de esa noche es un viejo borracho (Paul Farrell) tirado en la calle. Tras una breve charla, Alex y sus drugos golpean brutalmente al mendigo. Posteriormente, se presentan en un teatro abandonado donde una pandilla rival, liderada por Billyboy (Richard Connaught), cuya indumentaria recuerda al uniforme de las Waffen-SS, intenta violar a una chica que logra escaparse desnuda, mientras los dos grupos rivales se trenzan en una violenta trifulca en la que Alex y sus drugos resultan vencedores. Al oír las sirenas de una patrulla policial, huyen del teatro abandonado. Después roban un Dodge Durango 95 y lo conducen en la noche a gran velocidad, sacando a los otros vehículos de la ruta, para finalmente detenerse en una casa con un letrero que dice “Home”. Alex y sus drugos deciden invadir dicha casa. Alex engaña a sus ocupantes pidiendo ayuda para uno de sus amigos que ha sufrido un accidente. La dueña de casa (Adrienne Corri) le abre la puerta, y la pandilla, llevando sus grotescas máscaras, invade la vivienda. Toman por la fuerza a la dueña y golpean despiadadamente a su marido, el escritor Frank Alexander (Patrick Magee). Violan a su esposa ante su mirada impotente, mientras Alex lo patea, cantando ‘Singin in the rain’ (Cantando bajo la lluvia). Los cuatro vuelven al bar lácteo Korova y ven como una señora canta la Novena Sinfonía de Beethoven en su cuarto movimiento, Alex lidia con un intento de golpe de Dim (después de que este se burlase del canto), y lo hace de manera brutal. Esto resiente su autoridad sobre los suyos y él no lo advierte completamente. 

Después de faltar a clases argumentando jaqueca, se levanta una mañana y se encuentra en su casa con P. R. Deltoid (Aubrey Morris), un agente social que controla a delincuentes juveniles como él. Deltoid, quien siente una profunda aversión hacia Alex, intenta persuadirlo para que cambie de actitud, aunque termina golpeándole los testículos. Sin hacer demasiado caso al agente social, Alex sale de paseo y conoce a dos muchachas adolescentes Marty y Sonietta (Barbara Scott y Gillian Hills) en una tienda de discos, van a su casa y fornican. Después de imponer su autoridad, golpeando y empujando por sorpresa a Dim y a Georgie al agua, para después cortarle la mano a Dim, Alex decide que sería bueno aflojar un poco su autoridad y dejar participar un poco más a sus drugos. Así pues, le pide a Georgie que le cuente el plan que tiene en mente. Este explica que planea con el grupo, robar y violar a una mujer adinerada (Miriam Karlin), que vive sola con sus gatos en una casa aislada. Llegan a la casa y después de intentar el mismo truco usado en el asalto anterior, solo Alex se introduce en la casa por una ventana, ya que la mujer sabe del mismo método usado en el asalto en casa del escritor, sorprendiendo a la mujer. Después de mofarse de ella, ella se resiste a sus acosos, e intenta propinarle un golpe con un busto de Beethoven. Alex, en un acto irreflexivo, la golpea con una escultura de porcelana de gran tamaño en forma de pene. La policía llega a la casa, porque ya estaba de camino, después de que la mujer la había llamado. Todos se apresuran a huir, pero antes, Dim, rabioso con Alex por haberle golpeado y cortado, le golpea en la cara con una botella llena de leche, dejándolo momentáneamente ciego, dolorido y con un pequeño corte en la nariz en la escena del crimen. Después de ser arrestado, se descubre que la víctima del asalto ha muerto, lo que convierte a Alex en un asesino. Es sentenciado a catorce años de prisión, donde es vigilado estrictamente por el jefe de guardia (Michael Bates). 

Después de haber cumplido dos años de su sentencia, y habiéndose ganado la buena disposición del capellán de la prisión (Godfrey Quigley) haciéndole creer que la Biblia lo ha ayudado a reformarse, logra una recomendación del ingenuo sacerdote. El ministro del Interior (Anthony Sharp) visita la prisión y después de que Alex hace un comentario, le ofrece la libertad condicional si se somete al tratamiento Ludovico, una terapia experimental de aversión, desarrollada por el Gobierno como una estrategia para detener el crimen en la sociedad. El tratamiento consiste en ser expuesto a formas extremas de violencia, forzándolo a mirar escenas cinematográficas muy violentas en una pantalla. Alex es incapaz de apartar la mirada de la pantalla, ya que su cabeza está inmovilizada y sus párpados abiertos por un par de ganchos. También es drogado antes de ver las películas, para que asocie las acciones violentas con el dolor que estas le provocan. De esta forma, el tratamiento Ludovico lo deja incapaz de ser violento, ni siquiera en defensa propia, y también incapaz de tocar a una mujer desnuda, pero, en un imprevisto efecto secundario, el tratamiento también lo hace incapaz de oír su pieza favorita, la Novena Sinfonía de Ludwig van Beethoven, que es el fondo musical de una de las películas. Alex queda sin la capacidad de defenderse, y además, al volver a su casa es desahuciado por sus padres, quienes aparentemente no lo quieren en casa; pues tienen alquilada su habitación a un huésped (Clive Francis), se deshicieron de su estéreo y tesoros argumentando ser tomados por la policía en compensación a las víctimas y, aparentemente, mataron a su serpiente Basil, aduciendo tener un accidente. 

Desanimado, Alex deambula por la ciudad, solo para encontrarse con sus viejas víctimas. El mendigo que golpeó al principio de la historia, cobra venganza llamando a todos sus amigos, que le dan una paliza hasta que llegan dos policías, que resultan ser sus antiguos drugos, Dim y Georgie, trabajando ahora como agentes, quienes lo reconocen y lo llevan a un lugar apartado, donde lo golpean y casi lo ahogan en un abrevadero para cerdos. Alex logra recuperarse y vaga por los bosques hasta llegar casualmente a la casa del escritor. Este, postrado en una silla de ruedas, a consecuencia del asalto de Alex y su pandilla, y además viudo, porque su mujer se había suicidado a raíz de la violación que había sufrido; lo deja entrar sin descubrir su identidad. El escritor, que cuenta con un guardaespaldas (David Prowse), lo acoge y alimenta, pero Alex comete el error de cantar nuevamente ‘Singin in the Rain’ en el baño, provocando el recuerdo y la ira del escritor. Este decide vengarse, drogando a Alex, e intenta hacer que se suicide, haciéndole escuchar a gran volumen una versión electrónica del segundo movimiento de la Novena Sinfonía de Beethoven. Alex en su desesperación, trata de ‘evaporarse’ (como él llama a suicidarse), saltando por una ventana, pero logra sobrevivir. 

Después de una larga recuperación en el hospital, Alex parece ser el de antes. Sus padres lo visitan y además de disculparse con él le ofrecen regresar a su casa. El ministro del Interior, quien antes le había seleccionado personalmente para el tratamiento Ludovico, lo visita, disculpándose por los efectos del tratamiento, diciendo que sólo seguía las recomendaciones de su equipo por lo cual realizará una investigación, además le dice a Alex que ha hecho arrestar al escritor y a sus cómplices. El Gobierno le ofrece a Alex un trabajo muy bien remunerado, si acepta apoyar la elección del partido político (conservador), cuya imagen pública se vio seriamente dañada por su intento de suicidio y el controvertido tratamiento al que fue sometido. Anticipando su regreso al estrago y segundos antes de volverse loco, Alex narra el final de la película: “Definitivamente, estaba curado” mientras se ve una fantasía surrealista de él mismo copulando con una mujer en la nieve, rodeado por damas y caballeros victorianos aplaudiéndole, mientras se puede escuchar el último movimiento de la Novena Sinfonía de Beethoven como música de fondo. 

Las cuarentenas del coronavirus en China y en el mundo van a testarnos una perturbadora lista de ‘Adictos a Internet’ y otra ‘Naranja Mecánica’.. 

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