EL BESTIARIO SANTIAGO J. SANTAMARÍA GURTUBAY
Nueva York, la Metrópolis del Covid-19
La Primavera y el polen, nueva arma de combate, transportado por los pájaros e insectos, invaden la “Gran Manzana”, la Plaza de San Marcos, la Puerta de Alcalá y Tajamar de Cancún, para derrotar al coronavirus…
SANTIAGO J. SANTAMARÍA GURTUBAY
China era el país con más casos confirmados de Covid-19, pero tiene su brote contenido. Lo peor de la pandemia ocurre ahora en otros lugares: Estados Unidos se convirtió en el lugar de la tierra con más contagiados, Italia y España son los países con más casos confirmados, están entre los que registran más muertos y donde la epidemia crece a un ritmo más rápido. En Italia y en España se han tomado medidas como el cierre de los principales comercios (9 de marzo en Italia, 14 en España) y están a la espera de que el brote desacelere. En Estados Unidos, que ha actuado más tarde, con cierres parciales y ha ido por detrás en detección, los casos están multiplicándose cada dos días. Las regiones que sufren los peores brotes: Madrid y Cataluña, que concentran el 70% de todas las muertes de España; Lombardía y Emilia Romaña en Italia (77% de las muertes); Nueva York y Washington en Estados Unidos (más del 50% de las muertes). Los datos de casos y muertes indican que todos los brotes están en fase creciente. Madrid y Cataluña: a la espera. Madrid detectó sus primeros casos de coronavirus a finales de febrero. En Italia mejora el principal foco. Italia fue el primer país en el que un brote se expandió de forma comunitaria fuera de Asia. Durante semanas los números de casos y fallecimientos han aumentado de forma exponencial hasta convertirse en el país con más fallecidos. Dos regiones han sufrido allí con mayor intensidad este brote: Lombardía y Emilia Romaña. Máxima alerta en Nueva York. Es la región con la tendencia más preocupante: los casos se están doblando cada dos días. En parte, esto puede deberse a que en Estados Unidos se han empezado a detectar casos más tarde, y que solo ahora se están haciendo pruebas de forma masiva: esto puede multiplicar los casos detectados muy deprisa y exagerar el ritmo de los contagios. Pero las cifras de muertes son igualmente preocupantes: desde hace una semana se duplican cada dos días o menos. Peor que Lombardía en su peor momento y tan mal como Madrid en los primeros días.
Estar en una de las ciudades más vibrantes del mundo y no poder salir de casa. Es la ironía que viven, oficialmente desde este lunes, 25 de marzo, en torno a 8.5 millones de neoyorquinos, 20 si se tienen en cuenta los habitantes del Estado de Nueva York a los que se extienden las restricciones. En el primer día de vigencia de la orden de confinamiento por la crisis del coronavirus, tras los cierres progresivos de centros culturales, colegios y establecimientos de ocio, se han multiplicado las llamativas imágenes de icónicas localizaciones como Times Square casi desiertas, en contraste con su constante bullicio habitual. De manera paralela, el número de afectados se mantiene al alza acelerada, en parte por el incremento de las pruebas… La lluvia ha contribuido en las primeras horas de esta semana a ralentizar más notablemente el ritmo de Nueva York, a diferencia de lo ocurrido durante el fin de semana, cuando aún muchos ciudadanos, a pesar de la recomendación existente de quedarse en casa en lo posible, salieron en masa a las calles y especialmente a los parques, aprovechando el buen tiempo. Incluso el gobernador del Estado, Andrew Cuomo, ha lamentado esta actitud, tildándola de “insensible” y “arrogante” y ha reclamado a la ciudad un plan para controlar la densidad en estos espacios públicos. El alcalde Bill de Blasio, por su parte, ha afirmado posteriormente que la policía y el personal de los parques comenzarán a educar y advertir a los ciudadanos para que mantengan la obligatoria distancia de seis pies (1.8 metros), con excepción de “quienes vivan bajo el mismo techo”. La orden estatal decreta la obligación de mantener esta distancia social y recomienda restricciones especialmente estrictas a los mayores de 70 años y con problemas de salud. Cuomo ha reconocido la dureza de esta situación, pero ha abogado por estar “socialmente distanciado, pero espiritualmente conectados”.
El alcalde de Nueva Yok, Bill de Blasio, ha vuelto a alertar, en una entrevista con CNN, sobre la falta de equipamiento médico y ha asegurado que actualmente solo puede garantizar que dure “una semana”. El alcalde, que ha dicho que habló el domingo con el presidente Donald Trump y el vicepresidente Mike Pence, ha reclamado acciones y ha solicitado el despliegue por parte del Gobierno federal de personal sanitario del Ejército y de otras partes del país. A las imágenes históricas que esta crisis está dejando en la ‘Gran Manzana’ se ha sumado este lunes la del cierre del parqué de la Bolsa de Nueva York, que por primera vez en sus 228 años de historia ha funcionado exclusivamente de manera electrónica, aunque ya cada vez había menos operadores en persona. En un fantasmagórico distrito financiero ha trabajado Ron Davis, neoyorquino “nacido y criado en Harlem”, muy concienciado sobre la dimensión de esta crisis: “Creo que en escala es mayor que el 11-S, porque entonces fue afectada Nueva York y Estados Unidos, pero esto es en todo el mundo”. Por su parte, Cuomo ha insistido: “Yo la veo como una ola, que romperá en algún punto. Y la cuestión es cuál es el punto de ruptura, y si cuando la ola rompe colapsa el sistema sanitario”. Muchos hablan del ‘Día D’, como si estuviéramos en un ‘remake’ de la Segunda Guerra Mundial -sería la Tercera Guerra Mundial, pero sin armas convencionales, nucleares o ultrasecretas- cuando se registró el Desembarco en Normandía que supuso el inicio de la derrota de la Alemania de Adolf Hitler y su nazismo. Y, como no, del ‘Día Después’.
El primer caso se detectó a principios de marzo, en un suburbio al norte de la ciudad. Tres semanas después, Nueva York contabilizaba la mitad de los casos de coronavirus de Estados Unidos y cerca del 5% del total a escala global. Se tardó en tomar la decisión, pero por fin, a mediados de la semana pasada, el gobernador del Estado, Andrew Cuomo, decretó el confinamiento de la población, efectivo a partir del domingo al anochecer. Nueva York se adentraba así en territorio desconocido.El confinamiento al que desde entonces está sometida la ciudad no es distinto del que se ha impuesto en otras partes del mundo, pero lo que hace de Nueva York un caso especial es que muchos sienten la ciudad como un lugar que trasciende sus límites, como si lo que ocurre allí nos afectara de algún modo a todos. Los sentimientos dominantes son los mismos que en otros lugares: impotencia, pánico y la sensación de que cuando esto pase, las cosas habrán cambiado para siempre. A escala nacional, frustración ante la falta de visión y liderazgo demostrados por la Casa Blanca y las autoridades federales.
La palabra más adecuada para designar lo que sucede es catástrofe, término que en modo alguno es ajeno a la historia de la ciudad, jalonada de desastres de gran envergadura: accidentes aéreos, incendios que arrasaron barrios enteros, apagones de proporciones míticas, huracanes que causaron una devastación indecible. De todas estas catástrofes, la que dejó una huella más profunda fue el ataque terrorista perpetrado contra el World Trade Center el 11 de septiembre de 2001. Millones de personas de todos los rincones del planeta contemplaron en directo la tragedia por televisión, sintiendo en carne propia la vulnerabilidad de la ciudad herida. De aquel nódulo de extraño dolor surgieron sentimientos que persisten hoy. Lo que ocurrió entonces es muy distinto de lo que está empezando a suceder ahora, salvo en la manera de interiorizar la tragedia. Cuando cayeron las Torres Gemelas, el sur de Manhattan recordaba la devastación de una zona de guerra. La herida se extendió a los cinco condados, que parecían escapar así de las coordenadas normales del espacio y del tiempo. Entonces la ciudad se paralizó, pero lo hizo de una manera muy distinta a como lo ha hecho ahora. Al día siguiente del atentado, nadie fue a trabajar, pero todo el mundo salió a la calle. Lo que ocurrió el domingo fue exactamente lo contrario: las calles, parques y avenidas de Manhattan, Brooklyn, el Bronx, Queens y Staten Island se vaciaron como por ensalmo. Pocas cosas más difíciles de imaginar que una ciudad tan pletórica de vida como Nueva York vacía, pero así es, independientemente de la zona del mapa que escojamos señalar. Central Park, Times Square, Madison Avenue, los callejones del Village o Chinatown, los teatros de Broadway o los escaparates de la Quinta Avenida son lugares que todos conocemos, hayamos puesto o no el pie en ellos. Pocas veces a lo largo de su historia Wall Street experimentó paradas cardiacas como las que ha padecido ahora.
La rabiosa independencia de carácter de los neoyorquinos impide hacer generalizaciones. Cada barrio reacciona conforme a su peculiar idiosincrasia, y lo mismo ocurre con los distintos estamentos sociales. ¿Cómo confinar al ejército de homeless que tiene como residencia fija la calle? ¿O a quienes dependen de su dosis diaria de heroína? Los millonarios, que en esta ciudad tienen un enorme peso específico, se han refugiado en sus propiedades lejos de Manhattan. Por supuesto, lo que cuenta por encima de todo es la inmensa mayoría de trabajadores y profesionales: actores, camareros, abogados, artistas, agentes inmobiliarios… personal sanitario. Toda crisis tiene su centro de gravedad que cabe fijar en un lugar físico, en el caso de Nueva York, un rascacielos. En esta ocasión, el centro de gravedad moral de la ciudad es el rascacielos que alberga la redacción de The New York Times, en la calle 41, aunque sus oficinas estén todas desocupadas. Depositario de la conciencia ciudadana, estos días nadie ha sabido tomar el pulso a la ciudad mejor que el formidable equipo de reporteros y columnistas del periódico, obligados ahora a trabajar desde sus casas. Centinela de la verdad en la era de las fake-news, la bitácora de noticias de última hora del diario neoyorquino es la mejor manera, la única tal vez, que tienen los ciudadanos para orientarse en el caos.
Según un informe sobre la Vida Nocturna de Nueva York de 2018, la ciudad cuenta con 25.000 establecimientos vinculados a este sector, de los que 2.100 serían bares (más centrados en la dispensación de bebidas alcohólicas) y 19.400 establecimientos de comida. Otras fuentes elevan la cifra hasta unos 10.000, dependiendo de las condiciones del concepto “bar”. En cualquier caso, el estudio sobre la vida nocturna promovido por la alcaldía revela que esta industria generó en 2016 casi 300.000 empleos y más de 35.100 millones de dólares (31.400 millones de euros). Ahora, las primeras estimaciones apuntan que solo las pérdidas vinculadas al turismo pueden rozar los 1.000 millones de dólares (895 millones de euros). Entre la preocupación y el descrédito, la cosmopolita ciudad de 8,4 millones de habitantes, se ha vestido de domingo este lunes, el primero también del cierre de los 1.600 colegios públicos de la ciudad (el distrito escolar más grande de EE UU). La jornada ha dejado las primeras llamativas estampas, como la de la escasa afluencia de viandantes en Times Square, normalmente uno de los puntos más concurridos a cualquier hora del día y de la noche, y enclaves icónicos, como la Estatua de la Libertad y el Empire State, clausurados. La sede de las Naciones Unidas cerró al público y limitó la presencia de personal extendiendo el teletrabajo a todos los empleados que puedan desarrollarlo, durante tres semanas.
Otro icono cultural de Manhattan acaba de cerrar sus puertas para siempre. Barneys, los grandes almacenes símbolo de la sofisticación neoyorquina, morían engullidos por las ventas por internet y la subida de los precios de los alquileres, tras declararse en quiebra el pasado mes de agosto. No solo desaparece uno de los primeros templos del consumo de masas. Su clausura supone el fin de la era de los escaparates que pusieron el arte contemporáneo ante los ojos de los transeúntes antes de que entrara en los museos. “Todo debe irse”, anunciaban unos estridentes carteles en negro, rojo y amarillo, que nada tenían que ver con el legado de distinción de Barneys. Los últimos días del buque insignia del 660 de la Avenida Madison de Nueva York fueron una ceremonia de decadencia. La escena recordaba al vaciado de las mansiones de las grandes fortunas neoyorquinas arruinadas por el crack bursátil del 29. “Esto es un espectáculo increíble, he comprado aquí toda mi vida, mis padres ya eran clientes, esto ya es historia”, se lamentaba una vecina del Upper East Side, mientras hacía punto sentada en un sofá de la primera planta. A su alrededor, los empleados retiraban las alfombras marroquíes que junto a los abrigos de piel y las joyas fueron los últimos productos que quedaron a disposición de los cazadores de gangas. Solo tres dependientas vestidas con sus mejores galas mantenían la dignidad mientras se llevaba a cabo el desmantelamiento.
La pequeña tienda de ropa masculina fundada en 1923 por Barney Pressman, tras empeñar el anillo de compromiso de su esposa, se convirtió con los años en la meca de todo aquel que era o quería ser alguien. Su hijo varón, Fred Pressman, heredó el negocio en los años cincuenta e introdujo por primera vez en Estados Unidos a diseñadores como Hubert de Givenchy, Pierre Cardin y Giorgio Armani. El tercero en la línea sucesoria, Gen Pressman, transformó en los setenta y los ochenta el primer establecimiento de Chelsea en una especie de ‘Studio 54’ de las compras donde clientes como la cantante Cher o el pintor Jean-Michele Basquiat subían y bajaban las escaleras diseñadas por Andrée Putman en busca de modelos de Azzedine Alaïa o Jean Paul Gaultier. La verdadera revolución cultural de Barneys comenzó entonces en sus escaparates de la mano de Andy Warhol y de su director de publicidad, Glenn O’Brien, máximo impulsor de la burguesía punk e irreverente del downtown neoyorquino. En 1975, Warhol lanzó uno de sus famosos vaticinios: “Todos los grandes almacenes se convertirán en museos y todos los museos en grandes almacenes”. Sucedió antes lo primero, que lo segundo. El gran exponente del Pop Art forjó la alianza de provecho mutuo entre el arte y el comercio en un momento en el que los creadores se convirtieron en celebrities y sus obras, moneda de cambio para los inversores. La casualidad hizo que el cierre de Barneys coincidiera con el 33 aniversario de su muerte.
Antes de que sus obras entraran en los museos, Warhol expuso en las ventanas de la joyería Tiffanys y del desaparecido Bonwit Teller, ambos en la Quinta Avenida, junto a artistas como John Rauschenberg o James Rosenquist. Los llevó allí el pionero del diseño de escaparates y vicepresidente de la joyería de ‘Desayuno con diamantes’, Gene Moore, fallecido en 1998. Su influencia fue definitiva para convertir los escaparates de Nueva York en un espectáculo imperdible. “A las cuatro de la madrugada algunas de esas vitrinas se convierten en un extraño reino de hadas, de diosas larguiruchas paralizadas todas en el momento de apurarse a la fiesta, de zambullirse en la piscina, de deslizarse hacia el cielo en un ondulante negligé azul”, describió el legendario periodista de 88 años Gay Talese. Replicaron la idea instituciones comerciales como Peck & Peck, Saks o Bergdorf Goodman. Pero fue Barneys la que pasará a la historia gracias a su carismático director creativo y hoy estrella de la televisión Simon Doonan. En 1986 y con 34 años, este diseñador inglés aterrizó en los almacenes procedente del Instituto de Vestuario del Museo Metropolitano, donde trabajaba para la icónica editora de Vogue Diana Vreeland. “Ser bueno en los negocios es el más fascinante tipo de arte”, escribió en sus memorias ‘Confesiones de un escaparatista’, publicadas en 2001, influido sin duda por el pensamiento de Warhol, quien en ‘La filosofía de Andy Warhol’ (1975), escribía: “Hacer dinero es arte, y el trabajo es arte, y un buen negocio es el mejor arte”. La imaginación de Doonan -más aguda en la creación artística que en la escritura-convirtió los escaparates de Barneys en un mundo fantástico donde la moda se mezclaba con la política, la música y la crítica social. Los maniquíes fueron su arma para poner en las ventanas a toda clase de famosos, quienes estaban encantados de verse en ellos y en numerosas ocasiones colaboraron con él. Metió a Margaret Thatcher en un calabozo vestida de dominatrix, Nancy Reagan protagonizó el escaparate de Navidad de 1989 tras dejar la Casa Blanca, Madonna apareció recostada en un diván rodeada de oro, Magic Johnson apareció en 1991 tras anunciar que era VIH positivo, e incluso capturó el momento en que Anna Wintour consiguió su trabajo en Vogue en 1988. “Se sentía como si estuviéramos creando teatro, porque en aquellos días la moda era líder, influía en la música, en las películas, en el arte, era el impulso de todo”, recordaba Pressman en una entrevista para la revista WWD. Tras el éxito de las vitrinas de Chelsea, Barneys llevó el concepto a su flagship de la Avenida Madison cuando la inauguró en 1993, pagando el alquiler más caro de la ciudad. Tres años después, se declaró en bancarrota, lo que provocó la retirada progresiva de la familia fundadora. Fue la primera señal de que las costumbres de los consumidores estaban cambiando, pero los almacenes superaron el bache.
Uno de los últimos actos de rebeldía de Doonan fue dedicar una de sus ventanas al excéntrico mundo del parque de atracciones de Coney Island, cuando el minimalismo de los noventa empezaba a transformar las tiendas en espacios blancos y asépticos. Poco a poco, las ventanas de Barneys fueron adaptándose a la sobriedad del siglo XXI hasta su marcha en 2010. Su sustituto, Dennis Freedman, también vicepresidente ejecutivo de la compañía, lideró la transición a una imagen más depurada durante los siguientes seis años. Su labor fue más parecida a la de un comisario de arte que a la de un escaparatista. Mezcló esculturas de Louise Bourgeois con piezas de ropa del archivo de Rei Kawakubo, fundadora de Comme des Garçons. Y se asoció con artistas como Alex Katz, David Hockney, Rob Pruitt o el fotógrafo Steven Meisel. En el episodio de celebrities musicales, contó con las colaboraciones de Nick Cave, Lady Gaga y Jay Z, entre otros. A su marcha en febrero de 2017, la imagen de Barneys pasó a manos de su director de Diseño Matt Mazzuca con el objetivo de sumergirse en el mundo digital. Así llegaron los escaparates llenos de experiencias inmersivas como el vídeo de 360 grados, grabado por Samsung en colaboración con los bailarines de la compañía de Martha Graham. La última campaña realizada por la revista High Snobiety y la agencia de publicidad Wieden + Kennedy cubrió la fachada con un premonitorio cartel: “Barneys hasta que me muera”.
Manuel Vicent, periodista español, ha escrito,en ‘tiempos del coronavirus’ una magnífica columna, titulada ‘Dar la talla’… “Un día esto también pasará y cuando esta peste sea un recuerdo se verá si los políticos de este Gobierno de España y de México y los de la oposición dieron la talla. Será el momento de juzgarlos. En pleno temporal las reglas de la navegación imponen unir todas las fuerzas en torno al patrón del barco. Discutir su mando bajo el huracán es propio de tripulantes inexpertos o malajes. En la historia de la democracia española ha habido momentos de gran zozobra. Ante el golpe de Estado del 23-F, el atentado yihadista del 11-M, la crisis económica de 2008 y el desafío independentista catalán del 1-O, cada líder se enfrentó a un reto decisivo. Puede que Adolfo Suárez fuera un político aventurero, pero frente al golpista Tejero dio pruebas de gran coraje. Puede que José María Aznar mostrara dotes para unir a la derecha, pero en el atentado de Atocha se hizo un lio con el timón y demostró que no sabía pilotar el barco. Puede que José Luis Rodríguez Zapatero impulsara leyes progresistas, pero ni siquiera olió la gravedad de la crisis económica que le cayó encima. Puede que Mariano Rajoy salvara a España del rescate, pero en pleno temporal de la independencia catalana, se fumó un puro. A aquellas profundas borrascas se ha sumado esta grave emergencia sanitaria y económica de la pandemia del coronavirus. Pedro Sánchez ha salido vencedor en duras y sucias batallas dentro del partido. Se ha hecho con el Gobierno con el envite de la moción de censura. Eso no es nada frente al reto que le ha impuesto la pandemia para demostrar si tiene o no madera de líder. Pronto se verá si es capaz de pilotar el barco por este estrecho de Escila y Caribdis donde más dañinos que el coronavirus serán los escollos que le pongan sus adversarios políticos. Después de oír a los expertos, saber mandar, no dudar ante un dilema, transmitir confianza en medio de la adversidad, en eso consiste dar la talla…”. Es un mensaje amable de Manuel Vicent también para nuestro AMLO en México.
Esta Primavera de 2020, que acaba de empezar, habrá que tomarla como una nueva arma de combate. Confinados en casa, con la angustia del encierro, cada uno puede purificar la mente y recuperar la moral imaginando el milagro que sucederá ahí fuera en plena naturaleza. La eclosión de las flores va a coincidir con la curva más alta de la pandemia. El polen trasportado por el viento, por los pájaros y los insectos se cruzará con el aciago coronavirus en el espacio. Frente a cualquier catástrofe a la que nos conduzca la peste, el polen y las semillas sembradas esta primavera al final ganarán la batalla como siempre. El trigal que ahora se ondula sobre las colinas será el pan de mañana; entre los surcos abrirán las verduras su corazón de nieve; toda clase de frutas llenará en verano los mercados callejeros y las cepas del viñedo que están despertando producirán en otoño ese vino, que será necesario para brindar por el mal recuerdo de la tragedia. Las golondrinas han vuelto a sus nidos de antaño, los pájaros chillan y se persiguen frenéticamente para copular en los tejados.
Puede que al final nos salve de esta catástrofe humanitaria un poco de sol en la ventana y ese geranio que florece en el balcón desde donde cada noche se aplaude en España el honor de sus héroes sanitarios. Todos los días hablo varias veces con mi familia y amigos de Eibar, Durango, San Sebastián, Bilbao…, en el País Vasco, en el norte de España, en la Unión Europea…: María Lourdes, Leyre, Joseba, Andoni, Irantzu, Amaia, Telmo, Begoña, Félix… “Espera unos minutos -me interrumpen para dirigirse a los balcones de sus apartamentos para gritar y dar vivas a sus médicos, enfermeros, personal sanitario…- perdona, pero todos los días, a la noche, rendimos este homenaje a nuestra ‘infantería’ en la guerra que libra el mundo contra un enemigo al que no le vemos, que sabemos está ahí y nos puede matar a cualquiera…”. Los vivas y goras, en euskera, vasco, se resisten a callar. Es agradecimiento solidario, lucha en retaguardia contra otro distópico y alucinante ‘Silencio de los Corderos’. Stephen Hawking predijo que la vida humana podría llegar a su fin en los próximos 600 años debido a la sobreexplotación de los recursos naturales. El calentamiento global jugaría un papel importante. El astrofísico inglés señaló que la humanidad también podría llegar a su fin por una gran pandemia. No dudó en vaticinar que Donald Trump, presidente de Estados Unidos, presentaba un peligro para la humanidad ya que podría desatar una guerra nuclear. Stephen Hawking recomendaba antes de morir, un 14 de marzo del 2018, a los 76 años, que ante los peligros inminentes a los que se enfrentará la humanidad hay que buscar una opción de vida en el espacio. Sería una alternativa para sobrevivir. Ahora, al despertar cada mañana en Bahía Azul, en Cancún, en nuestro Quintana Roo del Caribe Mexicano, comienza esta pesadilla que nos obliga a vivir como una realidad angustiosa la ficción de aquellos relatos de pestes medievales, de ciudades sitiadas y de naufragios que leíamos en los largos veranos de la adolescencia, tumbados en la hamaca, sin imaginar que un día seríamos protagonistas valientes o cobardes en una aventura semejante. En el barco de la isla del tesoro al tripulante que sembraba el desánimo en medio de la tempestad se le arrojaba al agua. Si el optimismo es un arma de combate, también merece un aplauso la Primavera.
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