EL BESTIARIO SANTIAGO J. SANTAMARÍA GURTUBAY

EL BESTIARIO

África no quiere europeos infectados por el coronavirus

La Gendarmería Real de Marruecos, fundada por Mohammed V en 1957, dispararía si intentaran saltar las vallas colocadas por España, una distopía de sombras chinesca para el 2020…

SANTIAGO J. SANTAMARÍA GURTUBAY

Se llevan esas representaciones de un futuro alienado y hostil que invitan a mirar el presente como un eslabón doloroso entre un pasado ficticio pleno de felicidad y el porvenir fatal. Esa reinvención de lo vivido, que se filtra en las formas narrativas, invade también la esfera política, donde la nostalgia se ha convertido en un reclamo para el voto de los infelices. Parecen decirle a la gente: nosotros hemos fabricado la máquina del tiempo y te vamos a devolver al lugar que te mereces. Y no, la madurez consiste ni más ni menos en la aceptación del tiempo que te toca vivir. Por eso la distopía solo es interesante si se maneja como un juego de espejos con la realidad, a favor de la decencia y en contra de ese mirar para otro lado en el que nos hemos dejado arrastrar. Es decir, aceptar que toda ciencia ficción, todo relato histórico, toda pieza de época, de lo que habla es del presente en el que fue llevado a cabo.

Imaginen que el contagio del coronavirus se extiende por Europa de manera incontrolada mientras que en el continente africano, por las condiciones climáticas, no tiene incidencia. Aterradas, las familias europeas escaparían de la enfermedad de manera histérica, camino de la frontera africana. Tratarían de cruzar el mar por el Estrecho, se lanzarían en embarcaciones precarias desde las islas griegas y la costa turca. Perseguidos por la sombra de una nueva peste mortal, tratarían de ponerse a salvo, urgidos por la necesidad. Pero al llegar a la costa africana, las mismas vallas que ellos levantaron, los mismos controles violentos y las fronteras más inexpugnables invertirían el poder de freno. Las fuerzas del orden norteafricanas dispararían contra los occidentales sin piedad, les gritarían: vete a tu casa, déjanos en paz, no queremos tu enfermedad, tu miseria, tu necesidad. Si los guionistas quisieran extremar la crueldad, permitirían que algunos europeos, guiados por las mafias extorsionadoras, alcanzaran destinos africanos, y allí los encerrarían en cuarentenas inhóspitas, donde serían despojados de sus pertenencias, de sus afectos, de su dignidad.

A esto se le llama la tragedia revertida y consiste sencillamente en tratar de ponerte en los zapatos del otro, del que sufre, del que huye, de los que no tienen nada porque las guerras y la miseria les han arrebatado el suelo donde crecieron. Todo el mundo sabe que la crisis sanitaria europea no tiene relación directa con el drama migratorio y sin embargo, el estado de ánimo de los europeos sí relaciona ambas cosas. Por ello, toleramos la mano dura y la degradación de los valores humanos en la crisis de refugiados de la frontera greco-turca. La privatización del control migratorio, consumada con la entrega de millones de euros para que Turquía ejerza de muro previo, se ha vuelto en nuestra contra. Somos rehenes de una mafia que nos pide más dinero y nos chantajea con enviarnos las masas hambrientas en plena crisis de contención y autocontrol de movimientos. De la misma manera, mientras se lucha de manera esforzada y coherente desde los servicios públicos de salud por frenar el contagio, la privatización de hospitales, laboratorios e higiene sanitaria evidencia el error de bulto en nuestros cálculos sobre lo que significa el concepto de salud pública. Por ahora, en vez de comprender la verdad de nuestros errores, empujamos la basura bajo la alfombra.

Tras su difusión en las redes, un vídeo de la directora de Salud de Santa Clara, California, lamiéndose el dedo para mejor pasar las páginas de su discurso y en el que conminaba a no tocarse nariz ni boca a fin de no propagar el coronavirus, puede convertirse en icono de la improvisación y desorden reinantes en la lucha contra la potencial pandemia. Espero y deseo que los esfuerzos de las autoridades de medio mundo y el comportamiento cívico de las poblaciones consigan evitarla. Mientras lo hacen, pueden ya registrarse algunos efectos colaterales, perversos los más, aunque también otros potencialmente beneficiosos, pues ya se sabe que las crisis provocan siempre oportunidades. En general, la opinión pública parece consciente de los riesgos y acepta con resignación las restricciones de todo género a que están siendo sometidos los ciudadanos. Muy distintos son en cambio los comentarios privados, que basculan de la psicosis a la indiferencia, pasando por la convicción extendida de que gran parte de la alarma provocada se debe quizás a motivos ocultos y no a razones estrictamente sanitarias. La variedad de respuestas adoptadas por los diferentes Gobiernos; la inexistencia de un plan coordinado entre ellos; la abstinencia informativa en algunos casos frente a la exuberante verbosidad de otros, y las inevitables consecuencias políticas y económicas del proceso, ponen de relieve la ausencia de un poder global capaz de encarar una crisis planetaria. En nuestro caso, en México, las luchas partidarias entre el poder y la oposición y en el seno del poder mismo, en España, han generado ya unas cuantas anécdotas, como las críticas del Ministerio de Sanidad al comunicado hecho por el de Trabajo; las incoherencias entre las decisiones de algunos estados mexicanos y autonomías españolas,  y las del poder central; y la clamorosa ausencia del presidente del Gobierno de España, Pedro Sánchez, en las comparecencias públicas. Estas siguen encomendadas a un simpático individuo capaz de sonreír y de hacer chistes mientras anuncia que un barrio entero ha sido declarado en cuarentena o que la decisión de ir o no a las manifestaciones depende de lo que cada cual quiera hacer y no de la evaluación del riesgo de los movimientos de masas.

Mientras tanto, en La Rioja, región española mundialmente conocida por sus vinos, ya se ha movilizado a la Guardia Civil y la autoridad amenaza con multas millonarias a quien no obedezca. Quién va a pagar los platos rotos; quién indemnizará a las personas privadas de su libertad de movimientos y de su derecho a acudir al trabajo; quién a los empleados y propietarios de establecimientos públicos que se clausuren, son cuestiones que permanecen en el limbo, aunque haya sido eliminado de los catecismos de la Iglesia católica. La rendición de cuentas por el éxito o fracaso de las gestiones emprendidas tendrá que ver en cualquier caso con el desarrollo de las elecciones venideras. La psicosis y el miedo que las sonrisas oficiales no logran despejar llevan a que muchos eviten la cercanía de los ciudadanos de origen chino; a no consumir manzanas italianas y a apartarse con miradas de espanto de cualquiera que carraspee un poco en el metro. Los nacionalistas a ultranza, orgullosos de su identidad, tuitean cosas como “¿no queríais globalización?, pues toma globalización”. Sueñan quizás con la fecha en que en nombre de la salud pública, además de restaurantes, hoteles y barrios, se puedan cerrar fronteras, cancelar rutas aéreas, discriminar etnias o comunidades religiosas. Ya pueden reencontrarse así con la cultura del enemigo y señalar a los culpables: China y los chinos, individuos tan primitivos que se dedican a comer serpientes y murciélagos, frente a quienes disfrutamos devorando sesos y testículos de cordero, tripas de bovinos, caracoles, lampreas o percebes, como corresponde a la civilización occidental.

Las críticas al Gobierno chino pueden estar justificadas por su tardanza en reconocer la existencia del virus y la inicial falta de transparencia. Pero lo que se está jugando ahora, cualquiera que sea el desenlace de la epidemia, es el futuro de las relaciones internacionales. La tendencia a recrear un mundo bipolar, patente tanto en la Casa Blanca como en determinados representantes del mandarinato comunista, es con todo mucho más matizada en Pekín que en Washington. El multilateralismo que algunos pregonan solo puede echar raíces si se desarrolla en un marco de relaciones regionales, en el que el continente asiático, con China a la cabeza, ocupará inevitablemente el liderazgo económico, poblacional y tecnológico, pese a los esfuerzos americanos por impedir sus avances en este último terreno. Si se prolonga la crisis del coronavirus, Occidente comenzará a sufrir dificultades de aprovisionamiento y verá seriamente afectada su capacidad para producir los medicamentos necesarios. La industria farmacéutica china es la mayor del mundo, algunos ingredientes activos de numerosas medicinas y determinados antibióticos solo se producen en aquel país, que manufactura también una ingente cantidad de maquinaria y tecnología médica y hospitalaria. Su gigantesco mercado interior y la decisión de las autoridades de expandir al máximo el servicio nacional de salud han hecho además que otros colosos occidentales del sector estén allí presentes. Puede decirse que no hay respuesta válida a esta pandemia que no pase por la colaboración activa del Gobierno chino, responsable quizá en cierta medida del problema, pero del todo indispensable en su solución.

El mundo miraba a otro lado. Eran los últimos días de 2019 y los primeros de 2020 y los motivos de inquietud abundaban. Eran reales, pero no los correctos. Al ordenar la ejecución del general Qasem Soleimani, hombre fuerte del régimen iraní, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, avivó los temores a un nuevo incendio en Oriente Próximo, incluso a un conflicto global. Los incendios en Australia lanzaban una alerta de otro tipo: la urgencia del cambio climático. Las grandes economías ofrecían signos de debilidad. En Europa, los preparativos del Brexit, sumados a la fortaleza de los movimientos nacionalistas, el miedo a la inmigración y el descontento con las élites gobernantes reflejaban una crisis más profunda de un sistema bajo tensión. Pero la crisis que hace temblar a parte de la humanidad en este inicio de década venía de otro lugar y era otra cosa. Finalmente el big one -la gran crisis, el gran terremoto, la amenaza agazapada que podría cambiarlo todo-  no apareció bajo forma de atentado masivo, guerra ni recesión económica. No tenía el rostro de Vladímir Putin ni de un oscuro terrorista del moribundo Estado Islámico. Era algo distinto: un agente minúsculo -unos 125 nanometros, es decir, 0,000125 milímetros- localizado quizá en un mercado de una populosa ciudad en China, aunque el origen exacto sigue envuelto en una nebulosa.

Y este virus, técnicamente SARS-Cov-2, causante de la enfermedad Covid-19, ha puesto en jaque a Gobiernos que se consideraban invulnerables y poderosos; ha gripado la máquina que hace funcionar la globalización -el comercio, los viajes, la industria-; ha colocado la economía en el momento más crítico desde la crisis financiera de 2008; ha despertado en muchos ciudadanos miedos atávicos y les ha recordado que son mortales, y empieza a alterar nuestras costumbres, posiblemente de forma duradera. El balance supera los 100.000 casos en todo el mundo y los 3.500 muertos. Y deja a poblaciones enteras en zonas acomodadas de países desarrollados, sin memoria reciente de situaciones similares más que por alusiones literarias o fílmicas, en un estado de semiexcepción. La noticia de que el Gobierno italiano se prepara para sellar la región de Lombardía y 11 provincias en las regiones de Piamonte, Emilia Romaña y Véneto es una evidencia tanto de la preocupación que la plaga suscita en las autoridades como de su carácter excepcional. Si se aplican las medidas, unos 16 millones de personas verán restringidos sus movimientos hasta el 3 de abril. El ‘blindaje’ afecta a toda Italia. En España y otros países de la Unión Europea se anuncian medidas excepcionales, no lejanas a las dictadas por el Gobierno de Roma.

Observar cómo la irrupción del coronavirus ha ocurrido en un periodo tan breve -un abrir y cerrar de ojos en la escala del tiempo acelerado de la información 24 horas y el flujo turbio de las redes- y cómo ha trastocado desde las agendas globales a las personales, tiene una doble utilidad. Primero, es como si se extendiese un producto revelador sobre el planeta: muestra -y amplifica- sus debilidades y sus fallas. Y segundo, posee la capacidad de acelerar procesos en curso: desde el frenazo en la globalización a la tendencia a levantar fronteras en las democracias occidentales. Todo comienza en diciembre en China, en un mercado -hasta donde se ha podido saber- y el origen del virus se encuentra probablemente en un murciélago desde el que se contagió, acaso por medio de otro animal, al ser humano. He aquí, de entrada, dos elementos determinantes. Uno, bien visible, rotundo, colosal: China. Otro, invisible, microscópico: los virus llamados zoonóticos, es decir, trasmisibles de animales a humanos, que causan algunas de las enfermedades más destructivas de las décadas recientes.

China representa el 17% de la economía mundial; el 11% del comercio, el 9% del turismo, el 40% de la demanda de algunas materias primas. Es el país más poblado: 1.400 millones. Es la fábrica del planeta, un experimento de turbocapitalismo gobernado por un régimen autoritario, la potencia que ya no es solo económica y disputa a EE UU la hegemonía mundial, el gran triunfador de la última etapa de globalización de los bienes y servicios iniciada hace una treintena de años. El segundo elemento son los virus que pasan de animales a seres humanos. Las enfermedades causadas por ellos incluyen desde la gripe de 1918, que mató a 50 millones de personas según algunas estimaciones, al sida, del que han muerto 32 millones de personas, pero también el ébola, el SARS, la gripe aviar y la Covid-19. Siempre han existido, pero, como explica David Quammen, autor de “Spillover. Animal infections and the next human pandemic” (Desbordamiento. Infecciones animales y la próxima pandemia humana), vivimos “una era de enfermedades zoonóticas emergentes”.

Vox, el partido de la ultraderecha en España ha confirmado esta semana que su secretario general, Javier Ortega Smith, ha dado positivo en la prueba de coronavirus y ha pedido perdón por el acto que celebró el pasado domingo, 8 de marzo, en la plaza de Vistalegre, en Madrid, al que acudieron unas 9.000 personas. Los herederos del más rancio franquismo no explican cuál puede ser el origen del contagio de su secretario general, que es miembro del Congreso y concejal del Ayuntamiento de Madrid, pero adelanta que sus 52 diputados trabajarán desde sus casas y no acudirán al palacio de las Cortes, y pide que “se suspendan las sesiones parlamentarias hasta que las autoridades sanitarias afirmen que se ha recuperado el control”. Los diputados y asesores de la formación en la Asamblea de Madrid se han puesto en “cuarentena voluntaria”. Vox asegura que se planteó suspender el mitin del pasado domingo en Vistalegre, en el que Santiago Abascal intervino por primera vez en público tras ser proclamado presidente del partido por otros cuatro años, pero alega que no lo hizo porque “habría sido irresponsable generar alarma suspendiendo un acto público mientras el resto del país seguía funcionando con normalidad”. Aunque recomendó a quienes formaran parte de grupos de riesgo que no asistieran al mitin, reconoce: “Fue un error por el que pedimos perdón”. Pese a ello, el partido ultra aprovecha para cargar contra el Gobierno, al asegurar que este permitió que se celebraran manifestaciones en toda España (en alusión a las marchas feministas del 8-M), partidos de fútbol o ceremonias religiosas, y añadiendo que, por su parte, fue un acto de “candidez creer que [el Ejecutivo] antepondría la salud de los españoles antes de su agenda propagandística”. Por ello reclama el “cese inmediato” de la vicepresidenta Carmen Calvo. Ortega no solo participó en el mitin del domingo, donde estrechó la mano a numerosos simpatizantes de Vox, sino que fue el protagonista de la asamblea general celebrada el sábado por el partido ultra en el mismo escenario, a la que acudieron sus más de 600 cargos públicos (parlamentarios europeos, nacionales y autonómicos y concejales) y orgánicos. El lunes se especuló con la posibilidad de que Santiago Abascal pudiera haberse contagiado tras reunirse en Estados Unidos con el senador republicano Ted Cruz, en cuarentena voluntaria por el coronavirus, pero el número tres de Vox, Jorge Buxadé, aseguró que su líder estaba “como un toro”.

Las verdaderas pandemias mortales de este planeta son el hambre, la violencia, las guerras, la emigración masiva, la fosa del Mediterráneo y las enfermedades confinadas al Tercer Mundo, pero estos males endémicos no causan miedo ni pánico porque no se transmiten a través del aliento y la saliva de los otros. En la historia de este planeta ha habido sucesivas extinciones de especies a causa de meteoritos gigantes, de volcanes y terremotos devastadores, pero la humanidad sigue bailando sobre las deslizantes placas tectónicas porque acepta que son fuerzas telúricas fuera de su alcance. Las epidemias bíblicas como la lepra y la peste bubónica se atribuían a un castigo de Dios, y para aplacar su ira se montaban procesiones de disciplinantes y se quemaba en la hoguera a brujas y herejes. En el Apocalipsis se dice que al abrirse el Séptimo Sello se hará un silencio en el cielo y siete ángeles tocarán sus trompetas de plata para anunciar el fin del mundo. No se necesita un lujo semejante. Hoy se sabe que la vida es un episodio contingente, una aventura bioquímica sin sentido en la historia de este planeta, que anteayer no existía y pasado mañana, cuando desaparezca, en la Tierra se instalará un silencio de piedra pómez y no habrá sido necesario que ningún ángel tocara la trompeta, bastó con un virus en forma de muñeco diabólico que la humanidad se fue pasando de unos a otros hasta quedar por completo exterminada. El infierno son los otros, dijo Jean Paul Sartre. Se refería a la mirada de los demás que nos penetra y nos delata. En este caso, la mirada será un virus y el terror vendrá porque quien te mate será quien más te quiera, quien te bese, quien te abrace, quien te dé la mano, quien te ceda el asiento en el metro, quien te ayude a cruzar la calle. El miedo al otro, en eso consiste el infierno que se acaba de instalar como un avance entre nosotros.

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