EL BESTIARIO SANTIAGO J. SANTAMARÍA GURTUBAY

EL BESTIARIO

El Partido Republicano arruina el planeta azul

“El cambio climático es un invento de los chinos…”, vociferaba carcajeando el presidente ajeno a su “impeachment”, similar al de Andrew Johnson (1868), Richard Nixon (1974) y Bill Clinton (1998)

SANTIAGO J. SANTAMARÍA GURTUBAY

El neoyorquino  y Nobel de Economía, Paul Krugman, escribió este lunes una crítica en su columna periodística donde recalcaba, que el aspecto más aterrador del drama político estadounidense no es la revelación de que el presidente haya abusado de su poder para beneficio personal. “La verdadera revelación ha sido la absoluta depravación del Partido Republicano” de Estados Unidos. “Quien no lo viera llegar desde el mismo día en que Donald Trump fue elegido, es que no estaba prestando atención… En esencia, todos los cargos electos o nombrados de ese partido han decidido defender a Trump dando por válidas unas teorías de la conspiración absurdas y desacreditadas. Es decir, uno de los dos grandes partidos de Estados Unidos está más allá de toda redención; teniendo esto en cuenta, es difícil ver cómo puede sobrevivir la democracia, incluso si Trump sale derrotado…. Sin embargo, la información más aterradora que he visto últimamente no guarda relación con la política, sino con la ciencia. Un nuevo informe federal concluye que el cambio climático en el Ártico se está acelerando, coincidiendo con lo que se consideraba el peor de los casos. Y hay indicios de que el calentamiento del Ártico podría estar convirtiéndose en una espiral que se refuerza a sí mismo, ya que la tundra descongelada libera enormes cantidades de gases de efecto invernadero. La subida catastrófica del nivel del mar, oleadas de calor que hacen inhabitables los principales centros de población y otros problemas parecen ahora más probables y cercanos. Pero la aterradora noticia política y la aterradora noticia climática están estrechamente relacionadas.

Después de todo, ¿por qué no ha tomado el mundo medidas contra el cambio climático, y por qué sigue sin actuar a pesar de que el peligro se hace cada vez más evidente? Naturalmente, hay muchas causas; la acción nunca iba a ser fácil. Pero hay un factor que destaca: la oposición fanática de los republicanos estadounidenses, que son el principal partido negacionista del cambio climático en el mundo. Debido a esta oposición, Estados Unidos no solo no ha proporcionado el liderazgo que habría sido esencial para la acción mundial, sino que se ha convertido en una fuerza contraria a la misma. Y la negación republicana del cambio climático tiene su origen en el mismo tipo de depravación que hemos visto con respecto a Trump. La negación del cambio climático es en muchos aspectos el crisol del trumpismo. Mucho antes de que empezaran a vociferar por las “noticias falsas”, los republicanos se negaban a aceptar la ciencia que contradecía sus prejuicios. Mucho antes de que empezaran a atribuir cualquier evolución negativa a las maquinaciones del “estado profundo”, los republicanos ya insistían en que el calentamiento del planeta era un gigantesco bulo lanzado por una enorme cábala mundial de científicos corruptos. Y mucho antes de que Trump empezase a usar el poder de la Presidencia como arma para obtener ventajas políticas, los republicanos ya utilizaban su poder político para acosar a los científicos del clima y, siempre que podían, criminalizar la práctica de la ciencia en sí. “Es un invento de los chinos…”, vociferaba carcajeando Donald Trump.

La primera vez que se sugirió el nombre “republicano” para un nuevo partido fue en 1854 en una reunión en Ripon, Wisconsin, en contra de la ley Kansas-Nebraska, que proponía extender los territorios que practicaban la esclavitud. No tenía entonces apenas seguidores en el Sur. Sin embargo, después de la elección de Abraham Lincoln en 1860, la victoria del norte en la Guerra Civil y la abolición de la esclavitud, el Grand Old Party (GOP), como también se le dice al Partido Republicano, dominó la política nacional hasta 1932. Con excepción del demócrata Woodrow Wilson, que presidió la nación de 1913 a 1921, todos los presidentes fueron del partido del Elefante. Su base la constituían blancos protestantes del Norte, hombres de negocios, pequeños comerciantes, profesionales, trabajadores industriales, campesinos y afroamericanos. Favorecían el mundo de los negocios, la banca, los ferrocarriles, las tarifas altas a productos extranjeros y el rápido crecimiento del sector industrial. William McKinley y Theodore Roosevelt mantuvieron una política exterior de expansión, o dicho en buen romance, de imperialismo. La Gran Depresión puso fin a la hegemonía republicana en la política, que también había sido favorecida porque después de la Guerra Civil se castigó a los blancos del Sur, en su mayoría del Partido Demócrata, negándoles el derecho al voto. De 1929 a 1968 los demócratas se impusieron con los programas sociales del New Deal de Franklin Delano Roosevelt, y el respaldo a la lucha por los derechos civiles que culminó en la ley de 1964. El péndulo que oscila en el sistema bipartidista regresó a favorecer al Partido Republicano, que ganó cinco de las seis elecciones presidenciales de 1968 a 1988. De 1992 a 2012, los republicanos, por el contrario, han ganado dos de las seis elecciones.

Dwight Eisenhower, héroe de la Segunda Guerra Mundial, que ocupó la presidencia de 1952 a 1960, no recortó los programas del New Deal. Por el contrario, aumentó el sistema de Seguridad Social y construyó la red de carreteras interestatales. Recordemos que FDR había creado un fuerte programa de construcción de obras públicas, entra otras cosas, para crear nuevos puestos de trabajo. “Ike” era mejor militar que político, y las simpatías del pueblo por él no se extendían al Partido Republicano, que perdió el control del Congreso en 1954. No recuperó el Senado hasta 1980 y la Cámara hasta 1994. Richard Nixon mantuvo un papel muy activo como vicepresidente durante los ocho años de Eisenhower. Sin embargo, no pudo ganarle la Casa Blanca a John F. Kennedy. Ocho años más tarde venció en las urnas a Hubert Humphrey y a George C. Wallace, y en el 72, ganó la reelección en 49 estados. Aparte del escándalo de Watergate, pudo verse en conversaciones privadas que se hicieron públicas, el desprecio que Nixon mostraba por las instituciones del Estados y ciertas personalidades del país. Se vio forzado a renunciar. Aunque más tarde, se reconoció el valor de la decisión del presidente Gerald Ford de otorgarle un perdón incondicional a su predecesor, en ese momento tuvo un impacto negativo en la gestión del nuevo presidente.

¿Pero por qué se han convertido los republicanos en el partido de la fatalidad climática? El dinero es una parte importante de la respuesta: en el actual ciclo, los republicanos han recibido el 97% de las aportaciones de la industria del carbón y el 88% de las del petróleo y el gas. Y esto sin contar siquiera los puestos de trabajo que les ofrecen a sus miembros las instituciones financiadas por los hermanos Koch y otros magnates de los combustibles fósiles. Sin embargo, no creo que se trate solo de dinero. Intuyo que los derechistas estadounidenses  creen, probablemente con razón, que cualquier forma de acción pública está rodeada por una especie de efecto halo. Una vez que acepten los ciudadanos de nuestro vecino del Norte que se necesitan políticas para proteger el medio ambiente, es más probable que apoyen también la idea de que deberían tener políticas para garantizar el acceso a la atención sanitaria, a las guarderías infantiles y demás. De modo que debe evitarse que el Estado haga algo bueno, no sea que eso legitime un programa progresista más amplio. Así y todo, independientemente de cuáles sean los incentivos políticos a corto plazo, se necesita una clase especial de depravación para responder a esos incentivos negando hechos, asumiendo locas teorías de la conspiración y poniendo en peligro el futuro mismo de la civilización. Por desgracia, ese tipo de depravación no solo está presente en el actual Partido Republicano, sino que ha invadido de hecho toda la institución. Antes había al menos algunos republicanos con principios; en 2008 sin ir más lejos, el senador John McCain copatrocinó una legislación seria contra el cambio climático.

Lo cierto es que ni siquiera ahora acabo de entender del todo cómo han llegado las cosas a estar tan mal. Pero la realidad está clara: los republicanos actuales son irredimibles y carecen de principios o de vergüenza. Y, como ha dicho, hasta la saciedad, Paul Krugman no hay razón para creer que esto vaya a cambiar, incluso si el actual inquilino de la Casa Blanca sale derrotado el próximo año. “El único modo de que puedan sobrevivir la democracia estadounidense o un planeta habitable es que el Partido Republicano en su forma actual sea desmantelado y sustituido por algo mejor a efectos prácticos, a lo mejor por un partido con el mismo nombre pero con valores completamente diferentes. Tal vez parezca un sueño imposible. Pero es la única esperanza que nos queda”.

En 1980 Ronald Reagan y el Partido Republicano tuvieron una victoria electoral impresionante. El ala conservadora del GOP controlaba entonces el partido. Aunque algunos lo consideran un gran ejemplo, su reducción de 25% en los impuestos y el gran aumento en los gastos de defensa, causó que el déficit nacional se triplicara tras sus ocho años en la Casa Blanca. Muchos atribuyen a Reagan el colapso de la Unión Soviética en 1991, mientras otros consideran factores internos, como el fracaso del sistema comunista. Su amnistía a los inmigrantes indocumentados continúa siendo un tema controversial. De todas formas. Reagan se ha convertido en el héroe moderno de los republicanos. A su favor puede decirse que devolvió a los estadounidenses el orgullo nacional erosionado por la pérdida de la guerra de Vietnam, el escándalo de Watergate y la crisis de los rehenes de Irán durante la presidencia de Jimmy Carter. El presidente George H.W. Bush intentó atemperar el sentimiento de triunfalismo que recorría el país al fin de la Guerra Fría. Pero si fue prudente en política exterior, pese a las operaciones militares en Panamá y la Guerra del Golfo, el incumplimiento de su promesa de campaña de no aumentar los impuestos y la continuidad del déficit presupuestario, lo hicieron perder la reelección frente al candidato demócrata Bill Clinton en 1992. Sin embargo, dos años después, una llamada “Revolución Republicana” bajo el lema “Contrato con América” logró que el GOP obtuviera la mayoría en ambas cámaras del Congreso. Con Newt Gingrich como presidente de la Cámara de Representantes, los republicanos pudieron reducir los programas de bienestar social, incluyendo un límite de los beneficios a inmigrantes. En mayo de 1997 alcanzaron un acuerdo con el presidente Clinton sobre cómo reducir el déficit. Clinton, sin embargo, logró mejorar la economía a tal punto que se pudo balancear el presupuesto en 1999, tres años antes de lo previsto.

El desempeño de George W. Bush como presidente de 2000 a 2008, el surgimiento del Tea Party, y el triunfo de la candidatura de Donald Trump, son parte de la historia contemporánea del Partido Republicano que la mayoría de los lectores conocen, aunque la enjuicien de formas diferentes. A grandes rasgos, podría decirse que el Partido Republicano ha tenido como prioridad el libre mercado, el apoyo a la clase empresarial y la tendencia a imponer altas tarifas a productos extranjeros. Asume una actitud moralista. Por ejemplo, favoreció la prohibición de bebidas alcohólicas como hoy se opone a una serie de comportamientos que considera pecaminosos. Cree en la responsabilidad individual y critica los programas sociales. Arthur C. Brooks lo ve de otra forma. En su libro ‘The Conservative Heart’, reconoce los esfuerzos de los progresistas por alcanzar la justicia social pero considera sus métodos un fracaso. Cree sin embargo que “la mayoría de la derecha americana ha fallado en reconocer que existe una crisis de pobreza e insuficientes oportunidades…” y que los conservadores a menudo alejan al pueblo americano insinuando que las clases marginadas “sencillamente no quieren trabajar”. Hay algo difícil de entender ¿cómo es posible que el partido que comenzó por oponerse a la esclavitud hoy cuente con apenas un 2% del electorado afroamericano?

“A Donald Trump hay que tumbarle en las urnas”, recalcaba el columnista catalán y español, Lluís Bassets. Estoy de acuerdo con él. Por muchas que sean las ganas que despierta en la tropa demócrata, los dirigentes, desde la presidenta de la Cámara, Nancy Pelosi, hasta el candidato presidencial, Bernie Sanders, hubieran preferido esperar a que fueran los ciudadanos quienes le destituyeran en las próximas elecciones. Sabedores de su capacidad manipuladora y temerosos de un ‘impeachment’ que se gire como un ‘boomerang’, han actuado con cautela y sobriedad a la hora de las imputaciones, limitadas a dos, el abuso de poder y la obstrucción a la investigación del Congreso, suficientes para iniciar el proceso contra un presidente que incurra en “traición, soborno u otros crímenes y faltas graves”. Pudo haber traición, derivada al menos de las sospechas de complicidad con los servicios secretos rusos en la interferencia electoral. Aunque está actuando en la escena internacional como lo que se denomina un agente objetivo de Moscú, intentar probarlo está fuera del alcance de los congresistas. Pero el articulado del ‘impeachment’ lo dice literalmente: “Ha traicionado a la nación al abusar de su cargo para conseguir que un poder extranjero corrompiera las elecciones democráticas”. También pudo haber soborno, puesto que amenazó con retirar una ayuda militar a Ucrania de 391 millones de dólares y con denegar una audiencia al presidente ucranio en la Casa Blanca en caso de que Kiev no accediera a las solicitudes de interferencia electoral.

Los demócratas han optado por concentrarse en un solo caso, el del chantaje a Ucrania, descartando abrir el melón de las interferencias rusas investigadas por el fiscal especial Robert Mueller, con muchos cabos sueltos sospechosos, pero sin resultados sobre la culpabilidad de Trump. También han preferido darle velocidad, para evitar que se solape con la campaña presidencial entre verano y otoño de 2020. De ahí que no hayan querido esperar a que los tribunales sentencien en favor del Congreso y contra el bloqueo decretado por la Casa Blanca ante las demandas de comparecencia de testigos y de entrega de documentos. Donald es un presidente perfecto para el caso. A la vista de su comportamiento, casi predestinado. Reúne todas las condiciones, incluidos los defectos de los tres anteriores presidentes sometidos a tan humillante procedimiento. Andrew Johnson (1868), aun siendo antiesclavista y nordista, era un supremacista blanco que no quería otorgar el derecho de voto a los negros. Richard Nixon (1974) era un tramposo compulsivo. De Bill Clinton (1998) se sabía que era mejor no dejarle solo con las jóvenes secretarias y azafatas. Los demócratas han lanzado el ‘proceso de destituación’ cuando han visto que era obligado, inevitable. De no dar el paso, avalaban las solicitudes de interferencias trumpistas en las elecciones de 2020 y sentaban un peligroso antecedente de rendición ante los poderes presidenciales.

“Todo encaja. Hace ya tiempo que los valores que sustentaban el orden moral se han desmoronado. Celebran el triunfo de Donald Trump en la sede de los republicanos en Nueva York…”, narraba Manuel Vicent desde su columna en EL PAÍS, en noviembre del 2016. Esa sensación de que ya lo has visto todo y de que ya nada te puede sorprender no ha sido alterada con la llegada de un patán a la cumbre del imperio. Todo encaja. A la comida basura, a la televisión basura, al periodismo basura, a la cultura basura, a la economía basura, a la educación basura, al patriotismo basura, al racismo basura, al machismo basura le corresponde este Donald Trump, un presidente de Estados Unidos también basura. Nada más lógico. Este figurante sabe que la política es un espectáculo y ha aprovechado la pista del circo para realizar su número. He aquí a Donald Trump como un Sansón ciego y hortera dispuesto a derribar los pilares del templo, los fundamentos del sistema. Para ello se ha servido del odio y del miedo, una mezcla explosiva que nunca falla. Los analistas políticos tratan de explicarnos todas las variables sociológicas que han hecho posible que un millonario histrión, prácticamente analfabeto y con una visión de la historia que no va más allá del negocio de la construcción se haya encaramado en lo alto del gran pastel de calabaza de la Casa Blanca, pero nadie ha explicado el placer que un inmigrante habrá sentido al votar a este candidato después de zamparse una hamburguesa de carne de perro, ni la convulsión sexual que habrá generado este macho rijoso en las teñidas amas de casa de la América profunda. El triunfo de Donald Trump ha despertado un sentimiento de vergüenza ajena entre las élites intelectuales y científicas, que no se explican que un país donde están las mejores universidades del mundo y los centros de investigación más avanzados haya votado a un cateto de presidente. No hay por qué sorprenderse. Hace ya tiempo que los valores que sustentaban el orden moral se han desmoronado. También a estos finos intelectuales dentro de poco Donald Trump les va a parecer un político normal”.

No le sobra ni un minuto de metraje a la última película de Martin Scorsese, ‘El Irlandés’. Tal vez de esa necesidad de todos los minutos de la cinta no te das cuenta hasta la última parte de ‘El Irlandés’, una de las más grandes películas que he visto en mi vida. Tiene más bien poco que ver con ‘El Padrino’ y mucho con ‘Érase una vez en América’ de Sergio Leone. No solo porque tanto la última de Scorsese como la que acabó siendo, para nuestra desgracia, la última de Leone tengan a Robert de Niro como protagonista sino porque las dos parecen películas de gángsters pero no lo son. Leone ya usó al célebre sindicalista Jimmy Hoffa para conseguir un retrato épico de la historia reciente de Estados Unidos, algo que nadie ha recordado al hablar de ‘El Irlandés’. Más escenas que convergen: tanto Scorsese como Leone filman a De Niro en un cementerio, pensando en la muerte. Las dos cuentan la misma historia. Cuentan el paso del tiempo. A Leone le hubiera encantado ‘El Irlandés’, tal vez incluso le hubiera pedido derechos. ‘El Irlandés’ tiene que ver más con William Shakespeare que con Hollywood. ‘El Irlandés’ tiene que ver más con la desamparada vida de Elvis Presley que con la mafia. Es una película sobre la soledad de un octogenario que recuerda. Es un hombre complejo. Se niega a admitir que mató a su mejor amigo sin ninguna razón clara. Porque la gente en la vida comete deslealtades sin que haya una razón de peso, de eso habla esta película y por eso es una obra maestra, porque habla de nosotros, los seres humanos. Claro que hay muchas escenas que ya habíamos visto antes: el asesinato en la barbería, en el coche, en el restaurante… Pero Scorsese necesitaba volver a filmarlo para llegar a filmar algo que no había filmado nunca: la deslealtad en estado salvaje. Y vale la pena. Lo comprendes hacia la mitad de la historia, pero una vez que lo comprendes el grado de enamoramiento y emoción es tan grande que esas tres horas y media se han convertido en cinco minutos reveladores. Un hombre que se niega incluso delante de la muerte a decir la verdad, eso es abismo y misterio. Un hombre que va a ver a su hija, y lo que ve es el odio y el terror de su hija, y sigue vivo, esperando un día más. Un hombre que mató a su amigo, pero le sigue queriendo como si no lo hubiera matado. Así es la vida, rara y fuerte, rara y luminosa, rara y sin enmienda. ¿Habrá visto Donald Trump ‘El Irlandés´?

@BestiarioCancun

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