EL BESTIARIO SANTIAGO J. SANTAMARÍA GURTUBAY

Coatzacoalcos e Iguala y sus asesinatos baratos

Son referencias mundiales por el precio de la muerte en sus tierras “tarantinonianas”. Los sicarios de Veracruz y Guerrero se han proletarizado al devaluarse los precios de sus servicios…

El profesor estadounidense de la Universidad de Chicago y Nobel de Economía amplió el dominio del análisis microeconómico a un mayor rango de comportamientos humanos fuera del mercado. Fue un destacado representante del liberalismo económico. Su hipótesis microeconómica resulta simple y atractiva. A pesar de que los legisladores suponen, los potenciales delincuentes no consideran para delinquir la sanción prevista en la ley, sino la relación entre la pena posible y la probabilidad de que la misma les sea efectivamente impuesta. Si con todos los problemas que se han identificado para el “homo economicus”, el delincuente entiende que la posibilidad de ser atrapado, investigado, procesado o sentenciado es baja, o que tiene altas probabilidades de burlar cualquiera de esas etapas procesales, entonces mantendrá altos incentivos para delinquir y seguir haciéndolo. En México, menos de un 10% de los delitos son investigados.

“Desde Felipe Calderón a la fecha, 230 mil personas fueron asesinadas. No podemos permanecer indiferentes cuando se están cometiendo 80 homicidios diarios”, reconoció Andrés Manuel López Obrador durante el cierre de su campaña #AMLOFEST en el Estadio Azteca. De llegar a Los Pinos era consciente que tendría que resolver la principal asignatura pendiente que arrastran las élites política, económica y social, “umbilical” a la corrupción e impunidad y al insolidario reparto de la riqueza nacional con salarios de miseria, si quiere entrar en la historia como el “alma mater” de la regeneración de nuestro país. “El narco llegó a las urnas”, titulaba el escritor mexicano, Jorge Zepeda Patterson, en una columna periodística donde hace mención a que la mayor parte del medio centenar de candidatos asesinados en las últimas semanas lo fueron con usos y costumbres del crimen organizado. Como en tantos otros renglones en materia de inseguridad pública en el México de Enrique Peña Nieto, estamos ante un nuevo y sangriento récord. La violencia siempre ha estado presente en los comicios de una u otra manera, pero por lo general solía tener un correlato esencialmente político, un exabrupto ocasional entre las corrientes que se disputan el poder. El asesinato del candidato Presidencial Luis Donaldo Colosio en 1994 fue considerado una purga interna entre las filas priistas y la mayor parte de los incidentes y balaceras durante las campañas han sido atribuidas a desencuentros entre las fracciones políticas rivales. Ahora se trata de otra cosa. Los ciudadanos exigen acabar con las “rebajas” de la necrofilia mexicana, aplicando la tesis del economista estadounidense y profesor de la Universidad de Chicago. A Gary Stanley Becker escandalizó al mundo cuando afirmó que “existe una cantidad óptima de crimen que genera y obliga a gastar una cantidad ingente de dinero”. Por eso le molestaba que los economistas ignoraran una “industria” tan importante.

El presidente municipal de Iguala, en Guerrero, José Luis Abarca Velázquez, mató a su principal rival político y otros dos opositores tras secuestrarlos. Durante los últimos años, un manto de silencio y unas expresiones como “estaba metido en el narco”, justificaban mil y una “desapariciones” y “fusilamientos”. Muchos ciudadanos pasaban de la historia de otros, dejando correr la bola de nieve, capaz de llevarse a medio México por delante. El alcalde y su esposa, que iba a ser su sucesora, Maria de los Ángeles Pineda, están en prisión por la vorágine creada en torno a los 43 normalistas desaparecidos. Han tenido mala suerte. Su perturbadora historia se suma a la escuálida lista de los casos investigados. Nicolás Mendoza Villa es un superviviente. En la madrugada del 1 de junio de 2013, secuestrado, maniatado y torturado, vio cómo el “alumno aventajado” de Gary Stanley Becker, mataba de un tiro en la cabeza a su rival político, el ingeniero Arturo Hernández Cardona, líder de Unidad Popular, un movimiento de defensa de los campesinos. Entonces pensó que él sería el siguiente en morir. “Sólo pedí que arrojaran mi cuerpo cerca de una carretera para que mi familia pudiera hallarlo”, recuerda. El destino le deparó otra suerte. Cuando le trasladaban para asesinarle, pudo escapar. Desde entonces es un fugitivo en su propia tierra. El crimen organizado ha puesto precio a su cabeza.

Hace medio siglo, Gary Stanley Becker publicó su artículo, que pronto se haría famoso, sobre lo que llamó “La economía del Crimen”. Gary nació en Pottsville, Pensilvania, en 1930 y murió en Chicago, Illinois, el 3 de mayo del 2014, fue un economista estadounidense y profesor de la Universidad de Chicago. Recibió el Premio Nobel de Economía en 1992 por ampliar el dominio del análisis microeconómico a un mayor rango de comportamientos humanos fuera del mercado. Fue un destacado representante del liberalismo económico. Su hipótesis microeconómica resulta simple y atractiva.

Así sea en el segmento especial del crimen, el delincuente se encontrará en un magnífico ambiente de negocios. Para seguir con las metáforas económicas neoclásicas, encontrará una oferta de “inversión” amplísima, un mercado no regulado, una alta rentabilidad y cosas por el estilo. Dadas estas condiciones, un individuo racional amoral encontrará absurdo no delinquir, pues el balance entre las potenciales ganancias y costos -sanciones- es positivamente alto.

Brillante, incisivo y excepcionalmente creativo, Becker no fue uno más. No fue siquiera un Nobel más. Su trabajo, desarrollado a lo largo de seis prolíficas décadas, supuso un antes y después en la disciplina y en las ciencias sociales en general, y los efectos se sienten todavía en campos de lo más variado. Rompió moldes investigando sobre discriminación (su tesis doctoral, después convertida en libro), racismo, la familia, educación, capital humano (ahora un término habitual, entonces un tabú), el salario mínimo, el altruismo, la inmigración, el coste de los restaurantes, competencia o democracia, convirtiéndose en uno de los autores más citados entre sus pares, quizás el economista más importante del siglo XX. Fue diferente porque nunca quiso estar en una torre de marfil, ni se escondió detrás de matrices y ecuaciones. Para Becker la economía no era tanto un campo de estudio como un método de análisis, uno que combinar con otros para entender el comportamiento humano y comprender, de verdad, el funcionamiento de la sociedad. Incluso en sus partidos de tenis en Chicago, que jugaba maximizando la utilidad de cada uno de sus golpes contra adversarios mucho más jóvenes. De forma muy práctica, en cosas que vemos cada día, protagonizamos o sufrimos. Y del marco analítico que construyó se benefician hoy la sociología, la disciplina que siempre amó y de la que nunca se separó; la ciencia política; la demografía; el derecho… Incluso la criminología. .

Su paradigma se sustentó sobre la idea de que los seres humanos toman decisiones por un motivo, que valoran pros y contras, barajan opciones y responden a incentivos. Que hay interés propio, egoísmo, búsqueda de la riqueza, sí, pero no sólo ni principalmente siquiera. Becker insistió una y otra vez en que todos respondemos a múltiples estímulos e influencias. En banquero, el adolescente enamorado y el drogadicto. Y por ello, prácticamente todo aspecto del comportamiento humano no le es o no le debería ser ajeno a la ciencia económica. Es por eso mismo que la Academia Sueca le concedió el más preciado galardón, “por haber extendido los dominios del análisis microeconómico a un rango más amplio del comportamiento y la interacción humana, incluyendo comportamientos fuera del mercado”. Su análisis servía para explicarle a un país todavía segregado que la discriminación tiene un enorme coste para la nación y para los discriminados, pero también para los propios discriminadores. Una visión extraña, inesperada y francamente impopular durante una década, hasta que la lucha por los derechos civiles de los años 60 le trajo la popularidad. Y eso que argumentaba en términos muy fríos, estudiando costes para un empresario por discriminar por raza o sexo a un trabajador productivo y competitivo.

A Nayeli Irineo le daba miedo ir al trabajo, pero no podía dejarlo. Su sueldo como bailarina era el sustento de sus padres, su hermano más pequeño y sus dos hijos, de tres y cinco años. Procuraba no meterse en problemas con nadie. Tomaba todas las precauciones posibles. El martes, 27 de agosto, un comando armado incendió El Caballo Blanco, el bar donde trabajaba. La masacre dejó al menos 29 muertos y 8 heridos. “Cuando nos dijeron que murió asfixiada no lo podíamos creer”, cuenta Carlos Gómez, su tío, mientras trata de contener la impotencia: “Tenía 24 años”. Nunca antes un ataque había conmocionado tanto a Coatzacoalcos, una de las ciudades más peligrosas del Estado de Veracruz y de México. “Esta es nuestra realidad, el tema es que nunca sabes cuándo te va a tocar y esta vez le tocó a Nayeli”, dice Gómez resignado. Todos los días se respira la violencia, pero hoy la desesperanza sofoca.

Las primeras noticias comenzaron a salir pasadas las diez de la noche. Los agresores irrumpieron en el bar, abrieron fuego contra los asistentes y después lo hicieron arder. Algunos testigos dicen que con cócteles molotov, otros afirman que vieron granadas y gasolina, todos escucharon el estruendo de las explosiones. Antes de que empezara el incendio, los atacantes bloquearon las puertas de salida para que nadie pudiera escapar. Pocos sobrevivieron. Los últimos cuerpos fueron rescatados sobre las seis de la mañana. Varios cordones policiales desperdigados custodian la escena del crimen 24 horas más tarde, dos uniformados con pasamontañas hacen guardia con armas largas y la luz de las sirenas alumbra la fachada del local, que permanece casi intacta. Atrás quedaron las ambulancias, los peritos y los destrozos, hacia dentro todo es oscuridad.

“Me enteré por Facebook y manejé toda la noche desde Cancún”, asegura David, de 51 años. Su esposa, Rocío González, de 53, había empezado a trabajar como limpiadora en El Caballo Blanco hace cuatro días. “No hay palabras para decir lo que siento, que Dios perdone a quienes hicieron esto porque no tiene nombre”, lamenta David, que pide que no se revele su apellido por miedo. «Coatzacoalcos se está volviendo un pueblo fantasma por la inseguridad”, afirma, mientras espera en la Fiscalía a que le entreguen el cuerpo de su mujer. Una treintena de personas, las últimas en identificar a sus familiares, aguardan sentadas sobre sillas de plástico y lloran a sus víctimas a las puertas de las oficinas. El principal sospechoso fue identificado como Ricardo Romero, alias La Loca, y señalado como jefe operativo del Cartel Jalisco Nueva Generación (CJNG), que se disputa la plaza con Los Zetas. Tras el señalamiento contra Romero como supuesto autor material comenzó un nuevo capítulo de una larga pelea entre el Gobierno y la Fiscalía locales, desmintiéndose y culpándose mutuamente en redes sociales por el desbordamiento de la violencia y por una tragedia que, se insinuaba, pudo haberse evitado encerrando a La Loca, que fue arrestado dos veces en las últimas semanas.

El ataque contra El Caballo Blanco no fue un caso aislado. La tienda Bama fue incendiada el pasado 29 de mayo. El bar La Catrina fue atacado el 16 de julio y una mujer sufrió quemaduras y disparos. Dos días después se prendió fuego a una concesionaria automotriz y a una tienda de cocinas. El bar Mangos fue incendiado el pasado 22 de julio. En casi todos los casos, los dueños se negaron a ser extorsionados, a pagar el llamado derecho de piso. La masacre de Coatzacoalcos abre también la herida de Minatitlán, un municipio aledaño en el que fueron asesinadas 14 personas en una fiesta en abril pasado. El avance de la violencia ha sido progresivo y se ha asentado. Entre enero y julio de 2015 hubo 13 homicidios dolosos en Coatzacoalcos, según datos oficiales. Para el mismo periodo de 2016 fueron 28 y en 2017 fueron 57. Los primeros siete meses del año pasado sumaron 98. Y hasta julio de 2019 ha habido 66 asesinatos. Hasta el mes pasado, el Estado de Veracruz acumuló 835 homicidios dolosos y en medio de la barbarie, más del 85% de los casos quedan impunes, según la organización Impunidad Cero. La historia reciente de Veracruz se completa con el drama de las desapariciones forzadas, las fosas clandestinas, un gobernador tras las rejas por corrupción y la pugna por el tráfico de drogas. La Justicia tendrá que imponerse a la idiota animadversión política. Les importa un carajo el que si aplicamos la teoría de ‘La Economía del Crimen’, de Gary Stanley Becker, Coatzacoalcos e Iguala, en Veracruz y Guerrero, son líderes planetarios. Perturbadora conclusión.

@BestiarioCancun

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