EL BESTIARIO   SANTIAGO J. SANTAMARÍA  

 

Del ‘Watergate’ al ‘Rusiagate’

 

Richard Nixon nunca se atrevió a denostar al FBI como Donald Trump, el actual presidente estadounidense evoca en España a Carlos II

“El Hechizado”…

 

Apenas 40 horas de silencio, eso fue lo que duró la disciplina de Donald Trump, tras un sorprendente mutismo en Twitter, volvió a la carga. Su objetivo: el exdirector del FBI, James Comey, ante el Comité de Inteligencia del Senado le acusó de presionar en la investigación de la trama rusa. “Pese a tantas falsas declaraciones y mentiras, Comey es un filtrador”, dice el tuit escrito desde el Despacho Oval. El exjefe de los espías estadounidenses había reconocido que tras verse atacado por la Casa Blanca y buscando el nombramiento de un fiscal especial decidió hacer público parte del contenido de las notas que guardaba de sus conversaciones con el magnate de Manhattan. Con este fin se dirigió a un amigo, el profesor de leyes de la Universidad de Columbia Daniel Richman, y le pidió que se pusiera en contacto con un periódico, “The New York Times”, para que publicara su versión de lo ocurrido.

James Comey se dirigió al Senado bajo la mirada de un país entero. La víspera había hecho público el testimonio que iba a servir de base a su comparecencia. Siete páginas en las que detallaba sus tres encuentros y seis conversaciones con Donald Trump. La primera, el 6 de enero en la Trump Tower; la última, una llamada telefónica el 11 de abril. El presidente Donald Trump se contuvo. No tuiteó ni habló. Fue su abogado privado, Mark Kasowitz, el encargado de responder al exdirector del FBI James Comey. La contestación fue dura y presagia la estrategia de la Casa Blanca. Primero acusó a Comey de haber roto el secreto de las comunicaciones, el privilegio presidencial que impide a sus colaborares hacer públicas las conversaciones en la Casa Blanca. Luego, el letrado ahondó el cerco defensivo negando que Trump hubiese pedido lealtad a Comey, que le hubiese presionado en ningún momento o que le hubiese pedido dejar fuera de las pesquisas al destituido consejero Nacional de Seguridad, Michael Flynn. “Nunca, nunca en forma o sustancia trató de bloquear las investigaciones”, remachó Kasowitz.

El relato ofrece una mirada única al interior de la Casa Blanca, pero sobre todo revela el choque entre el perturbador y excesivo multimillonario de Nueva York y un funcionario de larga carrera conocido por su integridad y sus valores religiosos. Con evidente escándalo, Comey, de 56 años, describe en su texto los deseos del presidente, expresados en la intimidad del Salón Verde o el Despacho Oval, de atraerle a su causa, de que dejase de lado la investigación sobre el dimitido teniente general Michael Flynn o de que a él mismo le exonerase públicamente. Conversaciones privadas, directas e incluso brutales, en las que Trump igual negaba haberse acostado con prostitutas en Moscú, que le pedía lealtad o que le “despejase la nube” de la trama rusa.

Los bares de Washington sintonizan en Netflix la serie “House of Trump”. Algunos pubs organizan fiestas para seguir la comparecencia de Comey como si fuera la final de la Superbowl. La capital de las intrigas vive volcada -y con sorna- los avatares de la administración de Trump.“Yo no creo que estemos aún en un caso Watergate, pero tiene potencial para serlo”, decía Pegi Giegannon, una fotógrafa jubilada que se declaraba miembro de la “resistencia”. Había llegado con el tiempo justo a “The Partisan” y no cabía una punta de alfiler más. Tenían preparados dos cócteles especiales para el día “La última palabra” y el “Tira la bomba”. Hay algo de catarsis en el humor con el que se afronta el drama político. Nada de lo que ocurre junto al río Potomac es broma, ni un “spin off” de House of Cards. Cuando Comey dice que se arrepiente de haber cancelado una velada con su esposa por cenar con Trump, el “Union Pub”, se llena de suspiros y aplausos. No todo es tan cínico en Washington.

La noche del 8 de agosto de 1974 Richard Nixon anunció en un tenso y desafiante discurso televisivo que al día siguiente dimitiría como presidente de Estados Unidos. Tras cuatro décadas, el término Watergate sigue integrando el imaginario colectivo de EU. Y eso, pese a que más de la mitad de la población actual no había nacido en junio de 1972 cuando cinco personas, contratadas por el comité de reelección del republicano Nixon, fueron descubiertas colocando micrófonos en la oficina del Partido Demócrata en el complejo de edificios Watergate en Washington. Era el inicio del escándalo que finiquitaría su presidencia y mancharía para siempre su figura.

La teoría del presidente loco ha quedado superada. Ahora prospera la impresión de que se ha instalado en la Casa Blanca un niño, que además es maleducado y caprichoso, ignorante y consentido. Rusia entera se ríe a mandíbula batiente de las proezas del “candidato” que sus servicios promocionaron en la campaña electoral. La última ha sido la revelación de secretos facilitados por el espionaje israelí sobre el Estado Islámico en Siria, en un doble gesto de persona inmadura, para exhibir su información privilegiada y congraciarse con los rusos. Los desperfectos son terribles: en la seguridad de los agentes sobre el terreno, en la confianza de los servicios israelíes y del resto del planeta, en la fiabilidad política de la Casa Blanca y en la seguridad de EU, en definitiva.

¿Cómo se explica que el partido republicano siga confiando en un personaje tan atrabiliario en vez de promover una investigación sobre sus relaciones con Rusia y quizás su destitución? ¿Cómo ha podido llegar hasta aquí un individuo de tan escasas cualidades personales, políticas y morales? ¿En qué ha fallado el sistema político estadounidense, con su complejo sistema de primarias y sus numerosos checks and balances? La presidencia de Donald Trump es la demostración más palpable de que la democracia más perfecta puede terminar incurriendo en los peores vicios de la sucesión monárquica, cuando la calidad de los gobernantes absolutos y el destino de los pueblos dependían del azar de una filiación genética. Estados Unidos en manos de Trump es como España en manos de Carlos II, el “Hechizado”, último Austria y símbolo de la decadencia del imperio.

 

@SantiGurtubay

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