EL BESTIARIO SANTIAGO J. SANTAMARÍA
No queremos depender de Silicon Valley
Los gobiernos investigan tecnologías digitales propias para liberarse de los oligopolios de EU…
SANTIAGO J. SANTAMARÍA
En medio de la angustia generalizada que provoca el inevitable ascenso del nacionalismo y el populismo, resulta fácil pasar por alto que, en los dos últimos años, ha habido también algunas transformaciones sorprendentes y verdaderamente útiles en la opinión pública mundial. Al parecer, y pese a poner todo su empeño en que no sea así, incluso el actual inquilino de la Casa Blanca, Donald Trump, puede causar algún efecto positivo en el mundo. Donde más visible es este giro es en la manera que tenemos de acercarnos a los dilemas legislativos y políticos relacionados con las tecnologías. La idea misma de lo “digital” como un ámbito mágico e intocable que iba a traer prosperidad a todos, disrupción a disrupción- está hoy muerta. Las preguntas espinosas en torno a la tecnología no son ya el terreno de los hippies acomodados de la revista “Wired” o de las charlas TED. Por el contrario, esas cuestiones han regresado al terreno del comercio internacional, el desarrollo económico de los Estados y la seguridad nacional. Evgeny Morozov, investigador de la Universidad de Stanford en Estados Unidos, ha escrito dos libros de obligada lectura: “El desengaño de Internet. Los mitos de la libertad en la red” (“The Net Delusion. TheDarkSide of Internet Freedom”) y “La locura del solucionismo tecnológico” (“To Save Everything, Click Here”).
“¿Qué nos enseñan los profetas de lo ‘digital’ sobre el mundo que hay ahí afuera? No mucho, dice el consenso actual. ¡Amén! Y por eso los gobiernos, a los que se consideraba demasiado torpes para actuar en la era ‘digital’, han vuelto al tablero y han adoptado una postura mucho más intervencionista e insisten en restablecer su soberanía en el plano tecnológico…”, recalca Evgeny Morozov. China, con su nueva ley sobre ciberseguridad y su impulso a todos los niveles para alcanzar la hegemonía global en inteligencia artificial, ha sido el foco de todas las miradas. Pero no es el único país que promueve su propia agenda tecnológica. Rusia ha anunciado recientemente sus planes para exigir a los funcionarios que utilicen teléfonos móviles de fabricación y software nacionales. Para facilitar esto, Rostelecom, el gigante de las comunicaciones de propiedad estatal, ha comprado las dos empresas dueñas de Sailfish OS, un sistema operativo para móviles desarrollado inicialmente por Nokia. Para indignación de las empresas estadounidenses, India quiere que las compañías tecnológicas y de pagos extranjeras almacenen sus datos dentro de sus fronteras, ostensiblemente por razones de seguridad nacional, pero invocando también la necesidad de conservar su soberanía tecnológica. Varios pesos pesados de ese país -que ya han formado estrechas alianzas con gigantes tecnológicos chinos- han recibido con satisfacción esta noticia y esperan que les permita rivalizar en igualdad de condiciones con las plataformas tecnológicas de Estados Unidos.
El gobierno italiano, cuya coalición, formada por el Movimiento 5 Estrellas y la Liga de Salvini, está acostumbrada tanto a las controversias como a las malas políticas, ha hecho avances en la misma dirección y ha prometido impedir la venta de Sparkle, un importante operador de fibra. A esto hay que añadir un informe de los servicios de inteligencia de Bruselas donde se subrayan las connotaciones que tiene en materia de seguridad el hecho de que la Unión Europea dependa tanto de los dispositivos fabricados por la compañía china Huawei. Es de esperar que, con el tiempo, se aborde también la dependencia, mucho mayor del Viejo Continente con los sistemas y servicios de almacenamiento en la nube de las empresas estadounidenses. Curiosamente, la soberanía tecnológica es algo que también interesa mucho a dos países que, al menos en teoría, presumen de ser cosmopolitas e internacionalistas frente al proyecto nacionalista de Donald Trump: Francia y Alemania. Si uno no está a favor de la soberanía tecnológica, ¿de qué es partidario? La respuesta habitual solía ser la globalización y el libre comercio. Pero hoy ya no quedan gobiernos capaces de seguir predicando de forma convincente a favor de la liberalización del comercio en datos, software o hardware. Por ello, todos los gobiernos se ven obligados a escoger entre dos opciones: reafirmar la soberanía tecnológica o no hacer nada, por falta de buenas ideas o de poder, o por las disputas políticas internas (como en el caso de Reino Unido)…
El tono en el debate tecnológico actual es más duro que antes; lo “digital” ha dejado de ser la panacea que antes se pensaba que era. Sin embargo, lo que el debate ha perdido en decencia lo ha ganado en realismo, porque es mucho más evidente lo que está en juego: ya no estamos discutiendo sobre los méritos de la “digitalización” en abstracto, sino que lo que está en liza son las consecuencias de permitir que sectores estratégicos caigan en manos de potencias extranjeras. Ahora que el Pentágono estadounidense ha hecho pública una Estrategia Cibernética Nacional, que autoriza a las Fuerzas Armadas a emprender operaciones cibernéticas ofensivas con escasas restricciones, no se puede dar por descontada la capacidad de resistencia de las infraestructuras digitales nacionales. Si, por lo visto, Barack Obama no tuvo reparos en autorizar que se pinchara el teléfono de la canciller alemana Angela Merkel, ¿quién va a confiar en que su sucesor, Donald Trump, se resista a esta tentación?
El canibalismo era una antigua práctica gastronómica que consistía en comerse los humanos unos a otros mediante sacrificios rituales o simplemente por hambre. Aunque está asociado a algunas tribus de cazadores de cabezas que devoraban el cerebro del enemigo para adquirir su fuerza, el canibalismo hoy sigue vigente bajo la especie informática a través de las cuatro o cinco empresas que dominan el mundo de la comunicación. De la misma forma con que se ceba a las ocas por sonda para obtener un exquisito paté de su hígado hipertrofiado, así convierte el sistema nuestro cerebro, a través de las redes sociales, en una de esas sopas, que tanto le gustan a Drácula. Hubo un tiempo en que unos gigantes de la filosofía y de la ciencia, Pitágoras, Sócrates, Copérnico, Galileo, Newton, Einstein y Hawking, nos hicieron creer que el conocimiento sin límites depararía progreso, libertad e independencia a la humanidad. Ese sueño se ha desvanecido.
Puede que usted aún se crea libre e independiente, pero no es más que un producto nutritivo, atiborrado de publicidad e información tóxica, dispuesto para el festín de los nuevos antropófagos del sistema quienes por medio de los dispositivos móviles, de los “big data”, de los “blockchains”, de las múltiples aplicaciones de la inteligencia artificial controlan todos los movimientos, hábitos y tendencias de nuestra vida. Somos como nos quiere el poder: consumidores autómatas, controlados, alegres y desarmados. El conde Drácula ha adquirido una forma digital. Hoy todo el mundo va con el móvil en la oreja, pegado a la yugular, sin saber que es el lugar más propicio para que el vampiro ponga a trabajar sus colmillos. Pero al final del banquete, ¿dónde depositará los cráneos y carcasas vacías cuando el conde Drácula nos haya chupado toda la sangre? En el móvil tiene que haber una aplicación. Pulse infierno. Una última pregunta: ¿Mark Zuckerberg es un robot?
@BestiarioCancun