Campaña mundial contra los derechos LGTBI

El ascenso de la ultraderecha y del discurso de odio en las democracias se suma a una oleada de extremismo religioso

 

Santiago J. Santamaría Gurtubay

El Bestiario

Allá donde se abren paso los derechos de las personas LGTBI en el mundo, sea con leyes que reconocen el matrimonio homosexual o la identidad administrativa de las personas trans, se produce una reacción más o menos virulenta. La lucha histórica del colectivo, que celebró hace unas horas su día internacional, está sembrada de avances y retrocesos, pero ahora esa dinámica está virando rápidamente hacia la involución. Y ocurre en todo el mundo. LGBT o LGTB es la sigla compuesta por las iniciales de las palabras Lesbianas, Gais,  Bisexuales y Trans. En sentido estricto, agrupa a las personas con las orientaciones sexuales e identidades de género relativas a esas cuatro palabras, así como las comunidades formadas por ellas. La ofensiva es clara en varios países de la Unión Europea, alentada por una ultraderecha que ha visto en cercenar los derechos del colectivo un material electoral e ideológico explosivo.

En España, donde los derechos están consolidados en la sociedad desde hace casi dos décadas, está en vigor desde hace cuatro meses una de las normas más avanzadas del mundo para las personas LGTBI, la llamada ley trans, colocada por las derechas, tanto del Partido Popular como Vox, en el punto de mira durante esta campaña electoral. El próximo 23 de julio, los españoles votarán para mantener en el poder al actual presidente Pedro Sánchez Pérez-Castejón, del socialdemócrata PSOE, o al dirigente del PP, Alberto Núñez Feijóo. Coincidiendo con el ‘txupinazo’ o inicio de los ‘Sanfermines’, popularizados por el escritor estadounidense Ernest Hemingway, Nobel de Literatura, el pasado siglo. Estas fiestas contemplan ocho encierros con toros bravos por el casco histórico de la capital de Navarra, en el Norte de España, en el País Vasco, en Pamplona.

Mientras que en las democracias los mensajes de odio y el uso político de los derechos LGTBI tienen una potente carga ideológica que envenena el discurso público y pone en riesgo la seguridad física de las personas del colectivo, en los regímenes autoritarios y dictaduras como Rusia y Arabia Saudí, se penaliza —en el último caso, junto con Irán, con la pena de muerte—, invisibiliza y borra cualquier diversidad sexual. En 32 de los 54 países de África la homosexualidad está prohibida, atravesados por una corriente religiosa ultraconservadora que anida también, de forma casi contagiosa, en países más tolerantes, como Senegal. ‘El mapamundi de los derechos LGTBI’ es inmenso y desigual. Lo que realmente es nuevo es que cada vez hay más países que sufren reveses legales y cuya situación jurídica empeora.

Pese a un deterioro de la situación en algunos países y un incremento de los discursos hostiles, Europa sigue siendo una de las regiones donde más segura se puede sentir la comunidad LGTBI. De los 35 países del mundo donde está legalizado el matrimonio homosexual, 20 están en el Viejo Continente. Abrió camino Países Bajos, la primera nación del mundo en permitir que las parejas gais se casaran, en 2001. España lo hizo en 2005. Este año, lo han hecho Andorra y Estonia, que acaba de convertirse en el primer país báltico —y ex república soviética— en dar ese paso. España, además, tiene desde hace cuatro meses una ley de referencia en todo el mundo para blindar y ampliar los derechos de las personas trans y del resto del colectivo. Aun así, hay muchas sombras, que son cada vez más extensas y que van más allá de los dos países europeos más abiertamente anti-LGTBI, Polonia y Hungría.

La comunidad rusa LGTBI primero fue silenciada con la excusa de que la sexualidad de uno debe quedar en casa. Una vez asimilado ese paso, han aparecido amenazas muy recientes aún más graves. El Parlamento ruso tramita un proyecto de ley que prohibirá el cambio de sexo a las personas trans, un derecho reconocido por la ONU y, en cierto modo, por la antigua Unión Soviética. Además, el presidente, Vladímir Putin, ha ordenado crear un instituto “para la investigación del comportamiento sexual de la gente LGTBI”, una iniciativa que ha desatado el temor a que permita la proliferación de centros de reeducación de homosexuales. Para los activistas consultados, se ha truncado la vida “de toda una generación”.

Los derechos de esos colectivos se encuentran bajo un asedio sin precedentes, que no ha parado de crecer desde la sentencia del Tribunal Supremo de Estados Unidos que legalizó en 2015 el matrimonio homosexual. La comunidad más perseguida es la de las personas trans. En solo dos años, al menos 19 Estados, gobernados por el Partido Republicano, han promulgado o están en proceso de aprobar leyes que prohíben los tratamientos de “reafirmación de género” para los menores. En algunos lugares, como Florida, también limitan el acceso a esos cuidados a los adultos. En Tennessee, entre otros Estados, se han prohibido los espectáculos públicos de drags.

Son los efectos de la guerra ideológica declarada por el movimiento conservador estadounidense tras lograr que el Supremo coartara los derechos de salud reproductiva de las mujeres con la sentencia que tumbó el año pasado la protección federal del aborto. Esa batalla, que comenzó con leyes que perseguían la presencia de atletas trans en el deporte femenino o las normas de uso de los baños públicos para las personas trans, también se libra en las escuelas, donde los libros que proponen historias sobre diversidad sexual son perseguidos, excluidos de las bibliotecas y sacados de los currículos académicos. El tema se ha convertido en uno de los argumentos favoritos entre los candidatos a obtener la designación republicana para las elecciones presidenciales de 2024.

En las últimas dos décadas, Latinoamérica ha avanzado con paso firme en el reconocimiento de los derechos de las personas LGTBI. Sin embargo, lo alcanzado por la vía legislativa y judicial no se ha traducido en una reducción de la violencia, la homofobia y la transfobia. Por el contrario, estas manifestaciones de odio han ido en aumento. Entre 2014 y 2021, alrededor de 3.961 personas de la comunidad fueron asesinadas en la región, según Sin Violencia LGBTI, que agrupa a organizaciones de 11 países. El avance de las leyes sobre el papel no termina de verse materializado en sociedades tradicionales e históricamente conservadoras. A medida que unos países han reconocido derechos, se han producido retrocesos en otros como reacción de los grupos conservadores, las iglesias y los gobiernos de derecha, por ejemplo, con la proliferación de las mal llamadas “terapias de conversión”. Pese a ello, la importancia del activismo en las calles y las movilizaciones de la sociedad civil han sido fundamentales para la conquista y el reconocimiento pleno de estos derechos.

Mientras hay países a la vanguardia como Argentina, México y Colombia, existen regiones como Centroamérica y el Caribe que acusan rezagos importantes: por ejemplo, el matrimonio entre personas del mismo sexo está prohibido en Honduras, Guatemala y El Salvador, y ser gay es un delito en Jamaica. Dos reclusos de la comunidad LGTBI, en el Centro Preventivo Varonil de Oriente de la Ciudad de México, este junio. Bolivia, Ecuador, México y Cuba recogen los derechos de las personas LGTBI en la Constitución de sus países, mientras que el matrimonio entre personas del mismo sexo es reconocido en Argentina (el primero que lo aprobó, en 2010), Uruguay, México, Colombia, Costa Rica, Brasil, Ecuador, Chile y Bolivia. Cuba ha sido de los últimos en reconocer este derecho el año pasado, que es una asignatura pendiente en Perú, Paraguay o Venezuela. A la par, han avanzado la adopción y las leyes de reconocimiento de identidad y expresión de género para las personas trans y no binarias. En América Latina, 19 países reconocen la posibilidad de que cambien el nombre, sexo y género en sus documentos oficiales.

América Latina sigue siendo, sin embargo, una de las regiones más violentas del mundo contra la comunidad LGTBI. La falta de cifras oficiales de los gobiernos y la ausencia de clasificación de estos delitos como delitos de odio impide conocer su dimensión real. Casi el 90% de estos ataques se focalizaron en Colombia, México y Honduras, países atravesados por contextos de violencia generalizada que impregna las agresiones. En Colombia, el renacer del conflicto armado pone a la población LGTBI en la mira como una forma de control social. Brasil puede ser considerado una especie de paraíso para las personas transexuales sin haber dejado de ser, simultáneamente, un auténtico infierno para esta minoría, con más de 1.700 muertes en la última década. Encabeza desde hace más de una década la clasificación mundial de asesinatos registrados (que no perpetrados) de personas trans.

Una ola de homofobia recorre África. Uganda acaba de aprobar una de las leyes más represivas contra el colectivo LGTBI de todo el continente, pero no es un caso aislado. Países como Tanzania y Sudán del Sur e incluso regímenes más democráticos como Ghana o Kenia también estudian endurecer su legislación en contra de las personas gais, lesbianas y trans. Activistas coinciden en señalar dos factores detrás del fuerte respaldo popular a estas medidas: el creciente peso del extremismo religioso, tanto cristiano como musulmán, y el auge del sentimiento antioccidental, que identifica a estas orientaciones sexuales como “desviaciones” impuestas desde el Norte global, ajenas a las culturas africanas. La homosexualidad está prohibida en 32 de los 54 países africanos. Si bien Sudáfrica tiene una de las legislaciones más avanzadas en el reconocimiento de derechos a la comunidad LGTBI, lo que incluye el derecho al matrimonio para personas del mismo sexo, y en otros países se ha avanzado hacia la despenalización, como Angola o Mozambique, lo cierto es que la tendencia general es la inversa.

Casi todos los países de Oriente Próximo criminalizan por ley o en la práctica el sexo homosexual, con escasas excepciones como Baréin y Jordania, donde las relaciones consentidas entre adultos del mismo sexo no son ilegales siempre que se mantengan ocultas. Entre los Estados que han institucionalizado la persecución a la comunidad LGTBI, sobresalen tres por su uso habitual de la pena capital contra esta minoría: Arabia Saudí, Irán y Yemen, que castigan las relaciones homosexuales con la muerte por decapitación, ahorcamiento o lapidación. En Yemen, solo se ejecuta a los hombres, mientras que las lesbianas se arriesgan a pasar entre tres y cuatro años en prisión, siempre que no sean condenadas también por otros delitos ajenos a su orientación sexual. En Qatar, Emiratos Árabes Unidos, Afganistán y Pakistán se dictan de forma esporádica condenas a muerte contra personas LGTBI, aunque lo más habitual son las penas de prisión, al igual que en Irak, Egipto y Omán. Estas condenas oscilan entre varios meses y entre tres y siete años de cárcel, dependiendo del país. En 2020, Sudán eliminó la pena de muerte para los gais de su código penal.

La llegada al poder en Israel, hace medio año, de un Gobierno con ministros abiertamente homófobos y un poder inédito de los partidos religiosos y de ultraderecha han llenado de miedos al colectivo LGTBI. Israel no reconoce el matrimonio ni la adopción gay (solo es posible el religioso), pero es el país de Oriente Próximo más respetuoso con los derechos LGTBI, con un presidente del Parlamento fuera del armario. Una imagen de isla de modernidad en un mar de intolerancia que no pierde ocasión de proyectar, tanto por motivos políticos como por el atractivo turístico nicho de Tel Aviv. Los últimos seis meses han recordado a muchos, sin embargo, que Israel no acaba en Tel Aviv y sus alrededores. Hace apenas unos días, el día 20, Yitzhak Pindrus, diputado de Judaísmo Unido de la Torá, uno de los partidos ultraortodoxos que integran la coalición de gobierno, definió al colectivo LGTBI como “el mayor peligro para el Estado de Israel, más que el Estado Islámico, Hezbolá y Hamás”. “Si por mí fuese, no solo impediría la Marcha del Orgullo, sino todo el movimiento”, dijo. No está solo en el Ejecutivo. El ministro de Seguridad Nacional (al mando de la policía), Itamar Ben Gvir, es un ultraderechista que participó en una contramarcha del Orgullo en Jerusalén con burros y cabras. Se llamaba la “Marcha de las Bestias”, para comparar a los homosexuales con animales de granja. El de Finanzas, Bezalel Smotrich, se definió en el pasado como un “homófobo orgulloso”; y el de Legado, Amijai Eliyahu, escribió una columna de opinión sobre el “terrorismo LGTBI”. El más homófobo es Avi Maoz, el secretario de Estado que quiere reintroducir en los formularios estatales (incluido el del servicio militar, que es obligatorio) las casillas “padre” y “madre”. Ahora hay una fórmula neutra.

Asia es un continente inabarcable, también en cuanto a derechos LGTBI. La disparidad es inmensa, en numerosos países se ha avanzado, en otros se han dado pasos hacia atrás. Pero en resumen se puede decir que se encuentra a años luz de la Unión Europea. La isla autogobernada de Taiwán fue el primer lugar y de momento el único en reconocer las uniones del mismo sexo (en 2019). En Tailandia, donde vive una de las comunidades LGTBI más toleradas, los ganadores de las últimas elecciones (que aún no han formado Gobierno) quieren dar el mismo paso. En varios Estados la invisibilidad es la tónica. En otros, la persecución y el estigma. Indonesia, el país con la mayor población musulmana del mundo, aprobó en diciembre una ley que prohíbe el sexo extramarital y la cohabitación entre parejas no casadas, un golpe que “viola los derechos de las mujeres, las minorías religiosas y las personas lesbianas, gais, bisexuales y transexuales”, según Human Rights Watch. Singapur en cambio legalizó en enero el sexo entre homosexuales, un hecho que sigue penado en Malasia, Bangladés y Myanmar. La pandemia supuso un giro de tuerca más. Los confinamientos provocaron en Asia un aumento de la transfobia y la homofobia y de los prejuicios, la estigmatización, los abusos verbales y la violencia física.

Corren malos tiempos para la comunidad LGTBI en China. En un país que levantó las penas contra la homosexualidad en 1997, los primeros años dos mil conformaron un despertar del movimiento y de la defensa de los derechos. Últimamente, esa apertura ha cambiado de rumbo. Las leyes han restringido a la sociedad civil y han afectado desproporcionadamente al movimiento LGTBI, mermando su capacidad de movilización. La persecución extrajudicial se ha convertido en algo habitual para activistas. Sufren de forma rutinaria “acoso e intimidación, y casi todas las organizaciones se han visto obligadas a cerrar por completo o suspender actividades.

India descriminalizó la homosexualidad en 2018 gracias a una histórica sentencia de la Corte Suprema que puso fin a una vieja norma de la era colonial. Pero todo lo que tiene que ver con la diversidad sigue siendo un complejo tabú en este inmenso país. “La comunidad LGTBI de la India sigue sufriendo discriminación sistémica en los mejores casos y violencia insidiosa en los peores”, denuncia un artículo reciente publicado por la fundación Women’s Media Center. La legislación india reconoce derechos básicos de esta comunidad, incluida la autodeterminación de género y la identificación como un tercer género, prosigue el texto. La cohabitación entre personas del mismo sexo no está penalizada, pero el matrimonio no está legalmente reconocido, lo que impide a las parejas tomar decisiones como nueva familia. Esto podría cambiar pronto en un caso que ha levantado expectación en el país: varias parejas han solicitado a la Corte Suprema que legalice el matrimonio del mismo sexo

La obra maestra de Harper Lee describe lo que significa vivir en una sociedad basada en el racismo, como parecen añorar algunos partidos de ultraderecha. Gregory Peck y Brock Peters protagonizaron la adaptación cinematográfica de ‘Matar a un ruiseñor’. El asesinato de una mujer durante un atraco en la plaza madrileña de Tirso de Molina y la revuelta en las ‘banlieue’ (barrios pobres de emigrantes en Francia), después del homicidio de un menor en un control policial, han desatado una ola de declaraciones racistas en los partidos de la ultraderecha, entre ellos el español Vox, y en la prensa que jalea a estas formaciones políticas, que ocupan cada vez mayores espacios de poder en Europa y Estados Unidos. Lo extraño no es que los ultras sean racistas, es una de las bases de su ideología; lo que parece chocante es la forma abierta e indisimulada con la que se muestran esos sentimientos. Se ha convertido en moneda corriente la teoría del ‘Gran reemplazo’, un repugnante bulo que mezcla el antisemitismo con el racismo, porque acusa, entre otros al financiero George Soros, un judío, de promover la llegada masiva de inmigrantes musulmanes para sustituir a los blancos cristianos, que según esta visión racista del mundo son la esencia de Europa.

Todo tiene sus límites, claro: el ministro de Economía de Finlandia, el ultraderechista Vilhelm Junnila, tuvo que dimitir tras diez días en el cargo por sus declaraciones racistas. Junnila había elogiado al Ku Klux Klan en sus redes sociales y había hecho guiños al número 88, en referencia a Heil Hitler. Eso era de sobra conocido cuando fue nombrado para ocupar uno de los puestos más importantes en cualquier Gobierno. No es una sorpresa el arraigo de la ultraderecha en los países del norte de Europa —antes de la matanza de Utoya, el nazismo oculto había sido tratado por los grandes autores de novela negra nórdicos como Jo Nesbo, Stieg Larsson o Henning Mankell—. Lo aterrador es que no se trata de movimientos subterráneos, sino de cosas que se dicen a plena luz del día.

La derecha radical ya está en España. No tiene sentido plantear las elecciones como una alerta ante el peligro del fascismo cuando la agenda nativista, antifeminista y ultranacionalista de Vox ya ha sido normalizada por el PP en sus pactos de gobierno regionales. El peligro de la derecha radical en la política europea estuvo ausente en España hasta hace algunos años. En 1997, el politólogo Herbert Kitschelt llegó a afirmar en ‘The Radical Right in Western Europe’ que la excepcionalidad española se debía a que este país aún no contaba con una economía posindustrial en la que la mayoría de la población ocupada trabajaba en el sector de servicios. Otros investigadores lo atribuían al peso de un supuestamente persistente recuerdo de la dictadura franquista. A pesar de que ya habíamos tenido noticias antes, con la emergencia de Plataforma per Catalunya, esto cambió con la irrupción de Vox en diciembre de 2018. Su crecimiento ha sido vertiginoso desde su aparición en el Parlamento andaluz.

El Partido Popular ha parecido olvidar repentinamente que los ejes centrales de la política de Vox —el nativismo, el tradicionalismo, el antifeminismo, el securitarismo-autoritarismo, el ultraliberalismo económico y un nacionalismo exacerbado— representan ataques directos a algunos de los principios de la democracia liberal que, si bien en su formulación original y en sus marcos normativos no hablase de minorías sexuales o de inmigración, ha ido adaptando sus parámetros hasta lograr grandes consensos que ahora parecen estar bajo amenaza. ¿Es posible que el partido de Feijóo gobierne con un partido que cuenta en sus filas con nostálgicos del fascismo, sintoniza con las tesis de la derecha radical europea y mundial, pretende ilegalizar partidos políticos en nombre de la unidad de España, está a favor de recortar los derechos de los ciudadanos inmigrantes y quiere eliminar la protección de las minorías sexuales? Sí, es posible. La derecha radical está normalizada en España y las consecuencias de ello son imprevisibles.

Las razones que nos han traído hasta aquí son diversas. Tienen que ver con factores económicos y políticos: la Gran Recesión de 2008 y las políticas austericidas aplicadas, los problemas derivados de la conformación de la Unión Europea y su ampliación hacia el Este, la influencia de la cuarta ola de la derecha radical y la extrema derecha a nivel global y una grave crisis de intermediación entre el Estado y los partidos. En esta evolución de larga duración, la repentina convocatoria electoral del presidente Pedro Sánchez ha puesto sobre la mesa una cuestión recurrente en los últimos años. ¿Tiene sentido, como ya se intentó sin éxito en Madrid en mayo de 2021, plantear las próximas elecciones como una lucha plebiscitaria contra el peligro fascista? La apelación a la llegada inminente del fascismo no tiene sentido en términos históricos. Lo hemos planteado con Javier Rodrigo en un libro recientemente. El problema, sin embargo, va más allá de una cuestión terminológica o historiográfica: la derecha radical —no el fascismo, aclaremos— ya está aquí. No está por llegar, ya ha llegado.

Se trata, pues, de identificar correctamente de qué estamos hablando. Frente al peligro que representa un horizonte de gobierno compartido por Vox y populares, parece evidente que las fuerzas progresistas no pueden centrarse únicamente en las luchas culturales e identitarias. Las luchas culturales —la permanente “alerta antifascista” se inscribe en este marco, tanto como los últimos coletazos del ‘procés’ de Cataluña— son el terreno en el cual mejor se mueven las derechas radicales. Un terreno en el cual mandan las emociones y en el cual los populismos son regímenes de pasiones y emociones y la derecha radical pueden erosionar con éxito la democracia. La política democrática es otra cosa, es un espacio más complejo, imperfecto y siempre en mutación, pero fundamental para construir ciudadanía.

El problema no es la lucha entre fascismo y democracia. La cuestión central es cómo hacer frente a una potencial deriva antiliberal que se observa en Europa y parte del mundo, desde Italia hasta Estados Unidos, y que España tiene unas coordenadas propias. En este marco de normalización de Vox y la derecha radical, las fuerzas progresistas tienen poco que ganar con la “alerta antifascista”. La evolución política de nuestros países vecinos así lo demuestra. Por el contrario, tienen mucho que mantener y avanzar si articulan sus propuestas desde lo que puede hacerse y sobre todo desde lo que se ha hecho, desde una propuesta centrada en la ampliación de derechos y en lucha contra las desigualdades sociales y políticas que con errores, pero también con aciertos, se ha desarrollado en los últimos años en el país ibérico. Una política no plebiscitaria que nos ayude a huir de los peligros del viraje hacia regímenes aparentemente democráticos que pueden ser cada vez menos liberales. Una política, en suma, que nos emocione, sí, pero que lo haga desde lo razonable, desde lo que se ha hecho y desde lo que puede hacerse.

En la calle Atocha 75 de Madrid, capital de España, frente a la estación de metro de Antón Martín, han instalado una lona que cubre el edificio entero y grita a toda la ciudad. Su protagonista es un varón voc(x)ciferante que ruge con la ira de quien solo sabe gritar, no hablar. El sujeto en cuestión representa al machote que todo lo brama y el mensaje que berrea está escrito en mayúsculas, como todo lo suyo: “Tú a Marruecos. Desokupa. ¡A La Moncloa!”. Una foto tamaño edificio del actual presidente socialdemócrata, Pedro Sánchez, comparte cartel con el energúmeno, para que quede clara su electoralista misión. Y, como no podía ser de otro modo, la lona ha viajado de Madrid al cielo de Twitter, donde otros vo(x)ceros comparten y expanden el mensaje de odio que aúlla desde el corazón de Madrid. Como Dani Dsk, que ha conseguido más de un millón de reproducciones del cartel xenófobo en la red social que tantas alegrías dio a Donald Trump.

 

 

@SantiGurtubay

@BestiarioCancun

www.elbestiariocancun.mx

No hay comentarios