Allende y Pinochet, la ‘invertebración histórica’ de Chile
EL BESTIARIO
El presidente chileno intentó apaciguar, hace 50 años, un país polarizado con su ‘socialismo democrático’. El comandante en jefe del ejército regresa como un vampiro para asombrar al festival de Venecia, es ‘El conde’, de Pablo Larraín
SANTIAGO J. SANTAMARÍA GURTUBAY
El golpe militar de 1973 no tomó por sorpresa a nadie. Estaban quienes temían más bien la división de las Fuerzas Armadas y, con ello, una guerra civil; pero todos compartían que, ante la situación de polarización y caos a la que había llegado el país, un quiebre, en cualquier sentido, era ya inevitable. La diseminación de la sensación de fatalidad aquejaba también al espíritu del mismo Salvador Allende, que en los días previos al golpe hizo cada vez más público el flirteo con su propia muerte. La violencia que desplegaron las Fuerzas Armadas, con Augusto Pinochet al mando, la mañana del 11 de septiembre, así como durante los días posteriores, superó sin embargo todo lo previsto y, aun, lo imaginado. La idea de un ‘socialismo democrático’ no cuajó en la sociedad chilena y menos en el seno de sus militares., quienes ese día bombardearon el palacio de Gobierno, con el presidente de la República y sus colaboradores adentro. También el hogar donde permanecía la familia de Allende, en la calle de Tomás Moro.
En todo el país fueron perseguidos y apresados los dirigentes de partidos, de sindicatos, de organizaciones campesinas, de federaciones estudiantiles y de agrupaciones poblacionales sospechosos de ser cercanos al Gobierno caído o de haber tomado parte en huelgas y movimientos de reivindicación. Miles de militantes de partidos de izquierda debieron buscar asilo en embajadas. Se estigmatizó todo lo que hubiera tenido que ver con el Gobierno derrocado, sembrando el terror entre quienes se habían identificado con la Unidad Popular (UP), la coalición de izquierda del Gobierno derrocado. Todo esto en circunstancias en que, a pesar de la retórica revolucionaria anterior, la resistencia armada al golpe fue nula, y la Junta Militar, declaraba que su propósito no iba más allá de “restablecer la institucionalidad quebrantada”. Augusto Pinochet regresa ahora como un vampiro para asombrar al festival de cine de Venecia. ‘El conde’, de Pablo Larraín, logra el difícil reto de construir una sátira alrededor del dictador y su impacto en el Chile de hoy en día sin banalizarlo ni olvidar sus atrocidades. Augusto Pinochet en la ficción tiene 250 años, y es un vampiro. Imposible. Absurdo. Solo puede suceder en ‘El conde’. O sea, en una película.
Augusto Pinochet fue responsable de una dictadura que, entre 1973 y 1990, asesinó al menos a 3.000 ciudadanos, torturó o exilió a muchos más, aniquiló la oposición y las libertades, arrastró a su país hasta el neoliberalismo, robó y malversó dinero del Estado que juró proteger. Y nunca pisó la cárcel. La inmortalidad del dictador no resulta del todo falsa. Porque, para el cineasta, continúa vivo en la Constitución que aprobó, aún en vigor; en los grandes empresarios que se beneficiaron y le defendieron; en el legado de individualismo, desigualdad, “poca compasión mutua” y “codicia” que ha contagiado a sus connacionales; en las divisiones que todavía genera en el debate chileno. De hecho, nunca había aparecido en un largo de ficción, según el director. Quizás solo Pablo Larraín pudiera romper el tabú. La primera vez que alguien retrata al dictador en la gran pantalla en una sátira política sobre chupasangres.
¿A qué respondió la extrema violencia del golpe? Lo había advertido el general Carlos Prats, el comandante en jefe del Ejército que antecedió a Pinochet en ese cargo y quien fuera un leal colaborador del presidente Allende, lo que le valió ser asesinado junto a su esposa en Buenos Aires un año después, en septiembre de 1974: “cuando las Fuerzas Armadas intervienen —señaló—, lo hacen con una dureza que está fuera del radar de los civiles”. Los mandos militares rebeldes necesitaban dar una señal de severidad hacia cualquier tentación de disidencia dentro de sus filas y así lo hicieron. Suponían, además, una capacidad de resistencia de las fuerzas de izquierda que en realidad no eran más que bravuconadas, pero ante lo cual optaron por actuar preventivamente, aniquilándolas.
Más allá de la retórica propia de los tiempos de la Guerra Fría y de su efervescencia ideológica, lo que se propusieron Allende y la coalición política tras él, la Unidad Popular, no fue más que exacerbar las tres tendencias características del consenso que había imperado en Chile durante la segunda mitad del siglo XX: industrialización vía protección del mercado interno, integración social acelerada de los grupos populares y ampliación de la democracia política. La idea era avanzar, por una vía pacífica y constitucional, hacia un socialismo que Allende caracterizaba como “democrático, pluralista y libertario”. En octubre de 1972 se efectuó un prolongado paro de camioneros, respaldado por amplios sectores de las clases medias. Salvador Allende buscó entonces el concurso de la Iglesia católica para acercarse a la Democracia Cristiana, la principal fuerza de la oposición, presidida por Patricio Aylwin. Su cadáver tendido en un salón de La Moneda representó el fin de una época, con todo lo que ella tuvo de utopía y de tragedia. Es por eso que Salvador Allende no ha dejado de estar presente en la vida de Chile desde el 11 de septiembre de 1973. Para unos como un oráculo, para otros como esperpento, o un incómodo convidado de piedra; pero ahí está, imperturbable, inapelable, inmortal.
El filósofo y ensayista español, José Ortega y Gasset, nacido y fallecido en Madrid (1883-1955) escribió ‘España invertebrada’. “Después de haber mirado y remirado largamente los diagnósticos que suelen hacerse de la mortal enfermedad padecida por nuestro pueblo, me parece hallar el más cercano a la verdad en la aristofobia u odio a los mejores”. Hay que subrayar aquí que cuando Ortega habla de aristocracia y la opone a la masa no está haciendo una lectura política, sino casi de psicología social, y encuentra la misma oposición tanto dentro de la alta burguesía como dentro de las organizaciones obreras. El origen de este mal lo atribuye el autor a la falta de feudalismo en España, de un feudalismo fuerte y vital representado por los pueblos germánicos que se asentaron en Francia (los francos) y no el ensayado por los decadentes visigodos en la península ibérica. Retrotrae pues los problemas del ser hispánico hasta la Edad Media y no solamente la Edad Moderna y la decadencia imperial.
El año pasado, ‘Argentina, 1985’, de Santiago Mitre, afrontó desde el cine, justo aquí en Venecia, el juicio a la dictadura que allí impuso Jorge Videla. Se filmó una comedia sobre ETA en España, a la que luego siguieron varias. En Italia o Alemania surgieron parodias que imaginaban el regreso de Mussolini o Hitler. Algunos de esos países, eso sí, condenaron o eliminaron a su dictador. Chile —y la España de Francisco Franco—, no. “El trauma que se genera se debe a la falta de justicia. Es importante, como recalcaba el escritor argentino Julio Cortázar, quien escribió el cuento ‘Bestiario’ en 1951, que tengamos en cuenta que solo hay un medio para matar los monstruos; aceptarlos. Si no, se hacen eternos.
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