Albert Camus: “Incluso en la destrucción hay límites”

  • Su obra de teatro ‘Los justos’ reflexiona sobre cómo la violencia y la venganza consumen a los que la ejercen, en Gaza 75 años después

El Bestiario

Santiago J. Santamaría Gurtubay

Albert Camus, premio Nobel de Literatura y uno de los escritores del siglo XX que han dejado una huella más profunda en el XXI, estrenó ‘Los justos’ en 1949. Inspirada por hechos reales, la obra relata la historia de un grupo de terroristas que quieren atentar contra el Gran Duque ruso. Dos de ellos, los idealistas Dora y Kaliayev, están enamorados, pero dispuestos a renunciar a todo —a su amor, a la vida— por una causa superior: la esperanza de traer la libertad y la justicia al pueblo ruso. Pero el dramaturgo y novelista francés supo introducir en este breve texto todas las contradicciones y dilemas de la violencia política, incluso cuando se defiende una causa justa.

Cuando pasa la carroza con el duque y la duquesa, Kaliayev es incapaz de tirar la bomba porque viajan también dos niños en ella —un dilema que Brian de Palma copió en una escena clave de ‘Scarface. El precio del poder’, cuando Tony Montana se niega a matar a un político porque lleva a sus hijos en el coche—. Y eso da lugar a la escena más importante de la obra, que enfrenta sobre todo a Dora y Kaliayev contra el fanático Stepan, que defiende que cualquier muerte está justificada por una causa superior. Estos son algunos extractos de este momento crucial. “Kaliayev: Si decidís que hay que matar a esos niños, esperaré a la salida del teatro y lanzaré yo solo la bomba sobre la carroza. Sé que no fallaré. Decidid y obedeceré a la organización. Stepan: La organización te había ordenado matar al Gran Duque. Kaliayev: Es cierto, pero no me había pedido que asesinase niños. Dora: Abre los ojos y comprende que la organización perdería todo su poder e influencia si tolerase, por un solo momento, que niños fuesen destrozados por nuestras bombas…”.

“Stepan: No tengo suficiente corazón para esas naderías. Cuando decidamos olvidar a esos niños, ese día, seremos los dueños del mundo y la revolución triunfará. Foka: Ese día la revolución será odiada por toda la humanidad. Dora: Aceptamos matar al Gran Duque porque su muerte podría llevarnos a un tiempo en el que los niños rusos ya no morirán de hambre. Eso ya no es nada fácil. Pero la muerte de los sobrinos del gran duque no impedirá a ningún niño morir de hambre. Incluso en la destrucción hay un orden, hay límites”. Resulta inevitable pensar en esta escena estos días de horror en Israel y Gaza.

También recordar la película ‘Múnich’, de Steven Spielberg, tal vez la más valiente y compleja del director estadounidense. Se estrenó en 2005, en medio de la guerra contra el terror de George W.Bush, que llevó a la Administración estadounidense a violar masivamente los derechos humanos después de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 y cuando la invasión de Irak, basada en mentiras, se había convertido en un desastre. Spielberg relata la historia de cómo Israel, bajo el Gobierno de Golda Meir, ordena a un grupo de agentes del Mosad que maten a los responsables intelectuales de la masacre del equipo israelí en los juegos olímpicos de Múnich, en 1972. El filme reflexiona sobre la venganza y deja flotando en el aire la idea de que, cuando un país se salta sus propias leyes para defender una causa justa, acaba siendo devorado por esa contradicción.

Cuando pone en marcha el comando, el personaje de Golda Meir afirma: “Toda civilización tiene que llegar a compromisos con sus propios valores”. Pero, al final de la película, el responsable de la operación sostiene: “Cada hombre que hemos asesinado ha sido reemplazado por uno peor. No hay paz al final de esto, no importa lo que pienses. Y sabes que es verdad”. La última imagen del filme —se puede hacer un spoiler de una película estrenada hace 20 años— muestra las Torres Gemelas entre los rascacielos del sur de Manhattan, recordando que aquella venganza no frenó el terrorismo, más bien todo lo contrario. Solo contribuyó a destruir los valores que creían defender aquellos que la pusieron en marcha.

Cuando escribo este EL BESTIARIO, el Ejército de Israel ha bombardeado por enésima vez los campos de refugiados del sur de Gaza. Los bombardeos de Israel, en represalia al ataque terrorista y los secuestros perpetrados por Hamás el 7 de octubre, han originado ya cerca de 20.000 muertos palestinas y palestinos civiles, un 70 % mujeres y menores. Han muerto centenares de palestinos a manos de soldados israelíes en la otra zona de Palestina, Cisjordania. Puede afirmarse que la reacción israelí está siendo absolutamente desproporcionada. Estas terribles cifras lo son de crímenes de guerra según prescribe el IV Convenio de Ginebra. Las acciones de Israel (y de Hamás) deberían ser denunciadas ante el Tribunal Penal Internacional.

Estamos asistiendo a los efectos de suma violencia de un prolongado conflicto de dos tercios de siglo —desde la independencia de Israel en 1948— de ocupación del territorio palestino, incrementada constantemente a favor de Israel. Desde que se firmaron los acuerdos de Oslo (1993) hasta hoy, según la organización Paz Ahora, los colonos israelíes pasaron de 140.000 a 230.000 en Jerusalén, y de 110.000 a 450.000 en Cisjordania. Se han producido seis guerras entre palestinos y judíos, siempre finalizadas con victoria de Israel. En sus cárceles hay miles de palestinos detenidos sin cargos ni proceso. Son las llamadas “detenciones administrativas”. Una especie de apartheid. Con la sarcástica paradoja de que el Estado de Israel, al ser la potencia ocupante según Naciones Unidas, tiene la obligación de proteger a la población palestina y sus derechos. Todos estos hechos se corresponden con un Gobierno israelí ultranacionalista, presidido por Benjamín Netanyahu.

Los ejércitos bombardean; los terroristas ponen bombas. Unos lanzan centenares de misiles con una precisión matemática; los otros pueden producir una carnicería si se inmolan con una faja de dinamita o colocan una carga de explosivos bajo un coche, o asaltan con una metralleta una discoteca o un mercado; también pueden degollar con una daga; luego se esconden como alimañas, mientras los ejércitos al final de su matanza desfilan y reciben medallas. Pero la alta tecnología ya permite a los terroristas el sueño de obtener también armas de destrucción masiva, algo que está a punto de suceder, como ha demostrado el abominable crimen de los terroristas de Hamás, no solo condenable por su execrable maldad sino también por su estupidez, puesto que era previsible la venganza que iba a desencadenar.

Solo que parecía difícil imaginar que esa sed de venganza de los israelíes sobre el pueblo palestino de Gaza fuera tan insaciable, hasta el punto que está alcanzando un carácter bíblico como en los peores tiempos del Yahvé más sanguinario. Su ejército lanza los misiles con tal saña sobre gente inocente, entre los que se encuentran miles de niños, que da la idea de que los quisiera exterminar. Ignoro si a esta masacre sin freno se le llama genocidio, guerra de exterminio o crimen de guerra, pero es evidente que ese espectáculo atroz solo por el hecho de contemplarlo en los telediarios rodeado de anuncios navideños causa una profunda degradación en el alma del espectador.

Queda por ver el precio emocional que nuestro inconsciente va a pagar a la hora de metabolizar las imágenes en directo de niños destrozados mientras suenan dulces canciones de navidad; hospitales con los enfermos saltando por los aires entre turrones, perfumes, calles iluminadas, familias felices que esperan al hijo que vuelve a casa chapoteando sobre el charco de sangre que invade el salón del dulce hogar.

@SantiGurtubay

@BestiarioCancun

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