Al Buen Entendedor…

Sergio González Rubiera 

Al poco tiempo, no me explico cómo, pero nuevamente yacía en el piso de la limusina y el gran chino, el jefazo, era ahora quien me asfixiaba con su tremenda humanidad. 

Hasta atrás del lujoso vehículo, viajaba un personaje de aspecto occidental que tomaba algún licor en copa gigante de coñac y fumaba un puro echándome todo el humo en la cara mientras sonreía. 

En algún momento el gran jefe se dirigió a mí y me dijo: la familia de tu mujer también ha contraído el virus. No sabía cómo, ni de dónde, él había obtenido tal información, pero parecía muy seguro. Luego la “limo” se detuvo frente a un restaurante, aparentemente de lujo, y podía ver a través de las ventanas, a mi novia Alice, a su madre, a mi amiga española Amalia y a mi cuñada “La Popis”. No pude hablar con ninguna de ellas, solo las observé; traté de hacerme un selfie para enviárselas, pero me fue imposible y luego la “limo” avanzó. Me quedé con esa imagen en la mente y la tengo clara hasta hoy. 

En algún punto de la ciudad descendió el gran jefe, se quedaron los demás y a mí me dejaron atado. Más adelante se marchó el hombre del puro y al parecer solo nos quedamos el chofer, a quien nunca pude ver, mi eterno guardián el chino y yo. 

Insistía de todas formas para que me desataran y me dejaran bajar del vehículo, pero nadie me escuchaba. Yo no los podía ver, estaba en el piso en algún lugar de la “limo” y desde ahí solo hacía ruidos para llamar su atención. 

En algún punto me sentí aterrado, luego de dar vueltas por quien sabe que sitios, cuando escuché a alguien decir, algo como “yo no sé, a mí solo me piden que abandone los cuerpos”… 

Empecé a sospechar que pretendían ahora deshacerse de mí. 

Finalmente, luego de horas a bordo de aquel auto y al parecer muy lejos de la ciudad, llegamos a una especie de establo, ahí bajamos el chino y yo, y el auto se marchó. 

El chino que me llevaba atado de una mano a él me introdujo en un cuartucho reducido que parecía como una bodega del establo y que olía a caballos. 

Ahí me puso en el piso, me ató una mano a la pata de un mueble y la otra la enganchó en alguna parte de un baúl, luego me aventó una almohada y me dijo: duerme. 

Yo no podía dormir, estaba exhausto, harto de estar atado, ansioso por ver a mis seres queridos y ahora también temeroso. Le dije al chino: mejor llévame con los míos, ya estoy curado… él solo respondió: será mañana. 

Más tarde, alguien llevó a la misma choza a mi hijo Lester. Lo pusieron junto a mí con la misma instrucción, “duerme”.  Me parece que él no estaba atado. 

Recuerdo haber estado muy molesto con Lester porque se ponía a chatear con su celular que emitía un ruido al enviar cada mensaje y me parecía que con tanto ruido no dejaríamos dormir al chino y menos querría llevarme al día siguiente temprano con mi gente. 

Por la madrugada, casi al amanecer, insistí de nuevo al chino, quien dormía dentro del baúl, para que me llevara, asegurándole que ya se me había salido el demonio y que estaba curado. 

Finalmente, el chino se puso de pie, me vendó los ojos y salimos. Era una fría mañana y podía escuchar los jadeos y ruidos que emite un caballo. Eso me hizo pensar que el chino me llevaría a caballo hacia mi destino. 

Luego de un rato de sarcasmos, burlas y charla sin sentido entre el chino y una mujer, me di cuenta de que se estaba burlando de mí y que nunca me llevaría. 

Al reclamárselo al chino, sin tener muy claro, porque no recuerdo, cómo lo hizo, ni cuáles los detalles, pero me cambió de sitio y me dejó atado y abandonado en la rústica vivienda de unos marihuanos que al parecer vivían en una suerte de comunidad. “Marihuanos” digo, porque al parecer, sembraban, vendían y consumían marihuana. 

Entre ellos había una mujer europea, una anglosajona de cabellos rubios, largos y sucios que apenas hablaba, parecía la mujer del líder. 

Cuando me encontré solo con ella, le dije “oye, tú pareces buena persona, desátame, por favor, te lo ruego, no me maten”.  Estaba seguro de que me querían matar, quizá era el encargo del chino, y de que me ejecutarían por escaso dinero. 

Luchando solo como podía y tallando mi brazo contra el catre en el que me encontraba, me fui quitando uno de los amarres, mientras le rogaba a la europea, que me liberara. 

Repentinamente aparece su pareja, el lidercillo del grupo y dice en tono irónico “mucha conversación por aquí ¿no?, mientras veía con molestia mi brazo derecho casi libre de las amarras y a la mujer le dedicaba miradas de reclamo. 

Me armé de valor y le dije: mira, yo sé que quieren matarme, no sé cuánto te paguen, pero si nos llevas a mi hijo que está en el establo y a mí al hotel y nos dejas vivir, te pago 90 mil pesos en efectivo, te los entrego apenas lleguemos al hotel. Se puso en cuclillas, me miró fijamente y luego la miró a ella. Se hizo un silencio. Finalmente se puso de pie, salió de la habitación y se dirigió al cuarto contiguo desde donde se escuchaban las conversaciones. Había otra pareja ahí y un hombre solo. El líder se aproximó a ellos y les expuso mi oferta. Luego de unos segundos de silencio, la mujer dijo: podríamos comprar una carcacha. Uno de los hombres interrumpió para decir: mejor sembramos marihuana, pronto habrá turistas y la podemos vender muy bien; hubo risas y comentarios, hacían planes sobre cómo gastarían el dinero y cómo lo repartirían; luego hablaron con entusiasmo sobre llevar una libreta y en ella anotar todos los gastos. 

Aquella discusión era música para mis oídos, parecía que aceptarían mi oferta. El líder se aproximó hacia mí y me dijo, está bien, salimos mañana por la mañana. Di gracias al cielo en silencio ¡quería vivir! 

Estaba por venir un difícil e incómodo viaje de cuatro horas en alguno de sus destartalados vehículos, pero me motivaba pensar que pronto podría abrazar a Alice y contarle esta terrible experiencia. 

Un grupo saldría primero con Lester a bordo, con quien no había podido hablar nada, ni decirle que sospeché que querían matarnos, ni de mi plan para salvarnos. Pensaba que si ellos llegaban antes que yo al hotel, Lester tendría que hablar con mi amigo Alberto, el español, quien seguro ya estaba ahí, tanto para sacarse también el demonio, como para buscar a Amalia, quien habría llegado antes, y que le facilitaría el efectivo prometido para nuestros captores; Alberto siempre lleva efectivo consigo, pensé. 

Mi transporte se demoraba en partir y recuerdo que el líder y la mujer europea se repartían múltiples quehaceres en la casucha y alimentaban a los perros, yo sentía mucho frío. 

Hasta ahí recuerdo con claridad. Luego algo debió haber pasado que frustró mi traslado, pues según me pudieron contar en el hospital aparecí abandonado en la arena, seminconsciente y temblando de frío. 

Alguien me recogió y me llevaron al hospital. 

Recuerdo haber esperado largas horas en la recepción de un hospital a que llegara un médico que me revisaría; escuché a alguien decir que tenía arena en los pulmones. Luego me internaron y un doctor me explicó que me tendrían que intubar. 

Pasados unos días llenos de incomodidades, un doctor, me dijo que había llegado la hora de intubarme, práctica que llevó a cabo estando yo consciente. 

Al día siguiente vino un doctor diferente y me dijo con claridad que ahora todo dependía de mí, si me movía, si no respiraba bien, si no tosía como es debido, me podrían volver a intubar. Pasé la noche casi inmóvil, muy incómodo, tosiendo de vez en vez y tratando de acatar todo lo que aquel doctor dijera, al día siguiente vendría a revisar mis pulmones y si quería salir de ahí, estos deberían verse mejor. 

A ese doctor nunca lo volví a ver. A la mañana siguiente vino otro doctor muy amable y me dijo: don Sergio, felicidades, va usted muy bien, ahora le informamos a sus hijos…  

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