SANTIAGO J. SANTAMARÍA. El Bestiario

España no puede vivir sin los muertos
En las guerras civiles y otras movidas se matan unos a otros con mucha prontitud y destreza, con lo que erigen un muerto para siempre, entre dos familias, entre dos políticas, entre dos Españas, como siguen erigidos don José Calvo Sotelo y Federico García Lorca…

SANTIAGO J. SANTAMARÍA

Lo dejó escrito Francisco de Quevedo, por todos los españoles y para todos los españoles: “Vivo en conversación con los difuntos”. España es un pueblo europeo que vive en conversación con los difuntos y lo que más molesta al personal es que el muerto no saque tabaco en el velatorio, como sería lo propio. El entierro del conde de Orgaz es una gloriosa imaginación del greco pintor, pero en España, los condes no se mueren así, con tanto lujo de personal. Sin embargo, el Orgaz ha quedado como modelo de los entierros españoles, que ya sabemos que es tierra de grandes enterramientos, pero eso era para el sepia de las revistas ¡Hola!. Lo que les caracteriza, por el contrario, es cómo andan en España los muertos, condes o no, entremetidos con los vivos. Han cotidianizado la muerte.
El revés español del Orgaz es el entierro del escritor vasco de la Generación del 98, Pío Baroja, con el gallego Camilo José Cela, el de “La familia de Pascual Duarte”, y el estadounidense Ernest Hemingway, el de “¿Por quién doblan las campanas?”, cediéndose a empujones el honor de bajar por la escalera una esquina de la caja. España es el país donde los muertos, sin rito oriental, egipcio o mexicano, hacen más vida de vivos. Un país de muertos peatonales vivientes.
Son un pueblo atrozmente realista y para cada necesidad crean un santo o una Virgen. La inmortalidad cielista y pálida de la Iglesia, les sirve de poco. La aceptan, pero entendiéndola y practicándola a su manera. El filósofo madrileño, José Ortega y Gasset, para quien la vida humana era la realidad radical, es decir, aquella en la que aparece y surge toda otra realidad, incluyendo cualquier sistema filosófico, real o posible, decía que un muerto sólo es un amigo al que le ha pasado algo raro, porque está ahí (recién muerto) y no nos contesta. De la familiaridad con el muerto se pasa a la utilización del muerto. Lo que no acaba de entender el español es que el muerto está muerto. Por eso encuentra tantas resistencias en España, la incineración. Con un señor que ha, bajado íntegro a la sepultura (aunque con el hígado hecho polvo), se puede seguir charlando indefinidamente. Y lo que el español quiere, es tertulia.
Uno cree que España, más que el país de la muerte, es el país del muerto. Todas las lirificaciones son folklore y tauromaquia. No tienen los españoles una idea sublime de la muerte, como los orientales, sino una idea cotidiana, familiar, portátil, doméstica y llevadera. Todo lo que se ha escrito sobre España y la muerte es mentira. Ellos son ellos y su muerto, que de momento es su circunstancia “orteguiana”. Con el muerto siguen viéndose todas las tardes, charlando de sus cosas como si estuviera vivo, y, cuando se le va olvidando, es sólo corno un amigo al que vamos dejando de frecuentar.
Los nacionales fusilaron a Federico García Lorca y los rojos fusilaron al Cristo del Cerro de los Ángeles. Los muertos les rigen, siguen siendo muertos cotidianos. Sus místicos, grandes facedores del mito español de la muerte, hablan de ella con desenfado, como de unas vacaciones pagadas en el cielo, y si no, véase Santa Teresa. Lo que pasa es que nadie ha leído bien a los místicos (maestros de todo el irracionalismo nacional), y se les entiende, desde la ignorancia, como unos faraoríes cristianos, ritualizadores de la muerte. España es el país de la cotidiana muerte y en esto se diferencia de los pueblos reseñados por el poeta, novelero y cuentista cubano, José Lezama Lima, con inspiración en “El Libro de los Muertos”, en su fascinante “Cantidad Hechizada”.
“No somos Egipto ni México. Somos un pueblo charlatán que no deja callado al muerto, en la paz, y que se da muy buena maña para matar muertos, y hasta algún vivo, en las guerras que alegran numerosamente nuestra Historia”, comentaba en las tertulias del Café Gijón de Madrid, el inolvidable columnista Francisco Umbral, como me contaba el humorista y director de cine donostiarra, Chumy Chúmez, editor de la revista “Hermano Lobo”, digna sucesora de “La Codorniz”, cuando nos íbamos a comer un cochinillo asado regado con vino riojano de La Bastida, El ciego, Haro o Calahorra, al restaurante “Sobrinos de Botín”, en la calle Cuchilleros, cerca de la Plaza Mayor madrileña, en la década de los ochenta. “Siempre hay un muerto que esgrimir contra el pleiteante, contra el enemigo, contra el que nos ha quitado la santa esposa. El español en seguida empuña sus muertos. Uno, por ejemplo, ha tenido sus peores pleitos con los muertos. Los pleitos de los vivos nos traen más o menos flojos, como a los gitanos y a los robagallinas, pero cuando un muerto se levanta contra nosotros y clama justicia, como el padre de Hamlet, es para echarse a vivir y no a morir, porque en la muerte nos encontraríamos con el muerto…”.
En las primeras elecciones democráticas de la transición española votaron muchos muertos. Y de cada guerra civil les queda una leva de vivos/muertos o caballeros mutilados que colorean durante años la vida de las calles. España es el país que más naturalmente le deja el asiento en el autobús a un muerto, aunque se lo niegue a una embarazada. Hemos dicho al principio que la “madre patria” es un sitio de grandes entierros, y es que, en España, la enfermedad es de mal gusto. Allí sólo se tolera la salud o un gran entierro. Los ricos se mueren todos por el modelo conde de Orgaz, como queda apuntado y los pobres, quizá, por el modelo Baroja, que ya de viejo andaba con zapatillas de muerto. Al poderoso se le perdona el poder que tuvo si, cuando menos, les da la fiesta negra y callejera de un entierro de lujo, que es lo mejor para pasar la tarde. Los pintores Juan de Valdés Leal, Francisco de Goya y José Gutiérrez-Solana han sido los tres fotógrafos de este andar los muertos, alternando con los vivos, en la verbena de España.
El último, grande y emocionante entierro español, movido por el pueblo y no por los académicos, fue el de Enrique Tierno Galván. El viejo profesor universitario socialista, de derecho político, dio clases en la Universidad de Salamanca, donde fue rector el escritor bilbaíno, Miguel de Unamuno, destituido por Franco, tras la bronca que protagonizó con el general de la Legión Española, José Millán-Astray, rechazando públicamente sus consignas, “¡Muera la intelectualidad traidora!” y “¡Viva la muerte!”. Tierno Galván ocupó clandestinamente durante la dictadura la secretaría general del Partido Socialista Popular (PSP) hasta su integración en el PSOE, de Felipe González y Alfonso Guerra, alcanzó la alcaldía de la capital de España. Se ganó el afecto de los madrileños con sus humorísticos y bien escritos bandos municipales y con iniciativas que cuidaban los pequeños detalles como devolver los patos al río Manzanares y las flores a los parterres públicos, incluso, entre los jóvenes, al apoyar la llamada “Movida madrileña”. Falleció en su ciudad natal el 19 de enero de 1986. Su entierro, dos días después, se convirtió en una de las concentraciones más numerosas de las ocurridas en la España que no puede vivir sin los muertos.
Días atrás, en la tertulia que siguió a una comida de unos huevos rellenos con bonito del norte del Cantábrico y una tortilla española con chorizo asturiano, en la casa de Jorge González Durán, a la que asistió el fotógrafo uruguayo Ignacio “Nacho” Grieco, autor de los daguerrotipos de Fidel Castro durante la visita que realizó a Cancún en 1979, hablamos de Enrique Tierno Galván y de los velorios y entierros de la España profunda, que tan bien documentaron el aragonés, Luis Buñuel, y el valenciano, Luis García Berlanga, en sus películas como “Viridiana” y “El Verdugo”. Les narré mi experiencia en Calahorra, en la Rioja Baja, donde Carlitos, un joven con síndrome de down, era protagonista “mágico” de los homenajes póstumos a los muertos, entre lloros y carcajadas, opacando a la viuda y a los huérfanos. El jamón, chorizo, salchichón, morcillas, magdalenas, polvorones…, regados con moscateles, mistelas, anises y absentas, resucitaban al difunto y “asesinaban” a Carlitos. Este, poseedor de nalgas de tundra siberiana, no conocía al muerto, pero no podía vivir sin él. Plañidero circunstancial profesionalizado, atraía para sí absolutamente todos los pésames de los vecinos calagurritanos, atascado, inmóvil, clavado con sus culos en la butaca para tres que presidía el comedor funerario, marginando a la esposa del fallecido y a sus vástagos. El muerto viviente era provocador de manjares y bebidas, demasiados escasos, desconocidos, conspirativos, en la vitalista y clandestina España del largo “período especial” que protagonizó el gallego y caudillo populista, Francisco Franco. Esta es otra historia pendiente para otro EL BESTIARIO.

@SantiGurtubay

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