EL BESTIARIO Santiago J. Santamaría

SANTIAGO J. SANTAMARÍA. El Bestiario

Los “Sanfermines” de Ernest Hemingway, una distopía
El escritor estadounidense, ebrio de vino, obligó a beber una Coca-Cola a una mula, que poco después debería arrastrar al desolladero a un toro martirizado…

SANTIAGO J. SANTAMARÍA

Con su novela “Fiesta”, que cumple ahora 90 años, internacionalizó los encierros de reses bravas por las calles de la parte vieja de la capital navarra en España. Felizmente, las plazas de toros pronto serán mostradas por los guías a los turistas como espacios donde antiguamente se celebraba una carnicería, que algunos llamaban cultura, cuando no era más que una mezcla sustancial de mugre, sangre, muerte, señoritismo y caspa. “El asesinato de Caravinagre”, un thriller ambientado en los encierros, de Miguel Izu, periodista y escritor pamplonico, donde los vientos del progreso conspiran contra la tauromaquia, “fiesta de sangre para un pueblo rudo y fanático”, escribió Pío Baroja, de la generación del 98.
Puesto que el escritor norteamericano, Ernest Hemingway, fue el más famoso publicista, ante el mundo de todos los veranos sangrientos españoles, empezando por el fratricida del 18 de julio de 1936, cuando el general Francisco Franco decidió dar un golpe de estado, con el que se inició la Guerra Civil que duraría tres eternos años y sus consecuencias hasta la muerte natural del dictador un 20 de noviembre de 1975, y terminando por los encierros de los toros de Iruña”, nombre en vasco de la capital de Navarra, he aquí un acto realizado por este personaje, que reveló su verdadera actitud ante la fiesta taurina, más allá de la faramalla literaria, con que la exaltaba. Sucedió en 1959 durante la última visita que realizó Hemingway a los “Sanfermines”.
A las cuatro de la tarde, camino de la plaza de toros, la reata de las mulas del arrastre con colleras de campanillos pasaba por delante de Casa Marceliano, situada en la trasera del Ayuntamiento, donde el escritor estaba de sobremesa rodeado de algunos aduladores igualmente borrachos. Al parecer Hemingway tuvo un rapto de inspiración. De repente se plantó en mitad de la calzada con una Coca-Cola familiar en la mano, mandó parar a la comitiva y vació a la fuerza el refresco en la boca de una de las mulas en medio del fragor de las peñas, que le reían la gracia. El hecho de que un Hemingway, ebrio de vino obligara a beber Coca-Cola a una mula, que poco después debería arrastrar al desolladero a un toro martirizado, es suficiente motivo para pensar que tanto esta fiesta sangrienta como aquel escritor fanfarrón, degustador de toda clase de violencias, estaban ambos dos ya fuera de tiempo. La decadencia de este rito bárbaro de acuchillar reses bravas en público en medio del jolgorio es ya imparable. No queda tanto para que desaparezca del mapa esta fiesta y las mulillas de arrastre se la lleven al desolladero de la historia con Ernest Hemingway a la cabeza.
“No te creas lo que cuentan. La mayor parte no es verdad. Trucos publicitarios, leyendas, tradiciones con aparente pátina de antigüedad para captar turistas y quedarnos su dinero. A falta de sol y playa algo teníamos que inventar para traer gente a Pamplona. Para empezar, nos inventamos a San Fermín. No hay certeza histórica sobre su existencia. Hasta el siglo XII, aquí no lo conocía nadie, pero nos agarramos al clavo ardiente de que en Amiens, donde le veneran como obispo y mártir, dicen que procedía de Pamplona. La Iglesia marca su fiesta el 25 de septiembre, fecha de su martirio en el siglo III, pero desde 1591 la celebramos el 7 de julio, por aprovechar el breve verano pamplonés y el hecho de que, desde la Edad Media, por esas fechas, hay ferias y toros…”.
De esta manera un tanto heterodoxa nos presenta a los forasteros, visitantes no nacidos en Pamplona, los mundiales “Sanfermines” Miguel Izu, periodista y escritor navarro. Es autor de la novela “El asesinato de Caravinagre”, un thriller ambientado en los encierros que se iniciaron este pasado jueves, 7 de julio, Día de San Fermín, a las ocho en punto de la mañana. Nosotros los podemos ver, en Cancún, por Internet a la una de la madrugada, es decir, siete horas antes. “Toros y toreros propios siempre hemos tenido pocos, pero los traemos de fuera, de Andalucía, Salamanca o Madrid, y los hacemos actuar para los visitantes, mientras nosotros merendamos. Hace más de un siglo que no se conducen los toros a pie, se embarcan en tren o camión, pero aquí seguimos empeñados en poner un callejón a las plazas de toros para que entren corriendo. No por tradición, correr ante los toros nunca ha sido una prueba iniciática para los jóvenes navarros como ingenuamente se supone: corren muchos más forasteros que indígenas, pero de qué íbamos a salir por televisión en todo el mundo si no existieran los encierros…
Desconfía de nuestra aparente hospitalidad. Los pamploneses somos más bien serios, en el buen y mal sentido de la palabra, nobles pero hoscos montañeses que no congeniamos tan fácil con extraños. Cada 6 de julio, con el “Chupinazo”, nos transformamos. Acogemos a gente de todo el mundo que se siente como en casa, mostramos una simpatía desbordante, nos fingimos cosmopolitas, aunque sigamos levantando piedras, sellamos amistades eternas sobre la barra de un bar o en torno a un gorrín asado. Puro marketing. El 15 de julio volvemos a nuestro ser.
No pretendas seguir la mítica ruta-falsa como Judas- de Ernest Hemingway. Sólo vino nueve veces, en vida nunca se le hizo mucho caso y únicamente lo adoptamos cuando vimos negocio.
En Casa Marceliano ahora hay oficinas municipales, cerradas durante las fiestas y su célebre ajoarriero quedó extinguido. El restaurante “Las Pocholas” devino en chocolatería. El hotel “Quintana” fue cerrado y confiscado en 1936 (no, Hemingway nunca pasó los “Sanfermines” en ese otro hotel que dicen las guías turísticas, donde se conserva su habitación supuestamente igual que cuando el premio Nobel, no se alojaba en ella). La barra del café Iruña donde el escritor está acodado en efigie de bronce, ni siquiera existía en su época. Y no te tragues lo de Ava Gardner, nunca estuvo en Pamplona. La película “Fiesta” se rodó en México por ahorrar, no fue prohibida por el franquismo.
No te vistas de blanco y te pongas pañuelo rojo, pensando que es nuestra vestimenta tradicional, herencia de remotos ancestros. Nos disfrazamos así multitudinariamente, sólo desde hace unos 40 años, desde que llegó el turismo de masas, igual que en la película de Luis García Berlanga ‘¡Bienvenido, Mister Marshall!’ se vestían de flamencos. La ropa blanca la compramos en hipermercados y viene de China o Bangladés. Salvo dantzaris o txistularis, no calzamos boina (Peter Viertel, guionista de “Fiesta”, que sí conocía los “Sanfermines”, aconsejó a Henry King sin éxito que los protagonistas no la llevaran).
No vengas atraído por el mito de que los “Sanfermines” son un desmadre, una orgía, un desenfreno en una Pamplona, ciudad sin ley donde todo vale. El caos es de pega y está muy bien organizado. Se acaba de impartir el primer curso universitario de derecho sanferminero. Los vehículos de limpieza y basuras pasan a sus horas, la grúa se lleva los coches mal aparcados, hay servicios municipales de niños, de objetos perdidos y de desintoxicación etílica. Los actos festivos inician con puntualidad prusiana (el resto del año, practicamos la más relajada puntualidad ibérica). Las dianas matinales no son para despertar a la tropa, sino para reunirla y ordenarla después de toda la noche de marcha.
Allá tú si no haces caso y vienes. Te arriesgas a pasar nueve días y nueve noches de fiesta, a beber y comer mucho más allá de lo que suponías que tu sistema digestivo podía soportar, a cantar canciones que creías que no conocías y a bailar bailes que creías que no sabías bailar, a topar con desconocidos que de pronto son tus mejores amigos, a hablar con ellos en lenguas extrañas que no sabías que hablabas, a encontrarte con legiones de antitaurinos en el tendido de la Plaza de Toros, de ateos en la Procesión de San Fermín y de abstemios, bebiendo en todos los bares. Que no te quepa duda: todo es una farsa que se desvanece, cual calabaza de Cenicienta, de Walt Disney, con el “Pobre de mí” en la medianoche del 14 de julio”.
El origen está en la celebración religiosa del patrón navarro, pero los pamploneses cambiaron la fecha de la conmemoración religiosa del 10 de octubre original al 7 de julio, coincidiendo con las ferias de ganado que la ciudad acogía con el final de la cosecha. Fue en 1591. Pero las ferias de julio con toros están documentadas desde el siglo XII. El Archivo Real de Navarra documenta en 1385, la primera corrida de toros organizada por el rey Carlos III. Junto a ella, la primera “entrada” de toros, antecedente del actual encierro. Lo creó la necesidad de llevar los toros desde los campos de las afueras a los chiqueros de la plaza. El recorrido actual es el mismo desde 1852.
“Fiesta” es la novela de Hemingway que puso en la agenda mundial unas fiestas que hasta entonces eran unas más del recatado norte de España a principios del siglo XX. El Nobel fue un asiduo, siguiendo su senda llegaron después Orson Welles, Arthur Miller y su mujer, Inge Morath, o en los últimos años, el jugador de la NBA, Dennis Rodman. Estados Unidos, Nueva Zelanda y Australia son los países que más visitantes aportan y los más tempraneros en llegar.
Fanáticos de la sangría a temperaturas altas, llegan cada tarde desde campings de las afueras a los que vuelven después del encierro. Noventa años después de su publicación, la novela “Fiesta” sigue siendo un gran libro cuyo tiempo ha pasado (sus hoy lugares comunes fueron, tenedlo claro, descubiertos por primera vez por y en él), pero para el que no ha pasado el tiempo. Solo su primer capítulo enseña más que todo un taller universitario de escritura creativa. No ocurrió lo mismo -no ocurre con nadie- con su autor.
Hacia el final de su vida, caían sobre Hemingway, los relámpagos del electroshock, intentaba arrojarse a las hélices en marcha de aviones a punto de despegar y sollozaba un “Ya no sale”. En julio de 1961 -con el pasado y el presente, lo que fue y lo que pudo haber sido, la verdad y la mentira confundiéndose en la trama de sus días-, Hemingway, un amanecer de hace ayer 55 años, se sentó a mirar fijo el ojo de un rifle. Y el sol dejó de salir. Hemingway era un gran escritor y un muy mal tipo. A la hora de trasladar al plano vital los preceptos de su célebre teoría literaria del iceberg (el que sólo se atisbe la punta de la trama y el resto permanezca sumergido), para él todos eran el Titanic. Sí, Hemingway no tenía problemas en hundir a todo aquel que lo rodease. Y sus libros no contaban con suficientes botes salvavidas para tantas esposas e hijos.
“Fiesta” es un impotente “Love story” -pocas cosas le interesaban más a Hemingway que la sexualidad y tamaños ajenos como maniobra distractora, para no pensar en lo que ocurría entre sus piernas y dentro de su cabeza-, con apolíneos norteamericanos desmelenándose en el dionisiaco viejo mundo.
La novela de Hemingway es una de las mejores guías de turismo aventura jamás escritas. Da saltos a lo largo de 1925 entre Francia y España, poniendo a Pamplona y al ritual de los sanfermines en el mapa del imaginario colectivo. También es uno de los textos clave de lo que sería conocido como la “Generación Perdida”, recuperando el tiempo extraviado en la Primera Guerra Mundial. Seguramente, la mejor novela publicada en vida por Hemingway y antecedente existencial-sentimental de “En el camino”, de Jack Kerouac, y de tanto tótem iniciático posterior. Estos días -invocando más su vida que su obra- miles de personas reales correrán por las calles de Pamplona, intentando que ningún toro miura los convierta en personajes de selfies y tuits mucho, pero mucho peor escritos y enfocados que la perfecta e insuperada “Fiesta”. Me pregunto cuántos de ellos la habrán leído.

@SantiGurtubay

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