El ‘Padrino’, 75 años de historia, cambió nuestras vidas
“La película de Francis Ford Coppola y Marlon Brando sea posiblemente la más grande película que jamás se ha hecho”
EL BESTIARIO
POR SANTIAGO J. SANTAMARÍA GURTUBAY
Primavera de los ochenta. En aquel momento, por esas circunstancias de la vida, estaba yo en los Estados Unidos. Justo en aquel momento. Y en Nueva York, cómo no; la metrópolis donde tarde o temprano va a parar todo el mundo. Estaba a punto de enfrentarme a una de las vivencias más trascendentales de mi existencia como ciudadano consumidor de cultura, aunque poco podía sospecharlo mientras me acicalaba en la ocre soledad de mi habitación —aquel hotelucho barato, tétrico y sucio, como sucia era por entonces aquella ciudad—; no tenía gran cosa que hacer aquella noche, así que pensé en ir al cine para ver aquella nueva película de la que todo el mundo estaba empezando a hablar. Supongo que me afeité ante el espejo, probablemente mientras silbaba una cancioncilla con despreocupación, sin ser consciente de la experiencia casi mística que iba a apoderarse de mí en tan solo unas pocas horas. Ingenuo de mí, estaba convencido de que aquella iba a ser una noche como otra cualquiera. Pero hablamos de los años setenta: las probabilidades de que una noche cualquiera se transformase en una velada mágica por efecto de ese alimento del alma que llamamos “cultura” eran altas, pero entonces aún no nos habíamos dado cuenta de ello. Solo ahora, con los años, he podido ponderar en su justa medida lo que aquella jornada significó. Si el cine es parte de la cultura y la cultura es parte de la vida, entonces podemos decir que aquella misma noche mi vida estaba a punto de cambiar. Porque tenía una entrada para ver ‘El padrino’.
Salí a la calle, pero apenas pensaba en la película, ensimismado como estaba en mis propios asuntos. No recuerdo ya qué asuntos eran aquellos, pero nada relacionado con el cine, supongo. Por lo que a mí respecta, no estaba dirigiéndome a la proyección de un hito imperecedero. Para mí solo se trataba de la nueva película de Marlon Brando, el film que lo había devuelto a la palestra comercial. Y poco más. Decían que el veterano actor había hecho una interpretación soberbia, pero ¿cuántas interpretaciones soberbias no llevaría ya a esas alturas de su carrera? Brando era por entonces un grande del cine, aunque hasta apenas unas semanas antes del estreno de su nueva película se lo hubiese considerado demodé (por entonces aún utilizábamos esa palabra) e incapaz de generar una buena recaudación taquillera. En cuanto a la calidad del film, la gente que ya había asistido a alguna proyección de El padrino se mostraba entusiasmada, pero el entusiasmo ajeno no basta para transmitir toda la significación de una obra maestra, eso es algo que uno ha de absorber con sus propios ojos. También había leído alguna crítica igualmente elogiosa, pero la prensa —y más en los Estados Unidos— es siempre propensa a dejarse llevar por las modas de la temporada. Seguro que exageran. Sí, será una buena película, pero hemos visto varias buenas películas en tiempos recientes… no olvidemos que estamos en 1972, aún no resulta difícil encontrar muy buen cine entre los estrenos. Resumiendo, no esperaba grandes revelaciones. Solo esperaba una buena película de gánsteres, una especie de versión actualizada de aquellos clásicos con James Cagney y George Raft, películas que siempre me gustaron. Pero… qué equivocación.
Llegué caminando al cine y sin contagiarme de la sorda efervescencia del público que ya rondaba por allí, un público que probablemente —cosas de estar más imbuidos en la actualidad cultural estadounidense que yo, un extranjero con aire distraído— eran más conscientes de estar asistiendo a un acontecimiento especial. Es posible que algunos de ellos ya hubiesen visto la película y repitieran sesión, contagiando su fervor a los primerizos. Es posible. Pero yo entré en la sala de cine sin enterarme de nada. Ocupé mi butaca como tantas otras veces había hecho antes y tantas otras veces he hecho después. Esto es: con la guardia baja. Uno nunca está preparado para algo como aquello. La sala quedó a oscuras. Sobre una pantalla todavía completamente negra comenzó a sonar una triste melodía de trompeta, que me trajo al instante recuerdos de mi Mediterráneo natal… allá, tan lejos, junto al inhóspito Atlántico. Apareció el logo que ya había visto en los carteles: ‘Mario Puzo’s El padrino’, con la mano de un titiritero manejando unos hilos. La pantalla seguía a oscuras cuando se escucharon las primeras palabras de la película: “I believe in America”…
Una de las mayores obras de arte del siglo XX, quizá una de las grandes obras de ficción de toda la historia, está empezando a desgranar su magia ante mis ojos. No podría encontrar adjetivos para describir aquel cúmulo de sensaciones, aquellas tres horas en que yo —como tantos individuos anónimos sentados en la misma platea— estaba siendo testigo de un momento de cambio, de algo que no se parecía a nada que hubiera visto antes. El tiempo se detuvo, literalmente. No había horas, ni minutos: solo estaba la historia de los Corleone. Al terminar la película, me sentía completamente atónito. Aturdido. Las luces de la sala se volvieron a encender. Entre el público reinaba un casi completo silencio, lo que por entonces constituía una reacción habitual entre la gente que veía el film por primera vez. No me moví de mi butaca durante algunos minutos. Todos habíamos sido golpeados por algo inesperado. Al volver a pisar la calle —aún como flotando en una nube de irrealidad— nuestra visión del arte cinematográfico ya no era la misma. Uno no piensa estas cosas con estas mismas palabras en ese mismo instante, desde luego, pero aquello no solamente era una película distinta; la cultura contemporánea acababa de sufrir una sacudida estremecedora. Y nosotros, los espectadores que —casi a tientas, aún cegados por el asombro— abandonábamos el cine aquella noche, acabábamos de ser partícipes de excepción.
Es una gran anécdota, ¿verdad? Haber visto ‘El padrino’ en New York… Da una buena idea de lo mucho que han cambiado los tiempos en el séptimo arte, de lo que suponía visitar un cine por entonces, de lo que podía uno llegar a encontrarse uno en pantalla durante los años de fin del siglo. Entré en una sala de cine pensando que se iba a proyectar una película “normal” y me topé de bruces con una de las más grandes tragedias de todos los tiempos, algo a la altura de Shakespeare, Cervantes, Dostoievski… Mirar hacia la pantalla y ser absorbido por aquella historia de familia, honor, sangre, codicia, tradiciones y prejuicios. Ser apabullado por el inmenso talento de Francis Ford Coppola. Descubrir de una sola tacada a Al Pacino, Robert Duvall, Diane Keaton, John Cazale, James Caan… todos ellos en lo mejor de sus carreras, interpretando a sus más legendarios personajes, destilando lo más exquisito de su esencia. Y todos reunidos en un mismo largometraje. Aun sin haber conocido de primera mano aquella época, uno solo puede exclamar: ¡qué tiempos!
Como ha sucedido con varios de los grandes hitos de la historia del cine, ‘El padrino’ nació de un parto largo y complicado. Su gestación estuvo repleta de sucesos rocambolescos, siempre a medio camino entre la realidad y la leyenda. La peculiaridad de su gestación comienza desde el mismo momento en que nació como idea para una novela, momento por cierto muy apropiadamente ligado a los casinos y a la trastienda del propio Hollywood. Viajemos una vez más en el tiempo —un poco más atrás, hasta finales de los años sesenta— y situémonos en el despacho de Robert Evans, jefe de producción de uno de los más grandes estudios cinematográficos, la Paramount Pictures. Un buen día se presentó en aquel despacho un amigo suyo, Mario Puzo, escritor neoyorquino por entonces prácticamente desconocido. Al pobre Puzo se lo veía visiblemente desesperado. Casado y padre de cinco hijos, el novelista estaba con el agua al cuello a causa de su afición al juego: se había dejado unos cuantos miles de dólares en los casinos y debía dinero a toda clase de prestamistas… incluyendo a algunos no demasiado recomendables. Estaba metido en serios problemas. El novelista, asfixiado, pidió a Evans un dinero con el que satisfacer a sus acreedores. Recibiría ese dinero en concepto de anticipo de una todavía inexistente novela llamada Mafia, cuyos derechos de adaptación cinematográfica cedería a la Paramount. El escritor insistía en que el tema podía resultar interesante para una película. Evans no se sintió especialmente fascinado por la temática, pero como favor personal le anticipó veinticinco mil dólares a Mario Puzo a cambio de los derechos de adaptación de aquel libro todavía por escribir. Se despidió del novelista y después, probablemente pensando que la novela no llegaría a existir siquiera, sencillamente olvidó el asunto.
Pero Mario Puzo sí estaba dispuesto a escribirla. Desapareció durante unos meses, tras los cuales —para sorpresa de Evans— volvió a presentarse en el despacho ya con el manuscrito terminado. Aunque había cambiado el título inicial de ‘Mafia’ por el de ‘El padrino’, la novela prometida estaba allí. Pese a que Evans no se había molestado en preguntarle sobre ello y probablemente no lo hubiera mencionado nunca más, el escritor se había tomado el encargo muy en serio. Puzo no sabía nada sobre el mundillo mafioso, pero se había puesto a indagar en el tema, especialmente leyendo toneladas de prensa e incluso inspirándose en apariciones de algunos capos de la ‘Cosa Nostra’ ante comisiones parlamentarias que a veces eran retransmitidas por televisión. Según se dice, otra parte de la investigación de Puzo consistió en conversar con el personal de los casinos entre apuesta y apuesta ante una mesa de ruleta. Sea como fuere, la novela había sido terminada y estaba allí, en la mesa de Evans. Mezclaba hechos reales de la mafia con leyendas, rumores y habladurías varias, todo ello aderezado con las conexiones mafiosas, amoríos y peripecias vitales de un cantante imaginario llamado Johnny Fontane, que era un descarado alter ego de Frank Sinatra —las amistades de Sinatra con jefes criminales eran un secreto a voces—, que ocupaban una parte sustancial de libro. Así que cuando Robert Evans tuvo finalmente el manuscrito en sus manos… no sabía qué hacer con él. Lo último en lo que estaban pensando los directivos de la Paramount era en financiar una película de mafiosos. El estudio acababa de pegarse un sonoro batacazo con ‘The Brotherhood’, un film sobre la mafia protagonizado por Kirk Douglas, que había sido un fiasco de taquilla y había ayudado a contribuir a la idea de que el género no resultaba comercialmente rentable. Así que el improbable proyecto de llevar ‘El padrino’ al cine quedó relegado en un cajón.
Sin embargo, cuando la novela fue publicada en formato de papel, se convirtió en un inesperado éxito editorial. En aquella época la sociedad estadounidense estaba empezando a ser consciente del enorme poder que la mafia acumulaba en su país, y el público se estaba interesando por el asunto; el libro de Puzo, pues, encontró un enorme nicho de mercado y empezó a vender miles de ejemplares. No resulta sorprendente. Eran los tiempos del invisible Carlo Gambino, el tranquilo capo de la ‘familia Gambino’: un hombre de apariencia inofensiva que solía hablar casi entre susurros, vestía de forma anticuada, llevaba una tranquila vida familiar… pero cuyo nombre inspiraba terror en los bajos fondos e incluso en algunos ámbitos del poder, especialmente en Nueva York. Gambino controlaba el mundillo criminal de la ciudad, además de diversos servicios públicos y sindicatos. Eran también los tiempos de Sam Giancana, el capo de Chicago cuyas conexiones llegaban incluso hasta la CIA y la Casa Blanca, de quien incluso se rumorea que pudo haberse encargado de liquidar a Marilyn Monroe para que no causara problemas a Robert Kennedy. Aunque los propios mafiosos negaban públicamente la existencia de ninguna organización, la mafia estaba despertando una enorme curiosidad y fascinación entre la gente de a pie. El éxito de la versión escrita de ‘El padrino’ animó finalmente a la Paramount a planear la adaptación cinematográfica, aunque en principio pensaron en una película más bien modesta. Situarían la acción de la novela en el presente (1970) para ahorrar costes, ya que hacer una película de época para llevar la acción a los años cuarenta y cincuenta, tal y como se narraba en el libro, supondría un auténtico dineral en decorados, ambientación, etc. El estudio dio luz verde al proyecto y el propio Robert Evans decidió supervisarlo personalmente ejerciendo como productor ejecutivo.
Evans comenzó a buscar un productor y un director para la nueva película. Además, el máximo jefazo de la Paramount, Charlie Bluhdorn, quería aprobar personalmente la elección de esos dos puestos fundamentales. Bluhdorn era presidente de la Gulf & Western (compañía dueña del estudio Paramount) y uno de aquellos magnates de Hollywood que a veces se parodia en las propias películas. De origen austriaco, hablaba siempre a voces, profería gran cantidad de exabruptos malsonantes y se decía que cultivaba estrechas amistades en la mafia. El proyecto, pues, iba a estar fuertemente supervisado desde arriba. Evans ofreció el puesto de productor a Al Ruddy, quien tenía reputación de saber trabajar con eficacia, rapidez y economía de recursos. Resultaba vital no exceder el presupuesto fijado y Evans telefoneó a Ruddy para decirle que lo quería como productor, pero que primero tendría que presentarse ante Bluhdorn y, cara a cara, convencer al pez gordo de que era el hombre indicado para el trabajo. Justo tras colgar el teléfono, Ruddy se compró la novela de Mario Puzo y la leyó en una sola tarde. Al día siguiente ya estaba en el despacho de Bluhdorn, vendiéndole su visión del proyecto al mandamás de Paramount. Conociendo los contactos mafiosos del magnate, Ruddy no se anduvo por las ramas y espetó: “Si me da el trabajo haré una película increíblemente realista sobre esa gente que a usted le agrada tanto”.
Se hizo el silencio. El magnate levantó las cejas y abrió los ojos… ¿Realmente acababa de decirle a la cara aquel tipo que sabía que era amigo de los mafiosos? ¿Alguien tenía los santos redaños de hacer algo así? En aquellos momentos de tenso mutismo, Ruddy no tuvo muy claro lo que ocurriría a continuación y se arrepintió de haber soltado semejante indiscreción. Quizá el dueño del estudio se pondría en pie y comenzaría a soltar sus característicos alaridos y torrentes de blasfemias… probablemente nunca conseguiría el trabajo. Pero no sucedió nada de eso. Bluhdorn se limitó a dibujar una sonrisa sarcástica en su rostro. El jefazo le respondió a Ruddy: “El trabajo es tuyo”, se levantó de la mesa y se marchó del despacho sin soltar una palabra más. Robert Evans ya tenía a su productor, Al Ruddy. Ahora faltaba encontrar un director y la tarea iba a resultar bastante más compleja. La Paramount confiaba en que el famoso Sergio Leone se hiciera cargo de la adaptación cinematográfica de El padrino. El estudio concebía la futura película como un film de acción y el italiano era el referente mundial a la hora de llevar la violencia al celuloide, gracias al enorme éxito de sus westerns spaghetti. Sergio Leone era la opción perfecta. Y a Leone no le disgustaba la proposición, pero para entonces ya se había enamorado de otra novela de género similar (‘The Hood’, centrada en las andanzas de una banda de gánsteres judíos) y estaba empeñado en llevarla a la pantalla a cualquier precio, dejando de lado cualquier otro posible proyecto. Leone, pues, declinó dirigir El padrino para seguir imbuido en los preparativos de lo que —bastantes años después— terminaría convirtiéndose en su última obra maestra, ‘Érase una vez en América’.
Tras la negativa de Leone se contactó con otros directores de renombre. Se le presentó el proyecto a Elia Kazan (‘La ley del silencio’, ‘Un tranvía llamado deseo’), que era otra de las opciones favoritas de la Paramount. Pero Kazan dijo que no estaba interesado. Tampoco Otto Preminger (‘Laura’, ‘Anatomía de un asesinato’), Fred Zinnemann (‘Solo ante el peligro’) ni Arthur Penn (‘Bonnie & Clyde’) se mostraron interesados. Finalmente, ante la negativa de estos y otros nombres consagrados, Paramount optó por buscar algún director joven. Así, al menos, tendrían a alguien relativamente inexperto que se prestase a los deseos del estudio. Lo importante, como decíamos, era poder terminar la película sin salirse del presupuesto fijado… así que contar con un director manejable ayudaría a tener las cosas bajo control. El estudio contactó por ejemplo con el joven Peter Bogdanovich, pero este también declinó la oferta, prefiriendo centrarse en una comedia protagonizada por Barbra Streisand por cierto, sería también un éxito de taquilla en 1972. Otra negativa. La búsqueda de director se estaba alargando, pero mientras tanto Evans había estado reflexionado sobre el asunto y había llegado a la conclusión de que quería a un director italoamericano. El directivo había considerado los posibles motivos del fracaso de algunas películas anteriores sobre la mafia. Y había deducido que aquellos films no habían triunfado porque no resultaban creíbles. No habían sido realizados ni por directores, ni por guionistas, ni por actores que conociesen de primera mano la subcultura italoamericana de la que surgía la ‘Cosa Nostra’. Evans concluyó que aquella había sido la principal causa de que ‘The Brotherhood’ hubiese naufragado en taquilla: ¿quién podía creerse a Kirk Douglas como miembro de la mafia? Douglas no tenía ni de lejos aspecto de italiano; era un judío de familia rusa… ¡nada que ver con Charlie Luciano! Una película así debía contar con mentes creativas italoamericanas. De hecho, el propio ‘Lucky’ Luciano —uno de los mafiosos más importantes del siglo XX— había soñado con adaptar su propia vida a la pantalla mientras estaba exiliado en Italia (con la oposición de la propia mafia norteamericana, la misma que años atrás él mismo había dirigido con puño de hierro) aunque el proyecto no llegó a realizarse. Luciano murió de un ataque cardiaco en el aeropuerto de Nápoles, mientras daba la bienvenida al productor de Hollywood con quien tenía que llegar a un acuerdo para plasmar su vida en celuloide. Robert Evans quería, pues, cineastas de ascendencia italiana y resumió su pensamiento en una máxima que se convertiría en la directriz principal para confeccionar el equipo de rodaje de El padrino: “¡El público debe oler los espaguetis!”.
De entre los posibles directores jóvenes e italoamericanos a quienes contratar, emergía con claridad un individuo: Francis Ford Coppola. Por entonces Coppola no tenía un gran renombre ni una experiencia muy dilatada como director, aunque dentro del mundillo cinematográfico estaba ya considerado como un talento emergente y muy prometedor. Con sus primeros largometrajes había ganado diversos premios y cosechado muy buenos comentarios de la prensa especializada. Su adaptación de la novela ‘You’re a Big Boy Now’ había encandilado a los críticos, recibiendo sendas nominaciones en el festival de Cannes y en los Globos de Oro. El musical ‘Finian’s Rainbow’, protagonizado por unos Fred Astaire y Petula Clark ya bastante entrados en años, también recibió críticas elogiosas y le valió una nueva nominación en los Globos de Oro. El único problema de Coppola como director era que ninguna de sus películas, normalmente hechas por encargo, había triunfado en taquilla. Por esa razón tenía que ejercer también como guionista para abrirse camino en la industria. De hecho, el trabajo más reconocido de Coppola hasta el momento había sido precisamente ayudando a confeccionar el guion del épico largometraje bélico ‘Patton’, la biografía del aguerrido general norteamericano George Patton que había sido un enorme éxito de taquilla y había ganado siete Óscar, uno de ellos para el propio Coppola como coautor del guion. Su aportación como escritor había sido importantísima. Por ejemplo, empezar el film con aquella inolvidable secuencia en que el general da un discurso ante una enorme bandera americana había sido ocurrencia de Coppola, quien tuvo que insistir para convencer al resto del equipo de que era una buena idea. Se salió con la suya y la película empezó directamente con aquel monólogo —algo muy similar a lo que haría después en ‘El padrino’—; fue precisamente aquel discurso inicial lo que más impactó al público tras el estreno. Hoy sigue siendo la escena más recordada, imitada y citada de ‘Patton’. Con estos antecedentes, podemos imaginar que Francis Ford Coppola era tenido por un individuo realmente brillante. Robert Evans tenía por fin a su hombre: italoamericano, sin demasiado peso en la industria y por tanto carente de ego, lo que le haría más dócil (en lo de “dócil”, como ya veremos más adelante, estaba muy equivocado). De todos modos, Evans ya no tenía mucho más donde elegir porque prácticamente todo director de entidad a quien le hubo ofrecido la adaptación había respondido con un rotundo “no”.
Y curiosamente, en un inicio, también Coppola rehusó el trabajo. El joven director sentía un enorme disgusto por la temática del futuro film, que podía contribuir a extender los prejuicios negativos que ya existían sobre la población italoamericana. Opinaba que la novela de Mario Puzo era «sensacionalista y barata». Siendo su propia familia de origen italiano, no le apetecía perpetuar el estereotipo que retrataba a los italoamericanos como una caterva de criminales. De hecho, Coppola apenas sabía nada sobre la mafia, aunque lógicamente sí estaba profundamente familiarizado con otros muchos aspectos de la cultura y la mentalidad de los italoamericanos. Así que cuando Evans se puso en contacto por primera vez con él, rechazó la oferta con firmeza. Pero la actitud de Coppola no duró demasiado tiempo. Tenía por entonces un serio problema: estaba en la quiebra. Tiempo atrás había creado un estudio independiente, Zoetrope, junto a su amigo George Lucas, otro director novel que también peleaba por abrirse camino en el negocio (resulta irónico pensar que ambos terminarían dirigiendo en breve dos de los largometrajes más exitosos de todos los tiempos). Coppola y Lucas habían tenido la intención de utilizar Zoetrope para hacer cine al margen de los grandes estudios que monopolizaban Hollywood. Ninguno de los dos deseaba someterse a la batuta de los caprichosos ejecutivos de las grandes corporaciones. El experimento, sin embargo, no estaba funcionando: Zoetrope era una auténtica ruina financiera y para colmo le debía una fortuna a uno de aquellos grandes estudios que tanto detestaban, la Warner Brothers. Coppola y Lucas se encontraban en una situación bastante delicada e incierta. Estaban urgentemente necesitados de dinero líquido, así que George Lucas comenzó a presionar a su socio para que venciera sus reservas y aceptara la oferta de Paramount. Obligado por las circunstancias, Coppola aceptó a regañadientes hacerse cargo de la adaptación cinematográfica de ‘El padrino’. En los meses siguientes se arrepentiría de aquella decisión prácticamente cada día. Los preparativos y el rodaje iban a constituir un verdadero infierno para él.
Robert Evans tenía lo que quería: un proyecto de presupuesto moderado, un productor eficaz capaz de respetar ese presupuesto, un director joven y (teóricamente) manejable, y un libro de éxito que garantizaba grandes dosis de publicidad gratuita, además de que el propio autor del best seller, Mario Puzo iba a colaborar en la confección del guion. Pese a las reticencias iniciales del director sobre la novela, a la que había criticado duramente, Coppola y Puzo se entendieron de maravilla cuando comenzaron a trabajar juntos en el guion. Coppola volvió a leer el libro —esta vez con una actitud más receptiva— e imaginó un nuevo enfoque para la historia. El libro tenía un tono más o menos convencional de relato de mafiosos, pero él pensó que la historia de los Corleone podía ser enfocada desde otro punto de vista, como si fuese una tragedia griega, primando la evolución interior de los personajes y la relación entre ellos por encima de las peripecias mafiosas. A Mario Puzo le encantó la idea. Contra todo pronóstico, Coppola y Puzo formaron una pareja perfectamente compenetrada y empezaron a darle forma al argumento definitivo. Decidieron eliminar de la adaptación algunas partes del libro —las desventuras del cantante Johnny Fontane y también la narración de los inicios del capo mafioso Vito Corleone—, centrando el guion en la metamorfosis espiritual de Michael Corleone, el hijo pequeño de Vito.
Michael era un personaje que, a su pesar, terminaría convirtiéndose en un criminal y vendiendo su alma al diablo para salvar a su familia. Ese era el toque trágico y shakesperiano que Coppola aportó al guion. En la Paramount, por descontado, quedaron horrorizados por la idea, porque habían confiado en recibir un guion centrado en la acción y la descripción del mundillo criminal. Sin embargo, tanto Mario Puzo como el productor Al Ruddy respaldaban el enfoque de Coppola. Además, paralelamente, el proyecto había empezado a alcanzar unas dimensiones enormes. La novela era cada vez más exitosa y la Paramount había decidido aumentar considerablemente el presupuesto, para situar la acción en los años cuarenta. Paso a paso, ‘El padrino’ se estaba transformando en una superproducción y en el estudio empezaban a arrepentirse de haber puesto a alguien como Coppola al timón. Pero la situación no recomendaba tomar decisiones precipitadas y eso evitó, por el momento, que fuese despedido. Incluso consideraron la idea de vender los derechos de la novela a otro estudio, ya que los dos personajes protagonistas —Vito y Michael Corleone— se habían convertido en papeles muy cotizados. Burt Lancaster, por ejemplo, estaba ansioso por interpretar a don Vito y ofreció una gran suma de dinero a la Paramount para adquirir el proyecto. La Paramount no veía con malos ojos la venta. Robert Evans, notando que ‘El padrino’ podía escapársele de las manos, defendió momentáneamente el trabajo de Coppola y consiguió in extremis que el estudio no vendiera los derechos a Lancaster ni a ningún otro postor. Había que ponerse a trabajar a toda prisa. Antes de que en la Paramount volviesen a cambiar de idea sobre el proyecto, había que empezar a confeccionar un reparto adecuado. Era hora de buscar a los actores idóneos. Lo cual, para variar, iba a constituir otro terremoto interno en la producción.
Los ejecutivos de la Paramount, Evans incluido, tenían una idea muy concreta del tipo de película que querían. Deseaban un film espectacular, de acción, encabezado por dos grandes estrellas habituales en el género. Para ellos, ‘El padrino’ seguía siendo una simple película de gánsteres, aunque ahora, además de simple, era bastante cara. Querían darle el papel de Vito Corleone a alguien como Anthony Quinn, un actor versátil, en boga, y muy profesional. También barajaron nombres como George C. Scott —en el absoluto cénit de su carrera tras su espectacular trabajo en Patton— o Laurence Olivier, quien no pudo aceptar porque tenía problemas de salud (aunque más adelante lo veríamos bordando el papel de villano en Marathon Man). También se interesó abiertamente por el papel de don Vito el legendario Edward G. Robinson. Todos ellos nombres gratos para el estudio. Pero no. Pronto cundió el pánico por los pasillos de la Paramount cuando se supo a quién había elegido Francis Ford Coppola para el papel: Marlon Brando. El director, en quien habían confiado encontrar un dócil escudero, se estaba destapando como un artista que tenía sus propias ideas y para colmo estaba dispuesto a defenderlas. Quería a Brando y a nadie más que a Brando. Como diría el coronel Kurtz: “¡El horror, el horror!”.
Marlon Brando era por entonces un mito de la pantalla, sin duda, pero era un mito del pasado. Por entonces estaba completamente pasado de moda frente a los actores jóvenes. Su carrera se había convertido en un páramo. Sus últimas películas habían sido un fracaso detrás de otro: como decían en la Paramount, Brando era considerado “veneno para la taquilla”. Para colmo estaba etiquetado por la industria como un actor difícil, rebelde y poco profesional; tenía fama de no tomarse su trabajo en serio, dificultando los rodajes en los que participaba con su pasotismo, sus ausencias sin explicar y su total falta de interés por la profesión de actor. Se dice que, tras conocerse la decisión de Coppola, el equipo de producción recibió un expresivo telegrama de los abogados de Paramount: “No se financiará la película con Brando en el papel principal. No se molesten en responder. Caso cerrado”. Pero ni así se dio Coppola por vencido. Aún peor: Mario Puzo apoyaba la elección de Brando. El escritor aseguraba que había creado el personaje de Vito Corleone pensando que solo Brando podría interpretarlo. En Paramount estaban completamente atónitos: Coppola y Puzo habían perdido la cabeza. Se organizó una reunión de emergencia entre los directivos y el equipo de producción —Coppola incluido— que fue digna de un guion de Woody Allen. El presidente de Paramount, Stan Jaffe, quiso dejar clara su postura pronunciando una sonora sentencia bíblica: “Yo soy el presidente de la Paramount, y ¡os garantizo que Brando no aparecerá en esta película”. Coppola, en mitad de un dramático alegato en el que, al borde de la histeria, insistía en que Marlon Brando era el mejor actor vivo sobre la faz de la tierra, se desmayó allí mismo, en mitad de la reunión. El caos estaba apoderándose de la Paramount. solo faltaba Harpo Marx con la bocina para terminar de sembrar la anarquía en el edificio. Ya en la fase de preparativos, ‘El padrino’ se estaba transformando en una guerra civil.
El estudio, decidido a rechazar a Brando, siguió adelante con la búsqueda de un Vito Corleone adecuado. Pero Coppola aún tenía una visión propia que defender. A espaldas del estudio, le ofreció el papel a Brando, visitándolo en su casa para rodar una prueba de cámara. Brando, muy interesado en el papel, no sabía que el estudio no quería verlo ni en pintura. Obviamente, a esas alturas de su carrera, ya no se rebajaba a hacer castings. De hecho, engañado por Coppola, creía que la prueba de cámara era solamente a efectos de maquillaje… cuando en realidad Coppola quería usarla para convencer a la Paramount de que el actor era ideal para el papel. Brando llevaba el pelo largo por entonces, recogido en una rubia coleta. Pero se lo tiñó de negro con betún, se puso unos kleenex bajo las mejillas, comenzó a hablar con voz afónica… y allí, en su propia casa, nació el Vito Corleone de carne y hueso. La prueba de casting —que Brando no sabía que era tal— había resultado más que brillante. Marlon Brando era Vito Corleone. Para Coppola, no había más que hablar. El director acudió al despacho de Charlie Bluhdorn, aquel jefazo de Paramount amigo de los mafiosos. Le puso la filmación que había rodado en casa del actor. Cuando el irascible Bluhdorn vio el rostro de Brando en la pantalla, se quedó lívido: “¡No! ¡No! ¡Brando no! ¡De ninguna manera!”. Pero después contempló la transformación del actor en Vito Corleone y se le bajaron los humos. El magnate, por fortuna, supo ver lo mismo que había visto Coppola. Vito Corleone estaba allí. Ya más calmado, Bluhdorn dijo: “De acuerdo, es asombroso”. Aceptó que Brando hiciese el papel —eso sí, con algunas duras cláusulas destinadas a impedir que su famosa falta de seriedad perjudicase el rodaje— y, una vez el jefazo dio el visto bueno, el resto de Paramount tuvo que resignarse a aceptar la idea de que el díscolo Marlon iba a protagonizar el film. Coppola había ganado la primera batalla. Pero había sido la primera, y ni siquiera la más difícil, de una larga guerra. Aún quedaba por asignar el otro papel protagonista, el de Michael Corleone. Una vez más, Coppola tendría que pelearlo hasta el final.
Francis Ford Coppola tuvo muy claro desde un principio cuál era el tipo de actores que deseaba para su película: talentosos pero —excepto Marlon Brando— no necesariamente muy conocidos. Para representar a los hermanos Corleone había elegido exclusivamente a actores italoamericanos: Carmine Caridi fue su primera opción para interpretar al duro Santino Corleone, porque su físico correspondía a lo que Puzo había descrito en su novela. John Cazale, que había sido descubierto por Coppola en una obra teatral donde se había sentido profundamente impresionado por la intensidad del actor, se haría cargo del pusilánime Fredo Corleone (poco presente en ‘El padrino’, pero su portentoso talento sería uno de los puntos fuertes del drama en ‘El padrino II’). Para el papel de Connie Corleone, Coppola eligió a su propia hermana, Talia Shire, aunque a diferencia de futuros castings con miembros de su familia —pienso por ejemplo en Sofia Coppola— la decisión fue un acierto. En cuanto a Kay Adams, la novia y futura esposa de Michael, al terminar el guion Coppola se dio cuenta de que el personaje resultaba demasiado pasivo —el argumento requería que Kay mostrase esa personalidad— hasta el punto de resultar incluso insípido, así que pensó que necesitaba a una actriz no muy convencional que le diera cierta vidilla a un personaje tan abiertamente vacuo. Optó por darle el papel a una joven actriz televisiva aún poco conocida, aunque muy reputada en el mundillo teatral, Diane Keaton, cuyas expresiones faciales, peculiares manierismos y aspecto nervioso convertirían a la sosa Kay en un personaje de entidad (el acierto en la elección de Keaton se pondría aún más de manifiesto en la segunda parte). En cuanto a Robert Duvall, también era una primera elección de Coppola para encarnar a Tom Hagen, el huérfano de origen alemán a quien Vito Corleone había recogido de la calle y criado como un hijo, hasta convertirlo en su abogado y ‘consigliere’. Hasta aquí, un reparto innovador pero aceptable, siempre que hubiese una estrella acompañando a Brando al frente del cartel. Pero el auténtico problema llegó cuando Coppola anunció a ese actor que protagonizaría el film junto a Brando, encarnando al personaje central de la trama, Michael Corleone. El director había visto a un prácticamente desconocido Al Pacino interpretando a un heroinómano en la película ‘The Panic in Needle Park’, y de repente, en su visión, ningún otro actor podía meterse en la piel de Michael.
Una vez más, nadie en la Paramount entendió esa visión. Pacino era bajito, de aspecto insignificante, facciones suaves y desprendía blandura por los cuatro costados. ¿Coppola pretendía que aquel alfeñique interpretase a un temible jefe criminal? ¿Era aquello una broma? ¿Se había vuelto loco? Incluso Fred Roos, el director de casting, tuvo comentarios despectivos hacia el actor, calificándolo de ‘parvulito’. El estudio, desde un principio, había querido a alguna estrella imponente en el papel de Michael Corleone, especialmente alguien que hubiese trabajado en películas de acción o tuviese al menos un rasgo evidente que pudiera hacerlo pasar por un capo de la mafia. Pensaban en nombres como James Caan, Warren Beatty o incluso Robert Redford… un gran actor, que probablemente tenía recursos más que suficientes para un personaje así, pero que hubiera resultado totalmente inverosímil en el papel de siciliano (los directivos de Paramount presentaron la surrealista justificación de que “en el norte de Italia hay italianos rubios”, como si eso fuese a convertir a Redford en un creíble jefe de la Cosa Nostra). Varios actores en boga declinaron el papel, como el propio Beatty —a quien según parece ofrecieron incluso hacerse cargo de la dirección, aunque el actor no quería repetirse en el papel de gánster tras el éxito de Bonnie and Clyde— o Jack Nicholson. La Paramount organizó costosísimos castings y pruebas de pantalla con todos los actores imaginables, intentando encontrar a un Michael Corleone que se ajustase a su idea de un personaje de acción, invirtiendo enormes sumas de dinero en el proceso de selección. Mientras, Coppola realizaba sus propias pruebas de cámara baratas con Al Pacino en el papel de Michael, cada vez más convencido de su decisión y dispuesto a contratarlo contra viento y marea. El director quedó doblemente satisfecho con su elección cuando comprobó que Pacino y Keaton desarrollaban una visible química tanto en lo personal como en la pantalla, y que la actriz con quien tenía que compartir algunas escenas clave era una de las pocas personas que abogaba con entusiasmo por Pacino como protagonista.
Con este reparto elegido por Coppola, y para desmayo de Paramount, la película no tenía más estrellas que Brando, quien para colmo estaba en horas bajas. En un último intento por salvar el cartel y viendo que el director no daba su brazo a torcer en el asunto del protagonista (“no haré la película sin Pacino”, dijo Coppola), Robert Evans le lanzó un ultimátum: si quería contar con el Pacino, tendría que aceptar a James Caan en el papel del fiero Santino ‘Sonny’ Corleone. Coppola se negó en un principio, porque Caan no era italoamericano y no le parecía idóneo para el personaje. Y además porque su primera elección, Carmine Caridi, ya había firmado su contrato. Sin embargo, para poder contar con Pacino, tuvo que ceder. Caridi, quien había estado celebrando por todo lo alto su inclusión en la película, contándoselo a todo el mundo, se encontró repentinamente en la calle, desplazado por otro actor impuesto por los directivos. El papel sería de James Caan, definitivamente. Sin embargo, pese a las reticencias de Coppola causadas por la inadecuada ascendencia germana de Caan —como el propio Evans había dicho ya, uno de los problemas de las películas de mafiosos había sido el tener a “actores judíos en el papel de italianos”, el actor se adaptó a la perfección al papel. Caan era un hijo de inmigrantes crecido en el Bronx, un tipo duro, no el típico angelito blando de Hollywood. Había en su personalidad un lado callejero que se traslucía perfectamente en la pantalla. No era italiano, pero conocía bien el acento y la forma de comportarse de los italoamericanos del Bronx, así que no tuvo problemas a la hora de transformarse en uno ante las cámaras. Incluso hizo célebre alguna expresión, “Bada Bing”, ocurrencia que se inventó sobre la marcha en el rodaje— que se puso de moda entre los verdaderos mafiosos tras el estreno del film y que como sabemos terminó dando nombre al local propiedad de Tony Soprano en la famosa serie de la HBO, The Sopranos. De hecho, la actuación de James Caan fue tan convincente que muchos espectadores creyeron que el actor procedía, como los demás, de familia italiana, hasta el punto de que algunas asociaciones le dieron premios… ¡como italoamericano del año!
Cuando comenzó a filmarse ‘El padrino’, la Paramount estaba descontenta con el director, con el reparto, con el guion y con el enfoque que Coppola —con el apoyo de Puzo— pretendía darle a la historia. Para colmo, el director había solicitado un plazo de rodaje de ochenta días, que el estudio no estaba dispuesto a conceder. Se le dieron solamente cincuenta. Cada vez que perdía tiempo con improvisaciones o ensayos y los productores le acusaban de retrasarse en la agenda, Coppola les recordaba que estaba adaptando su método de trabajo a un periodo de filmación mucho menor de lo previsto. Era un tira y afloja constante. Sabiéndose carente de respaldo, puso las cámaras a funcionar en mitad de una emponzoñada atmósfera de trabajo. Cuando se hubieron filmado y positivado varias escenas, se llevó la cinta con las secuencias a los ejecutivos del estudio para que hicieran una primera valoración de cómo marchaba el rodaje y qué resultados estaba produciendo. Tras contemplar aquellas primeras muestras, la paciencia de los directivos de Paramount llegó a su punto límite. Con espanto, vieron que Coppola estaba rodando una película de ritmo lento y pausado, anticuada, en vez de lo que habían esperado como un trepidante film de gánsteres, con una fotografía oscurantista, tenebrosa, completamente opuesta a lo que se estilaba en las películas por entonces. Es decir, vieron confirmados sus temores de que el largometraje iba a ser un desastre… precisamente por algunas de las características que la convirtieron en un clásico inmortal (como siempre, la certera visión de los directivos). El director de fotografía Gordon Willis defendía su propio trabajo, asegurando que aquella iluminación oscura, completamente pasada de moda, era precisamente lo que la historia necesitaba para funcionar en pantalla. Pero Willis, que se defendía a sí mismo, no defendía a Coppola, cuyas habilidades como director no respetaba. Aunque la fotografía de Willis y el estilo de Coppola encajaron como un guante en el resultado final, lo cierto es que se pasaron todo el periodo de producción embarcados en una especie de duelo repleto de discusiones técnicas. En una ocasión llegaron a mayores y el director de fotografía se marchó enfurecido a su tráiler, en el que se encerró tras soltarle un ácido “¡no tienes ni puta idea!” a Coppola, delante de todo el equipo. Cuando quisieron seguir rodando, no podían encontrar a Willis por ninguna parte. Coppola, fuera de sí, gritó “¡a tomar por culo esta película! ¡He dirigido cuatro películas sin que nadie me dijera lo que tengo que hacer!”, y también dejó el plató, marchándose a su tráiler y cerrando también la puerta tras de sí. En aquel momento se escuchó un estampido, y no pocos miembros del equipo pensaron que Coppola se acababa de pegar un tiro en su camerino… lo cual da buena idea de la insoportable tensión que reinaba en el plató. En realidad, Coppola “solo” le había pegado una patada a la puerta del tráiler, que quedó bastante maltrecha.
El ambiente en el rodaje estaba, como decimos, muy enrarecido. Todo el mundo sabía que el puesto de Coppola pendía de un hilo y que el estudio ya tenía en recámara a algún posible director suplente, en caso de que se produjera un despido que parecía anunciado. El director, consciente de esto, se mostraba visiblemente inseguro. El propio Coppola admitió más tarde que todas las noches soñaba con una escena en que Elia Kazan aparecía en el plató y le decía: “lo siento, Francis, vengo a sustituirte”. Ni siquiera el equipo técnico respetaba al director. Durante una secuencia, un cámara se tomó la licencia de decirle a Coppola —en voz alta y delante de todo el personal— que estaba “infrautilizando a los actores”. En otro momento, Coppola fue al baño, se encerró en un retrete y accidentalmente escuchó una conversación entre varios miembros del equipo, quienes no sabían que el director estaba allí y decían: “Coppola nunca hará otra gran película. Todo el mundo está de acuerdo en que no tiene ni idea de lo que hace, el trabajo le viene grande”, “esto es una basura” y demás lindezas. En este entorno y con el estado de ánimo que podemos suponer hubo de hacer frente Francis Ford Coppola a la filmación. Incluso el editor Aram Avakian, responsable del montaje, se convirtió en otro importante enemigo del director. Estaba acostumbrado a que los directores le diesen una buena cantidad de planos alternativos para construir cada secuencia en su cabina de montaje a su antojo, pero Coppola —al igual que solía hacer Alfred Hitchcock— le proporcionaba únicamente el material mínimo para componer una secuencia con sentido. Lo cual limitaba la aportación creativa del montador, forzándolo a construir cada escena según la única visión del director, una visión que Avakian no conseguía entender. El montador terminó pidiendo a los ejecutivos de Paramount que despidieran al director, porque según él, ‘El padrino’ iba a terminar siendo un “rompecabezas” incomprensible por culpa de que no le llegaba material suficiente para realizar un montaje convincente. Además, Avakian tenía razonables esperanzas de convertirse en el sustituto si Coppola perdía su trabajo. Pero Robert Evans, antes de tomar una decisión, quiso revisar personalmente el material proporcionado por Coppola junto a un técnico de montaje independiente, para averiguar si realmente se estaban quedando cortos de metraje. Comprobó que Coppola proporcionaba el material mínimo, pero suficiente, y no menos del necesario. Las secuencias completas estaban allí, efectivamente. Finalmente, la jugada de Avakian se le volvió en contra: fue despedido ante la evidencia de que estaba intentando sabotear al director, perjudicando la marcha del rodaje con ello, y Coppola se salvó por los pelos una vez más.
Pero no todos estaban en contra del cineasta en el rodaje. Además del consabido apoyo de Mario Puzo, Coppola tenía muy buena relación con el escenógrafo —Dean Tavoularis—, lo cual podría parecer un detalle secundario, pero no lo era en absoluto. En primer lugar, porque desde el momento en que se decidió que ‘El padrino’ sería una película de época el papel de Tavoularis como responsable de los decorados se volvió tremendamente importante, tanto en lo artístico como en el mero aspecto contable, ya que una considerable porción del presupuesto estaba en sus manos. Pero el principal respaldo para el director era el de los actores, que creían en él. Particularmente Marlon Brando, quien en una de las varias ocasiones en que el empleo del director estaba en la cuerda floja, le dio a Coppola un importante balón de oxígeno anunciando que no interpretaría a Vito Corleone si no era Coppola quien dirigía la película. Aquello ayudó a que el director pudiera continuar en la película en un momento muy delicado, cuando prácticamente tenía pie y medio en la calle. Pensando que en cualquier instante iba a llegarle la carta de despido, reaccionó rodando con mayor velocidad y acumulando material en las latas, lo cual —al menos— haría que tuvieran que pensarse mejor la decisión de prescindir de él. Cuantas más secuencias tuviese rodadas, más difícil haría la decisión de echarlo a la calle. La Paramount ya se había gastado mucho dinero y se habían rodado varias secuencias importantes. La marcha de Brando o de algún otro de los actores principales iba a suponer un considerable y muy costoso engorro. Tragando saliva, el estudio se achantó ante el ultimátum de Brando y mantuvo al director al frente. Aunque ya nadie en la Paramount era optimista con respecto a la película, ya que la habían empezado no les quedaba más remedio que hacer de tripas corazón y terminarla. La mayoría de los involucrados anticipaba un rotundo fracaso. Habían cometido un error contratando a Coppola y no echándolo cuando aún habían tenido ocasión, habían cometido un error aceptando a Brando… habían cometido todos los errores del mundo.
También Pacino atravesó un particular vía crucis artístico durante el rodaje. Muchos miembros del equipo se burlaban de él con más o menos disimulo, incluso ante sus propias narices. Nadie le respetaba. Aunque Paramount había luchado contra la elección de Marlon Brando, por ejemplo, una vez el legendario actor pisó el decorado y desplegó su magia habitual, todos entendieron por qué aquel hombre era un mito de la pantalla. Brando llegó, vio y convenció. Pero no ocurrió lo mismo con Pacino. Sus primeras secuencias estaban muy lejos de mostrar al peligroso jefe criminal al que —se suponía— estaba interpretando. No tenía ni el físico, ni la intensidad, ni el carisma, pensaban todos. Excepto Coppola y algunos de sus compañeros de reparto, Pacino era considerado casi unánimemente un pegote, un desafortunado capricho del director que iba a contribuir a la debacle final. Sin embargo, cuando se rodó la secuencia en la que Michael Corleone asesina a dos de sus enemigos mientras cena con ellos en un restaurante, la percepción acerca de Pacino dio un giro de ciento ochenta grados. El actor mostró una inusitada capacidad para, con los mínimos cambios de expresión, desplegar una intensidad apabullante. Aquella secuencia, que se convertiría en uno de los puntos de inflexión del personaje en el argumento, fue también un punto de inflexión para Pacino en el mismo rodaje. El tiroteo en el restaurante hizo que tanto el actor como el propio Coppola gozasen de un renovado respeto. A partir de ahí, y aunque el rodaje siguió siendo difícil, se diluyó un tanto la sensación de estar trabajando in extremis. Los términos malsonantes llegan a esta serie de artículos. Como no podía ser menos… porque en la historia acaba de desembarcar la mafia. La mafia de verdad.
Robert Evans, el productor ejecutivo de ‘El padrino’, apenas podía creer lo que le estaba sucediendo. Una voz había llamado a su casa dejando un aterrador mensaje: “Te daré un consejo: no queremos tener que destrozar tu bonita cara, ni tener que hacerle daño a tu hijo recién nacido. Lárgate de la puta ciudad. No hagas ninguna película sobre la Familia aquí. ¿Entendido?”. El interlocutor era anónimo, pero no se necesitaba ser muy listo para deducir la procedencia del ‘recadito’. La Cosa Nostra se había enterado de que se estaba filmando la adaptación del libro de Mario Puzo y la idea no les había gustado demasiado. La propia ayudante de producción de Evans llegó a oír disparos en el exterior de su propio domicilio, provocando el pánico entre sus familiares. Cuando llegó la policía y la pobre mujer se atrevió finalmente a salir al exterior, vio que todos los cristales de su automóvil habían sido pulverizados a balazo limpio. No, no hubo una cabeza de caballo, pero la mafia había dejado clara su opinión… La más fiera oposición a la película provenía de una de las principales organizaciones mafiosas del país, la familia Colombo, que era una de las cinco familias que gobernaban la Cosa Nostra desde Nueva York. El capo de la organización —un equivalente real de Vito y Michael Corleone— era Joe Colombo, quien había decidido unilateralmente que la película no iba a terminarse. Colombo era un personaje peculiar, una mezcla entre jefe criminal y activista social: cuando su hijo fue detenido por el FBI a causa de sus implicaciones en diversos negocios ilegales, Joe Colombo, ni corto ni perezoso, respondió con la creación de la ‘Liga de los Derechos Civiles de los Italoamericanos’. Ahí es nada. Calificó la detención de su hijo como una muestra de los prejuicios raciales que existían contra su grupo étnico, y comenzó una campaña para limpiar la imagen de la población italoamericana, mezclando la (supuesta) inocencia de su hijo en el asunto. Era como si Tony Soprano se hubiese transformado en una especie de figura política. Con la financiación de la propia mafia, la Liga prosperó, y —amenazas anónimas aparte— la oposición de Colombo a ‘El padrino’ se presentó principalmente bajo el contexto de la reivindicación de la dignidad del honrado italoamericano medio. Algo que no dejaba de resultar irónico, dado que Puzo o Coppola representaban realmente al “honrado italoamericano medio” mientras que Joe Colombo era uno de los más temibles criminales de la nación.
Evans, acongojado por las amenazas de los gánsteres, decidió pasarle la patata caliente al productor del film, Al Ruddy: “Me ha telefoneado un tipo llamado Joe Colombo, diciendo que si hacemos la película nos meteremos en serios problemas. Le he dicho que yo no producía la película, que Al Ruddy era el productor. Al, vete a visitar a Colombo”. Menudo encargo. La oposición del mafioso era un problema porque la mafia controlaba los sindicatos y muchos servicios públicos de Nueva York. Dado que ‘El padrino’ se estaba rodando en esa ciudad, los mafiosos tenían la capacidad de paralizar e incluso arruinar por completo el rodaje, sin más necesidad que recurrir a sus contactos sindicales y sus influencias. Eso, además de la siniestra posibilidad de que alguna de las amenazas llegase a hacerse realidad Al Ruddy —que demostró una considerable entereza de ánimo durante su trabajo producción de la, hasta ese momento, infausta película— hizo de tripas corazón y se reunió con Joe Colombo en el hall del hotel Sheraton. El hotel, para colmo, tenía su historia, ya que en la barbería ese había asesinado a Albert Anastasia por orden de los demás capos mafiosos de la ciudad, solo unos años antes. Pero, para sorpresa de Ruddy, Colombo no acudió con ánimo amenazante; su pretensión era la de parecer “únicamente” el representante de la Liga de los Derechos Civiles. A Ruddy, de hecho, le llamó la atención el aspecto perfectamente convencional de Colombo, aun sabiendo que se trataba de un individuo verdaderamente peligroso. La conversación giró pues en torno al daño que ‘El padrino’ podía hacer a la imagen de la población italoamericana, por más que Ruddy sabía que, sin necesidad de mencionar el tema, lo que realmente preocupaba a Colombo era ver en pantalla una descripción de la mafia. El productor era la clase de individuo capaz de hablar de tú a tú con todo un capo de la Cosa Nostra y sabía resultar creíble, así que fue ganándose al mafioso. A Colombo le convencía la visión que Ruddy le había dado del argumento del film; que no sería una descripción en plan policial de ninguna organización criminal, sino más bien una historia de familia, en la que se mostraban sus valores y en la que se respetaba la tradición italoamericana. En el film no todo serían estereotipos: aparecerían italoamericanos de diversa condición y también aparecerían criminales de otras ascendencias étnicas. Ruddy estaba dispuesto a todo para sacar la película adelante, así que se dejó de ceremonias y palabrería política, y citó al mafioso en su despacho al día siguiente. “Te dejaré leer el guion”, le dijo a Colombo, “y veremos si podemos llegar a un acuerdo”. Finalmente una proposición directa que estaba en la línea de lo que un tipo como Colombo esperaba.
Efectivamente, el capo acudió al día siguiente al despacho de Ruddy; se puso las gafas, abrió el guion, y ya en la primera escena se topó con una seria dificultad: no entendía lo que estaba leyendo. “¿Qué es un fade-in?”, preguntó levantando la vista hacia Ruddy. El productor empezaba a comprender que Joe Colombo no tenía intención de leerse el guion de ‘El padrino’. No es así como funcionan los mafiosos. El astuto Joe se quejó de la graduación de sus gafas: “Malditas gafas, no puedo leer con ellas” y ante el preocupado asombro de Ruddy el capo lanzó el cuaderno sobre la mesa. Se giró hacia sus lugartenientes, que lo habían acompañado en la visita: “Vamos a ver, ¿nos fiamos de este tipo o no?”. Los otros mafiosos asintieron con la cabeza. “Entonces, ¿para qué coño voy a leerme este guion? Hagamos un trato ya”. Lo que Colombo quería era que la palabra ‘mafia’ fuese eliminada del guion y no se pronunciara ni una sola vez en toda la película. También quería que la recaudación de la jornada de estreno de ‘El padrino fuese íntegramente destinada a su Liga de los Derechos Civiles, como un gesto público del estudio hacia la causa de la dignidad italoamericana. Ruddy, sin contar con la aprobación de la Paramount pero sabiendo que aquella era la única forma de salvar el film del boicot de la Cosa Nostra, dijo inmediatamente que sí. Sellaron el acuerdo con un apretón de manos. La película tenía vía libre. La palabra ‘mafia’ no apareció en todo el metraje. Joe Colombo, por cierto, nunca se molestó en reclamar la recaudación del estreno. A partir de ese momento, los mafiosos empezaron a presentarse frecuentemente en el rodaje… pero con actitud de amistosa colaboración. Saludaron a los actores, mostraron su admiración a Marlon Brando, y se convirtieron en un elemento más en el plató de ‘El padrin’, incluso preocupándose de que no hubiese más problemas de los necesarios con el personal. Algunos de aquellos mafiosos llegaron a salir en la película como extras o en papeles menores. Al Ruddy había hecho nuevos amigos. Aquello sirvió, entre otras cosas, para que Coppola encontrase a alguien que encarnara a Luca Brasi, el asesino a sueldo de Vito Corleone, uno de los personajes que no había conseguido cerrar en el casting. El grandullón Lenny Montana había sido campeón de lucha libre y ahora trabajaba como matón para la familia Colombo; el director vio inmediatamente en Montana al Luca Brasi que quería y le ofreció el papel. Montana no sabía actuar, pero su torpeza le vino de maravilla al film. La secuencia en que un nervioso Brasi ensaya lo que va a decir a Vito Corleone antes de reunirse con él en la boda de su hija, fue un ensayo real filmado por el director. Los momentos en que se traba cuando conversa con Brando no fueron fingidos: Montana tenía muchísimos problemas para decir sus frases de manera fluida, pero eso era precisamente lo que Coppola buscaba en un personaje embrutecido como Brasi. El escudero de los Colombo, por cierto, entabló una muy buena relación con Marlon Brando.
Las vicisitudes de Al Pacino para hacerse respetar no eran muy distintas de los problemas que, en el propio argumento, tenía Michael Corleone para que lo tomaran en serio. Su personaje, al igual que Pacino como actor, era considerado inadecuado en el papel de un jefe criminal. Micahel Corleone era un estudiante, un idealista. Pese a su condición de héroe en el ejército, nadie en su entorno lo consideraba preparado para la lucha en la calle. Como decía su hermano Sonny en el film, la mafia no es el ejército: ya no basta con disparar a distancia.Hay que acercarse al tipo y “Bada bing!”, dejar que la sangre te salpique. Este es un ejemplo de cómo los paralelismos entre lo que sucedía en el rodaje y lo que veíamos en la película terminada, sin duda ayudaron a la rara intensidad de las interpretaciones. Curiosamente, casi toda la relación entre los actores e incluso su comportamiento tenía cierto parecido con la relación entre sus respectivos personajes. Marlon Brando era el capo, el mito cinematográfico al que todos sus compañeros admiraban y respetaban, del que todos habían aprendido y al que todos querían impresionar. James Caan se mostraba simpático y dinámico, intentando captar la atención de Brando con su desenfado callejero, mostrándose como un segundo líder entre los demás actores. Algo similar hacía Robert Duvall, quien bromeaba continuamente con su ídolo. Pacino, en cambio, se mostraba reservado e introvertido, buscando que Brando reparase en él, adoptando una pose misteriosa e interesante, lanzándole sus características miradas a distancia. Diane Keaton mantenía su conexión especial con Pacino. Aunque en el plató no reinaba precisamente el buen ambiente a causa de los choques con el estudio y buena parte del personal técnico, entre los actores sí reinaba la camaradería y Francis Ford Coppola se esforzó por crear con ellos una pequeña familia. En la práctica, el director actuó como capo de la tropa dramática de El padrino, con esa vocación paternalista propia de Don Vito o del propio Michael. Como recordaría años después Al Pacino, “Michael Corleone se parece mucho más a Francis Coppola que a mí”. La propia hermana del director reconocía que puso mucho de sí mismo y de su propia experiencia en el argumento, y que en la familia Corleone había muchos detalles que procedían de la propia familia Coppola. Todo esto benefició mucho a la verosimilitud de las interpretaciones, al tono de tragedia familiar que el cineasta deseaba imponer al largometraje… aunque antes del estreno, casi todo el mundo en la Paramount anticipara el naufragio.
El ambiente familiar, desde luego, no se prolongaba a la relación entre Coppola y los productores. Porque incluso una vez se hubo terminado el difícil rodaje, surgieron también problemas para decidir cuál sería el montaje final. La primera versión de la película tenía una duración de tres horas, algo muy poco habitual en la época y que por lo general se consideraba un obstáculo en la posible carrera comercial de una película. Una película, además, de cuyo éxito ya se dudaba de antemano a causa de su estilo anticuado, clásico y para muchos apolillado. Por orden del estudio —a través de Robert Evans— se acortó el film en casi un tercio, hasta poco más de dos horas, con el previsible resultado: en el nuevo montaje la película perdía toda su fuerza y los personajes quedaban desdibujados. La tragedia griega concebida por Coppola se quedaba en la vulgar película de gánsteres que había querido evitar a toda costa. Paramount ya había cometido ese error tiempo antes, cuando acortaron ‘Once Upon a Time in the West’, la grandilocuente epopeya de Sergio Leone. El wéstern, que había sido recibido con admiración en todas partes, fracasó rotundamente en los Estados Unidos, a causa de que el metraje había sido artificialmente mutilado por el estudio para acortar la duración del film (Leone no tenía suerte en los Estados Unidos; años después la Warner Brothers haría algo similar con ‘Once Upon a Time in America’, cuyo metraje también mutilaron y reordenaron, propiciando nuevamente su fracaso allí). Pero Robert Evans, tras ver la versión abreviada, entendió lo mucho que la película había perdido con los recortes y finalmente abogó por permitir que Coppola recuperase el montaje inicial de tres horas, dejando el film tal y como lo había concebido el director. La Paramount, ya casi con derrotada resignación, aceptó. Por una vez, se evitó destrozar un clásico a causa de la cortedad de miras y la irreflexiva avaricia de los ejecutivos, siempre poco tendentes a confiar en que al público adulto le gustará una película adulta (tantas décadas de cinematografía, y la mayor parte de ellos sigue sin entenderlo incluso hoy en día). Así, por suerte para la historia del séptimo arte, la versión larga de El padrino fue la que terminó en los cines. La Paramount estaba preparada para afrontar el fracaso de un film que había terminado costando mucho más dinero de lo que, una vez, había sido un modesto proyecto de adaptación de una novela inexistente cuyos derechos habían adquirido para hacerle un favor a un amigo.
Finalizada la pesadilla del rodaje y convencido —porque todo el mundo así se lo anunciaba— del fracaso comercial de la película, Coppola aceptó un nuevo trabajo como guionista, esta vez para una adaptación cinematográfica de ‘The Great Gatsby’. Estaba necesitado de dinero y después de la turbulenta producción de ‘El padrino’, no confiaba en volver a dirigir una gran película nunca más. Había tenido una superproducción entre las manos y había arruinado su oportunidad haciendo un trabajo “excesivamente personal»”, “anticuado”, “demasiado lento y oscuro”, “sin estrellas”, etc. Pese a que había seguido su instinto artístico en cada momento, no resulta extraño que las circunstancias y el pesimismo reinante en la Paramount llegasen a persuadir a Francis Ford Coppola de que no había sido el hombre indicado para realizar el trabajo, de que su estilo era demasiado “artístico” como para llegar al gran público. La Paramount había querido una película de tiros, él les había dado una especie de odisea de literato ruso, marcada por el drama de personajes, una película “larga, oscura, lenta y aburrida”. Agotado por las presiones de la filmación y sin querer saber nada acerca de lo que sucedía tras el estreno, Coppola se retiró a escribir el guion de The Great Gatsby´´, aislándose incluso de su propia familia. Ya que iba a pegarse el batacazo de su vida y estaba acabado como director, quería estar lejos y a solas para no percibir el ruido. ‘El padrino’ se estrenó ante el público en Nueva York, en una noche apropiadamente marcada por la lluvia. Camuflados entre los espectadores estaban el productor Al Ruddy y el protagonista, Al Pacino, quienes querían comprobar in situ la reacción de los espectadores. Ambos pudieron notar que algo raro sucedía. El público, pese a lo que habían temido, no se levantaba de sus asientos ni se marchaba a mitad de metraje. La sala no se quedaba vacía, abandonada por unos espectadores hastiados de tanta lentitud. Más bien al contrario, una especie de callada tensión reinaba en la sala. Tampoco se producía una reacción efervescente. El público parecía helado. Cuando terminó la película, ni siquiera hubo aplausos. Continuaba reinando el silencio. Para asombro de Pacino y Ruddy, los asistentes parecían sentirse simple y llanamente apabullados por lo que acababan de ver. Ninguno de los dos había contemplado nunca algo semejante. Toda una sala de cine apabullada por una película hasta el punto de quedar enmudecida. No tardaron en intuir que se estaba cociendo algo grande. Y así fue. La bola de nieve comenzó a rodar. El padrino se convirtió en un éxito inmediato, llenando una sesión detrás de otra y generando entusiastas críticas en los medios más diversos. Las colas antes los cines eran cada vez más y más largas. Coppola, deprimido y hundido, aún empeñado en no saber nada del resto de la humanidad, recibió en su remoto escondite una llamada telefónica de su mujer. Preso del más absoluto asombro, Francis Ford Coppola recibió la increíble noticia: había triunfado. Después de tantos sufrimientos para sacar adelante aquella película en la que nadie había creído, él era el ganador.
En los meses posteriores, ‘El padrino’ se convirtió en el largometraje más recaudador de todos los tiempos, superando a ‘Lo que el viento se llevó. y manteniendo intacta la marca hasta la aparición de ‘Star Wars’. También triunfó por todo lo alto en los diversos premios de la industria. Ganó “solo” tres Óscar, pero fueron de los importantes: a la mejor película, al mejor actor —para Marlon Brando, quien no se presentó a recogerlo y envió a una mujer nativa para reivindicar los derechos de los nativos americanos, en un desplante histórico a la industria— y al mejor guion adaptado, estatuilla que recibieron Mario Puzo y el propio Coppola. También fueron nominados Al Pacino, James Caan y Robert Duvall, además de una segunda nominación para Coppola, esta vez como director. Sin embargo, el compositor Nino Rota se quedó sin su nominación para mejor banda sonora —categoría en la que probablemente hubiese ganado— porque había usado alguna música que ya había incluido en otra película. En resumen, Francis Ford Coppola, el mismo que había estado a punto de ser despedido en diversas ocasiones durante el rodaje de su obra maestra, se transformó en el ojito derecho de Hollywood, en el nuevo genio reinante. Casi como el nuevo Orson Welles. Todo el mundo había despreciado su trabajo mientras filmaban; ahora, tras el estreno, todo el mundo amaba su película y admiraban el enorme tesón con el que había sacado su visión adelante contra viento y marea. De hecho, el triunfo crítico fue aún mayor cuando estrenó ‘El padrino parte II’, titulada así en contra de los deseos de Paramount, ya que por entonces se pensaba que el público no estaría interesado en ver segundas partes de películas que ya hubiesen visto (sí, aunque parezca mentira, hubo un tiempo en que las secuelas cinematográficas parecían una mala idea en la industria). Sin embargo, la segunda parte fue otro bombazo de taquilla y volvió a ganar el Óscar a la mejor película, además de acumular otras cinco estatuillas, una de ellas, la primera para Coppola como director.
Fue la historia del triunfo final de un creador frente a la maquinaria industrial que ha de dar soporte y visto bueno a su creación. Que podría ser también la historia de un músico frente a su discográfica, de un reportero frente a su periódico (o de un redactor frente a su revista, ya que estamos), o de un cómico frente a la censura. El titánico esfuerzo de un hombre que no se conforma con pensar en términos de dinero, que tiene una visión, que necesita plasmar esa visió aunque nadie más la comprenda y aunque ello pueda suponer el súbito final de su carrera en el momento menos indicado. Eso es un verdadero artista: quien llega a jugárselo todo por lo que considera una verdad creativa indiscutible. Coppola se lo jugó todo a una carta pensando que con toda seguridad perdería la apuesta… pero es que creía ciegamente que su jugada era, artísticamente hablando, la mejor. Ese es el impulso del artista, la determinación casi suicida con que le da forma a sus propias obsesiones aunque ello pueda conllevar su propia autodestrucción. Algo que ninguna persona razonable podría entender ni compartir, pero es que los artistas —cuando están en plena ebullición al menos— no son personas razonables. Ni pragmáticas. Ni previsoras. Cuando la creatividad se apodera del artista hasta el punto de hacerlo olvidarse de sí mismo, su propio yo no tiene importancia frente a aquello que necesita expresar. Crear arte es como un parto: el dolor es algo que se asume y se da por supuesto, porque el hijo ha de venir al mundo, sí o sí. No, no estuve sentado en la butaca de algún cine de Nueva York en 1972. Pero tampoco lo necesito. Nací en mundo donde ‘El padrino’ formaba ya parte de la cultura universal.
@SantiGurtubay
@BestiarioCancun