Putin ‘Volodia’, el zar de un imperio imposible

A treinta años del colapso de la Unión Soviética, un imperio que ocupó la sexta parte de la Tierra, utiliza la fuerza del terror para recuperar de idea de una nueva Gran Rusia…

SANTIAGO J. SANTAMARÍA GURTUBAY

La nostalgia es una ideología y el resentimiento un motor. A treinta años del colapso de la URSS —un imperio que ocupó la sexta parte de la Tierra— Vladímir Putin utiliza la fuerza del terror para lograr un imposible: recuperar la idea de superpotencia física y mental de la Unión Soviética pero en el rostro conservador de una nueva Gran Rusia. “Los acontecimientos han tomado un giro diferente. Ha ganado la línea de desmembramiento del país y de dislocación del Estado”, anunció Mijaíl Gorbachov el día de Navidad de 1991 al declarar la disolución de la URSS. De esa fecha en adelante quince repúblicas que vivieron bajo mando soviético pasaron a convertirse en países independientes. Pero aquel punto final de la Guerra Fría ha resultado ser un punto y seguido. El último día del último año del siglo XX el presidente Yeltsin nombró a Vladímir Vladímirovich Putin su sucesor. Desde entonces, los movimientos del máximo jefe del Kremlin parecen dirigidos por la obsesión de reconstruir el mapa que saltó en pedazos aquella Navidad. Tras sucesivas incursiones de diferente pelaje en Chechenia, en Georgia, en Crimea o en Bielorrusia, Vladímir Putin ha invadido Ucrania. Pero ¿quién es Vladímir Putin?

Durante la infancia la intemperie es la representación del mundo. En el piso comunal de Leningrado donde vivía la familia Vladímir Putin no había agua caliente ni baño, el váter apestaba y las discusiones entre familias y vecinos eran constantes. El niño Vladímir Putin, nacido en 1952, pasó gran parte de su tiempo persiguiendo ratas con un palo en ese espacio comunal donde “había peleas brutales, y donde se vivía el poder de las bandas callejeras y el culto a la fuerza. Para sobrevivir en este entorno tenía que ser astuto y brutal, parecer fuerte y no experimentar nunca dudas morales ni sufrimiento”, escribe sobre los primeros años de Vladímir Putin el analista político Andrey Piontkovsky. En la adolescencia decidió profesionalizar esos golpes, y se apuntó a judo y a sambo —un arte marcial desarrollado para el Ejército Rojo y los servicios secretos soviéticos— en la sociedad deportiva de la Planta Metalúrgica de Leningrado, en la Avenida Kondratievsky. El ruido seco de la caída del contrario en la lona se convirtió en uno de sus sonidos favoritos, y con dieciocho años consiguió el cinturón negro.

En las calles de su ciudad una cosa diferenciaba a Vladímir Putin de los demás. Llevaba un reloj en la muñeca, objeto de asombro entre las bandas de sus enemigos y las de sus amigos. Ese reloj, resplandeciente en la grisura y la suciedad del barrio, denota hasta qué punto Vladímir Putin fue un hijo al que todo se le concede, un pequeño rey nacido de un matrimonio condenado a extinguirse. Durante la Segunda Guerra Mundial a su madre la creyeron muerta por inanición y la apilaron entre un montón de cadáveres durante el asedio de Leningrado, que duró ochocientos setenta y dos días y donde un millón de personas murieron de hambre, uno de los agujeros más negros de la historia de horrores que es el siglo XX. Su padre luchó contra los nazis y estuvo a punto de morir varias veces: en la penúltima vez casi se congela en un estanque huyendo de los alemanes y en la última le tiraron una granada a los pies. En ese camino casi imposible de vida, Vladímir fue un hijo-milagro que sobrevive a la muerte de dos hermanos nacidos antes que él. Quizás por ello en la relación con sus padres percibe la adoración de la figura del elegido.  

El mundo es hostil, y para imaginar su futuro el adolescente Vladímir se inspira en ‘Escudo y espada’, una película soviética de 1968 sobre Alexander Belov, un doble espía ruso en la Alemania nazi, un tipo duro cuyo perfecto conocimiento del alemán le permite hacer carrera en los cuarteles generales de las SS en Berlín y ayudar a la patria soviética. Esa fantasía juvenil modela sus movimientos en la vida real, y decidido a conseguir su propia insignia del escudo y la espada —emblema de la KGB (Comité para la Seguridad del Estado), los servicios secretos soviéticos—, Vladímir Putin se personó en una oficina gubernamental en Leningrado para convertirse en agente secreto. Le pidieron estudios superiores, se apuntó a la Facultad de Derecho de la Universidad de Leningrado y aprendió alemán. Otra de sus inspiraciones juveniles fue ‘Diecisiete instantes de una primavera’, una serie de televisión soviética de 1973 protagonizada por otro doble espía llamado Stierlirtz, infiltrado en el Estado Mayor nazi en misión de averiguar las negociaciones de paz que Hitler y Occidente están pertrechando a espaldas de la URSS.

En 1999 le preguntaron si cuando se alistó a la KGB conocía las purgas de Stalin y la terrorífica reputación de los organismos de seguridad. Su respuesta fue: “Para ser sincero, no pensé en ello en absoluto. Ni un poco. Mi idea de la KGB provenía de las historias románticas de espías. Yo era un producto puro y absolutamente exitoso de la educación patriótica soviética”. La representación del mundo proviene en parte de nuestra labor cotidiana y la mentalidad del agente secreto está forjada a hierro entre la sospecha y la conspiración. Las ilusiones juveniles duran poco. La KGB destina a Vladímir Putin a Alemania del Este, pero no a Berlín —la capital mundial de los espías entonces— si no a Dresde, una ciudad aún arrasada, con vivos rastros de ruina desde los bombardeos de la aviación angloamericana en los últimos días de la Segunda Guerra Mundial. Allí vivió desde 1985 a 1990 con su joven mujer Lyudmila Aleksándrovna Pútina, azafata de la compañía aérea Aeroflot, y sus dos hijas. Su cargo era tan anodino en la jerarquía secreta que podía ser fotografiado en bares alternando y bebiendo cerveza Radeberger Pilsner sin ningún tipo de problema. Aunque también se especula que en realidad formaba parte del servicio de disidencia interna de la KGB: el espía que espía —y delata— a sus propios camaradas.

La oficina de la KGB en Dresde estaba en el edificio de la Stasi, la policía secreta de Alemania Oriental. Cuando en 1989, en la ola de acontecimientos que llevaron a la caída del muro de Berlín, una multitud enfurecida destrozó las oficinas de la policía alemana, Putin llamó al mando militar soviético para pedir ayuda. La respuesta a esa llamada fue: “No podemos hacer nada sin órdenes de Moscú. Y Moscú no dice nada”. Los movimientos sísmicos de la historia estaban llegando también a las puertas del imperio soviético. Vladímir Putin regresa con su familia a Leningrado, que recupera el nombre de San Petersburgo el 5 de septiembre de 1991. Como a la mayoría de los habitantes de la ex Unión Soviética, la inmediatez del cambio de paradigma histórico le ha dejado estupefacto. Se siente perdido. La KGB —cuyas siglas fueron tan temidas en el ancho mundo— parece haberse convertido en humo. Se plantea trabajar de taxista. Su futuro no es el que pensó. “Se encontró en un país que había cambiado de una manera que no entendía y no quería aceptar”, según Masha Gessen, autora de ‘El hombre sin rostro. El sorprendente ascenso de Vladímir Putin”.

Tiene un golpe de suerte. Su experiencia en el extranjero le facilita un puesto modesto hasta entrar en el mundo de la política gracias a Anatoli Sobchak, uno de sus antiguos profesores de universidad y nuevo alcalde de San Petersburgo. En un vídeo de presentación de los miembros del equipo municipal, Vladímir Putin aparece conduciendo por las calles de la ciudad, en una réplica casi exacta de una escena del espía Stierlirtz en ‘Diecisiete instantes de una primavera’, con la banda sonora de la serie de fondo. En ese tiempo de ruina económica, caos político y corrupción, cuando el comunismo se ha hundido y el andamiaje capitalista está por construir, Vladímir Putin entra en contacto con Anatoli Chubáis, uno de los padres del proceso de privatización que le introduce en el mundo de los negocios. Su carrera hacia el poder y el dinero va a más. En una crisis que lleva al Ayuntamiento de San Petersburgo —la ciudad que con el nombre de Leningrado vivió el cerco del hambre más atroz— a introducir de nuevo cartillas de racionamiento, varios concejales como Marina Salié y Yuri Gladkov acusaron a Putin de firmar dudosos contratos y de hacer desaparecer setenta millones de euros. El escándalo llevó al consistorio a pedir al alcalde Sobchak la destitución de Vladímir Putin, pero su respuesta fue dotarle de más poderes.

El trasiego político y económico de Vladímir Putin vive una escalada asombrosa al llegar a Moscú y acceder hasta la jefatura del FSB (Servicio Federal de Seguridad, el antiguo KGB). En ese salto, siendo él un joven jefe, universitario, con un traje, una chaqueta y una corbata diferenciada de la vieja ‘nomenklatura’, uno de sus oficiales, convencido demócrata, le detalla la escandalosa corrupción del centro y las relaciones de miembros del servicio con la mafia. La respuesta de Putin fue echar al oficial que pensó que con su llegada las cosas iban a cambiar. Su nombre era Aleksandr Válterovich Litvinenko, la primera persona que se atrevió a describir el gobierno de Putin como ‘Estado mafioso’, y que murió por envenenamiento en noviembre 2006. Postrado en la cama de la unidad de cuidados intensivos del Hospital Universitario de Londres, sin pelo a causa de la radiación de polonio y al borde la muerte, Litvinenko pidió que le hicieran una foto para aparecer en todos los medios de comunicación del mundo y acusar al entorno de su exjefe del FSB de su desgracia. Serguéi Skripal, otro exespía ruso, jefe del GRU (la agencia de inteligencia militar rusa), acusado de trabajar para los servicios secretos americanos, estuvo también a punto de morir envenenado junto con su hija Yulia en Salisbury, en Reino Unido.

“En las últimas dos décadas ha habido una mortalidad sospechosamente alta de personas que se han opuesto al régimen de Putin: periodistas, activistas proderechos, personalidades políticas y de la sociedad rusa”, explica en ‘Putin. De espía a presidente’, un documental de la BBC el periodista Vladímir Kará-Murzá. Como Skripal, como el disidente Alekséi Navalni, Kará-Murzá ha sufrido intentos de envenenamiento. A lo largo del mandato de Putin muchos otros opositores han acabado en prisión, como el jefe de la petrolera Yukos, Mijaíl Jodorkovski, o han muerto en extrañas circunstancias como el mismo Litvinenko: el magnate Borís Berezovski, las periodistas Anastasia Babúrova y Anna Politkóvskaya —y el abogado de su família Serguéi Markélov— el empresario Nikolai Glushkov, el diputado Serguéi Yushenkov, la activista proderechos humanos Natalia Estemírova o el exministro y líder opositor Borís Nemtsov. La lista es larga, quizás porque la ideología de Putin es antigua, de aquellas que desprecian la vida humana. No es demócrata, no es comunista ni capitalista: su motor ideológico es el dinero, el poder y la nostalgia de un imperio inexistente. En ese camino, viejo y polvoriento como el mundo, aparta a los que le hacen sombra, a los que denuncian sus movimientos o a los que le conocen demasiado. El jefe de los espías que llegará a ser primer ministro y presidente de todas las Rusias vivirá atrapado en lo que fue su sueño de juventud: la vida bajo el molde de hierro de un agente secreto soviético.

En 1999 Yeltsin nombra a Putin su sucesor. El 31 de diciembre de ese año, mientras medio mundo festeja la llegada del siglo XXI y la frase “todo va a salir bien” —de cuño inequívocamente estadounidense— está en la mente de casi todos, en un mensaje televisado Putin se erige en la figura pétrea que con los años perfeccionará hasta la enajenación al advertir: “Hoy se me han asignado las funciones de jefe de Estado. Quiero subrayar que ni por un minuto en el país ha habido ni habrá un vacío de poder y las autoridades cortarán de raíz cualquier intento de quebrantar la legislación y la Constitución de Rusia”. Uno de sus primeros decretos será reinstaurar la formación militar en las escuelas, como cuando en tiempos soviéticos niñas y niños podían montar un Kalashnikov en menos de diez segundos. Su primera crisis como jefe máximo de Rusia fue el hundimiento del submarino nuclear Kursk, joya militar de la era postsoviética, en el mar de Barents. El gobierno de Putin dijo que todos los ciento dieciocho tripulantes murieron en menos de tres minutos, pero una investigación que recogieron los medios evidenció que veintitrés de ellos habían logrado sobrevivir un tiempo a las explosiones que causaron el hundimiento. La respuesta de Putin al descubrirse el descalabro fue recortar la libertad de prensa.

Ante las dificultades, Putin responde ampliando su poder y cincelando su figura de autócrata. En los sucesivos años una ola de atentados salvajes —en el metro de Moscú, en teatros y festivales de rock, en estaciones de tren, en carreras de caballos, en cafeterías, en mercados, en aviones— acaba sumando más de un millar de muertos y centenares de heridos. Ante ellos, la respuesta de Putin es de una dureza granítica. Está, por ejemplo, la masacre de la escuela de Beslán, en Osetia del Norte, tomada por separatistas chechenos, ocurrida en septiembre de 2004, donde el intento de rescate dejó trescientos treinta muertos, la mitad de ellos niñas y niños. En la sucesión de tragedias Putin no usa la ley, sino que utiliza la fuerza de la aniquilación. Ante el terrorismo responde con recortes de derechos y libertades hasta cambiar el democrático curso político y transformarlo en dictadura.

La Constitución a la que solemnemente Putin apeló en su primera elección prohíbe un tercer mandato y en 2008 el elegido es Dmitri Medvédev. Putin pasa a ser la segunda figura política del país, pero por poco tiempo. Tres años después el candidato a presidente en las elecciones de 2012 será él. “Somos una nación de ganadores”, gritará en uno de sus mítines. Efectivamente, el 4 de marzo 2012 se presentó como ganador entre denuncias de fraude, horas después del cierre del último colegio electoral en un país de diecisiete millones de kilómetros cuadrados y ciento cuarenta y cinco millones de habitantes. Apareció en televisión con lágrimas en los ojos, proclamando que las elecciones habían sido honestas y agradeciendo a los que habían dicho “sí a la Gran Rusia”. En 2018 volvió a ganar las elecciones —el mandato presidencial había pasado de cuatro a seis años— y en 2020 impulsó una reforma en la Constitución que le permite mantenerse en el poder hasta 2036. En ese camino, en sus sucesivos discursos y acciones, Putin promete devolver el esplendor al país mientras lee atentamente ‘Rusia. Revolución conservadora’, de Aleksandr Dugin, un filósofo cuya tesis es que el mundo vive entregado al nihilismo y que alienta una fusión ideológica que aúne conservadurismo cristiano, patriotismo antioccidental y totalitarismo bolchevique.

Putin va adquiriendo cada vez más poder y riqueza, y en entrevistas y artículos se comprueba cómo va engrandeciendo su figura ante sus propios ojos. Tacha a Europa y a Estados Unidos de democracias hipócritas y arrogantes, y reclama respeto mientras usa ejércitos de trols y bots en internet para manipular elecciones y referéndums fuera de sus fronteras y utiliza el chantaje como forma de relación política. Vive en un laberinto de resentimiento que se nutre de los libros de historia. En sus discursos denuncia el nulo reconocimiento del papel de la Unión Soviética en la victoria sobre los nazis en la Segunda Guerra Mundial, el juego sucio americano en la Guerra Fría, el desprecio al papel de Rusia como interlocutor de categoría en la guerra de Yugoslavia en los años 90, las sucesivas guerras imperialistas americanas en Afganistán o Irak, o la invitación de la OTAN a Georgia y Ucrania a unirse a sus filas. Según el analista Orville Schell, en sus actos oscuros y en sus palabras de rencor Putin busca un imposible: derribar el orden occidental y, a su vez, ser objeto de su estima.

Más allá de la fuerza del gas y el petróleo como fórmula de negociación, un gesto que busca ese regreso al tablero internacional de primera línea —utilizando el denominado soft power— son los Juegos Olímpicos de Invierno de Sochi, en 2014. Putin se vuelca en los preparativos de este acontecimiento global con el que pretende devolver a Rusia su estatus de superpotencia. Pero todo se torcerá. En invierno de 2013 miles de personas se manifiestan en la plaza de la Independencia de Kiev a favor del ingreso de Ucrania en la Unión Europea. El mandatario no perdona ese despecho de lo considerado propio, porque esa es la peor de las traiciones. Hace más de mil años, cuando Moscú era apenas una aldea, el Rus de Kiev —una federación de grupos eslavos— dio origen a la identidad rusa. Ucrania es la madre de Rusia, y es también el hermano pequeño integrado en la URSS. El rechazo ucraniano es una tragedia para Putin, y el enfrentamiento es feroz.

Se suceden los muertos y los heridos en Kiev, en una incursión relámpago el ejército ruso se apodera de Crimea y hay enfrentamientos armados en la región ucraniana de Donbás. En las televisiones internacionales se pudo ver cómo miles de moscovitas se echaron a la calle gritando que aquella no era su guerra. Ya lo advirtieron en 2011 la banda de activistas punk Pussy Riot en su canción ‘Kropotkin Vodka’: siempre se puede ocupar la ciudad y manifestarte contra los oligarcas del Kremlin mientras tomas un buen trago de vodka. Esas marchas son una nueva ofensa a ojos de Putin y la mano de hierro se extiende más y más. El 27 de febrero 2015, a Boris Nemtsov, líder de la oposición rusa que encabezaba las protestas, le pegaron cuatro tiros en el puente Bolshoi Moskvoretski a menos de doscientos metros de Kremlin, una de las zonas más vigiladas de Europa.

Putin promueve el discurso de grandeza y seguridad pero siembra la destrucción. Ahora, siete años después de la doble humillación sufrida en las plazas de Kiev y en las calles de Moscú, tras un discurso plagado de alusiones a las guerras napoleónicas, a la Segunda Guerra Mundial, a Josef Stalin y al desmembramiento de la URSS, Putin decidió invadir Ucrania y bombardear civiles a las puertas de la Unión Europea. En los despachos de Bruselas, de Washington, de Pekín, de Nairobi, de Buenos Aires o Canberra, en la mayoría de hogares del mundo, estupefactos ante las pantallas, nadie sabe si nos enfrentamos a una guerra de corto aliento o a los inicios de la Guerra Mundial Z. “Ha capturado el Estado y se ha situado por encima del sistema político”, cuenta Ruth Ferrero, profesora de Ciencia Política y Estudios Europeos en la Universidad Complutense de Madrid. Cuando se titulan libros y artículos empleando el término zar hay poca exageración. La Rusia que ha creado Putin es una suerte de monarquía autoritaria, y solo queda saber quién será el sucesor, porque, como subraya esta profesora, “siempre lo ha elegido el líder anterior, se puede trazar una línea hasta Lenin”. Su estilo, sin embargo, ha sido poco aristocrático. En el poder se ha expresado de forma procaz incluso en los asuntos más delicados, como cuando prometió perseguir a los chechenos “hasta en el retrete”, pero se trata de una forma de conectar con su pueblo, de identificarse con el ruso medio. “Es un macho alfa, con mucha adrenalina y mucha testosterona —dice Ferrero—, pero no hay que confundirse, nada de eso es incompatible con ser frío y calculador, su estrategia está muy meditada y no tienes más que verlo en Crimea y Ucrania, o en la negociación con Bielorrusia, donde tiene objetivos realistas y los va consiguiendo de forma implacable”.

Su ascenso se debió, explica Ferrero, a su capacidad para “cumplir las normas”, pero las no escritas. Siempre fue de fiar, y ese es el motivo por el que Yeltsin le entregó el poder, como garantía de que no irían tras él una vez que dejase el cargo. La garantía solo podía provenir de alguien con palabra acreditada y conocimiento del medio. En el colapso de la URSS, se sentaron las bases de un Estado profundamente corrupto que sería capitaneado por personajes bien situados en el régimen comunista. “Putin es fruto de ello, de esas condiciones en las que se produjo el cambio de sistema”. En la actualidad, en los intentos de levantar una internacional fascista, los promotores del movimiento cuentan con Putin. Su peripecia vital es realmente paradójica: de soñar con ser un agente que ayudase a liberar el mundo del capitalismo en nombre del socialismo universal, a acabar, por coincidencias, carambolas y algún que otro tumbo, encarnando todo lo contrario. Para comprender la magnitud de esta trayectoria es imprescindible remontarse a muchos años atrás, cuando Putin no era Putin, sino ‘Volodia’, el cariñoso apelativo con el que se dirían a él sus amigos y familiares.

Si entendemos la Revolución soviética como un evangelio, el árbol genealógico de Putin se enreda entre las vidas de los apóstoles. Su abuelo, Spiridon, fue el cocinero de la viuda de Lenin, Nadezda Krupskaia, y alguna vez le sirvió la comida a Stalin cuando este la visitaba. Por supuesto, sus antepasados también participaron en los grandes cataclismos históricos, como la Segunda Guerra Mundial, donde los hijos de la clase bien situada, en lugar de escabullirse, tenían que ser los primeros en participar. Si Stalin perdió un hijo en un campo de prisioneros y se negó a intercambiarlo, al hijo de su cocinero le tocó, como hay dios, infiltrarse en las líneas enemigas y pasar las de Caín. Las historias que se cuentan sobre las hazañas de Putin padre podrían aparecer en los libros de Sven Hassel. Circulan versiones de que en una misión sobrevivió oculto bajo el agua en una charca respirando por un tubito mientras lo buscaban los alemanes. Sea como fuere, porque no se puede constatar, lo cierto es que fue herido y arrastró una cojera el resto de su vida. Antes de la guerra, había perdido a un hijo, Oleg, y durante el cerco de Leningrado, a otro, Viktor, además de a sus dos hermanos: Mijaíl en condiciones desconocidas y Alekséi en el frente de Vorónezh. Por la rama materna, murió la abuela y un hermano, que hubiera sido tío de Putin. El milagro fue que Vladímir padre y María siguieron con vida. El número de matrimonios que sobrevivieron juntos al cerco de Leningrado es extremadamente escaso. Eran una pareja milagro.

Hay rumores sobre su adopción, y llegó a aparecer una supuesta madre georgiana, pero el hecho constatado es que el pequeño Putin fue registrado en un piso comunal compartido con dos familias más en Leningrado. No tenían ni agua caliente ni bañera y el inodoro estaba en un armario. La abuela que quedaba viva y su madre, por lo visto, lo bautizaron a escondidas. Sin embargo, tuvo unos vecinos judíos con los que pasó muchas horas y que consideraba como sus otros padres, y eso sirvió para que el crío, de adulto, pasara del antisemitismo local, tan arraigado. Por lo demás, el niño se pasó la infancia persiguiendo ratas con un palo mientras su padre lo arreaba con el cinturón. En el patio de su casa, entre la basura, había borrachos vagabundos que se pasaban el día ahí tirados. Hay historias del chaval enfrentándose a ellos, pero a saber qué pasó en realidad. Lo normal es que lo intimidasen, señalan los historiadores, pero también está claro que le inocularon un asco profundo a la bebida y la abulia.

Como fue el único hijo que sobrevivió de un matrimonio de supervivientes, y aunque recibiera correctivos y las demostraciones de cariño escaseasen, parece que Putin fue un niño mimado y consentido, lo que le trajo problemas en el colegio. Cuenta Masha Gessen que en clase lucía un reloj de pulsera, un accesorio caro y prestigioso para cualquier edad en aquella época, y tenía una actitud altiva. Su comportamiento era rebelde y tendente a juntarse con los chungos del lugar, según han confesado sus profesores. Baste como prueba que no fue admitido en los Pioneros por macarra. Según un antiguo compañero de clase, Viktor Borisenko: “Si alguien lo insultaba de la forma que fuese, ‘Volodia’ se le lanzaba por encima inmediatamente, lo arañaba, lo mordía y le arrancaba el pelo a mechones, era capaz de cualquier cosa con tal de no permitir que nadie lo humillase”. Era así con todos. Como cuenta esta fuente primaria, en una ocasión “el profesor arrastró a Putin agarrándolo por el cuello de la camisa desde su clase hasta la nuestra. Habíamos estado fabricando recogedores en su clase y Vladímir había hecho algo malo (…) Tardó un buen rato en calmarse. El proceso en sí era interesante. Parecía que se empezaba a sentir mejor, que ya había pasado todo, y se volvía a encender y empezaba a expresar su indignación. Lo hacía varias veces seguidas”.

De hecho, su padre quiso meterlo en boxeo, pero no le gustó, al parecer, por un golpe que recibió en los morros. En cambio, se vio atraído por las artes marciales, como es patente en la actualidad, y como era habitual entre la juventud de todo el mundo en aquel entonces. Concretamente, empezó a recibir clases de sambo, una disciplina soviética que combinaba judo y lucha libre. Según sus propias palabras, aprender a repartir estopa fue “una forma de reafirmarme entre la manada”. No obstante, la verdadera epifanía se la proporcionó ‘El escudo y la espada’, una novela publicada por entregas, obra del excorresponsal de guerra Vadim Koyévnikov. Un relato obediente con las directrices del partido, no como ‘Vida y destino’, de Vasili Grossman, en cuya prohibición tomó parte Koyévnikov, dirigente a su vez del Sindicato de Escritores.

La novela contaba la historia del mayor Aleksandr Belov, un agente secreto que se hacía pasar por alemán en el III Reich. Los nazis le repugnaban, pero tenía que aparentar ser uno de ellos para sabotearlos. Un héroe de acero gélido. El libro fue llevado al cine en 1968, cuando Putin tenía dieciséis años, y le marcó. No paró de ver la película una y otra vez, y decidió que de mayor quería ser espía del KGB. Al mismo tiempo, comenzaron a caer en sus manos discos de contrabando de los Beatles, y en su cabeza pudo convivir el deseo de convertirse en una pieza más de la inteligencia del sistema con el gusto por la música que ese sistema restringía. Calificaba a los ‘Fab Four’ de “bocanada de aire fresco”. Lo cierto es que la vida soviética de Putin no tuvo tantas limitaciones como la de sus compatriotas. Su familia tenía teléfono, todos los amigos del chaval iban a su casa a utilizarlo, y en 1972 su madre le regaló un coche que le había tocado en la lotería. Era un ZAZ-968, un modelo de fabricación ucraniana, clonado del Fiat 600, que pretendía emular el papel de ‘coche del pueblo’ del Volkswagen en Alemania, pero nunca se llegaron a producir suficientes. Si tener uno era excepcional para un trabajador, para un estudiante era algo totalmente fuera de lo normal. Según Gessen, si se examinan los delicados matices de la pobreza de la posguerra soviética, los Putin eran prácticamente ricos. Además, gracias a las competiciones de judo, Putin pudo viajar. Se enroló también en campamentos de trabajo veraniego y conoció lugares como Abjasia, donde pudo gastarse todo lo que había ganado en sus resorts turísticos.

Tuvo una buena vida antes de enrolarse en el KGB. Según cuentan, entró él por su propio pie en las oficinas diciendo que quería trabajar con ellos. Le informaron de que no reclutaban voluntarios y le aconsejaron estudiar una carrera. Así se convirtió en universitario y, cuando ya había perdido toda esperanza, un agente se acercó a él y lo reclutó. Todo fue muy emocionante hasta que se vio convertido en un oficinista con compañeros “veteranos casi calvos de la época de Stalin que viven en casa de sus padres”, en palabras del biógrafo Steven Lee Myers. Quizá los testimonios que insisten en cuánto gustaba de meterse en peleas en estos tiempos, aunque pudieran dañar su reputación y ascenso en el KGB, tuvieran que ver con esa frustración. Había muy poca acción en su destino en comparación con las aventuras que corría el héroe de su película favorita. Se dedicó a trabajar en la contrainteligencia de Leningrado. En esa época, Andrópov había puesto en funcionamiento la red de psiquiátricos a la que iban a parar los disidentes. La discrepancia era una enfermedad mental. No se sabe si Putin envío a alguien al manicomio, pero se intuye que tuvo que trabajar en el seguimiento de los deportistas, empresarios y periodistas que habían salido al exterior y estaban de vuelta. Es algo obvio, porque de todo aquel ecosistema surgieron los contactos con los que luego se movió por la ciudad cuando trabajó en el ayuntamiento, una vez caída la URSS. Con los empresarios participó en los lucrativos negocios de las privatizaciones y con los que antes los espiaban formó el que ha sido su círculo de más estrechos colaboradores hasta hoy. Nombres: Viktor Cherkésov (general de los servicios secretos de largo recorrido), Alexánder Bórtnikov (actual director del FSB), Viktor Ivanov (experto del Ejército en interceptar comunicaciones que ha llegado a presidente de Aeroflot, entre otros cargos), Serguéi Ivanov (filólogo reclutado por el KGB en 1975, llegó a ministro de Defensa y a Jefe del Estado Mayor), Nikolái Pátrushev (ingeniero reclutado por el KGB en 1975, llegó a jefe del FSB, cargo que ostentó hasta 2008, y es actual secretario del Consejo de Seguridad de Rusia).

La suerte que tuvo Putin fue que, en aquellos años, Andrópov también promovió una reforma de los servicios secretos que abriese el paso a la meritocracia. Quería quitarse de en medio a todos hijos y parientes enchufados de la ‘nomenklatura’ para tener unos servicios de inteligencia más eficaces y motivados. Llegó a quejarse en estos términos de sus reclutas: “Son niños malcriados de padres privilegiados”. Lo que iba en contra del joven Putin era su soltería: el modelo de familia tradicional estaba bien visto en el KGB para que sus agentes, al no tener que alternar, fuesen menos vulnerables. Los pocos testimonios recogidos sobre este particular dicen que era muy frío con las mujeres, hasta el punto de que a su primer compromiso, Liudmila Jamárina, la dejó plantada en el altar. Dijo: “Era mejor sufrir en ese momento que sufrir los dos más adelante”. Luego se ennovió con otra Liudmila, esta de apellido Shkrébneva, azafata de Aeroflot, a la que sedujo consiguiendo unas entradas para un musical que debían de ser muy codiciadas. Putin animó a la azafata, que vivía en Kaliningrado, a volver a los estudios, y para estar a su lado se matriculó en Español en Leningrado. Los biógrafos señalan el detalle sutil de que esta Liudmila era “más dócil” que la anterior. A la madre de Putin no le gustó la chica y así se lo hizo saber a su hijo, pero lo mejor es que cuando él le propuso matrimonio, al cabo de tres largos años de noviazgo, ella se pensaba que la iba a dejar. Según un amigo suyo, Igor Antónov, se casó con Liudmila solo para poder trepar. Si algo le dejó claro siempre, es que él no creía en la igualdad entre los sexos. No contribuía a ninguna tarea del hogar. Como tantos rusos, creía en el papel diferenciado del hombre y la mujer, con lo que su esposa se convirtió en una de tantas mujeres del comunismo que sufrieron una lacerante doble jornada.

Cuando los planes de Andrópov se pusieron en marcha, se solicitó a los cuarteles de las provincias que se designaran a los jóvenes oficiales más prometedores. Leningrado envió a nuestro amigo, que empezó a recibir formación en el Instituto Bandera Roja de Moscú para convertirse en un miembro de élite de la inteligencia soviética. Le dieron clase personajes de la talla de Kim Philby, de ‘los cinco de Cambridge’, que pasó valiosa información a Stalin sobre la capacidad de producción de armas nucleares de Occidente y tuvo el encargo de asesinar a Franco, pero parece que no tuvo arrestos. Aunque eran los años ochenta, en la Unión Soviética empezaba a dejar de funcionar todo, y la guerra de Afganistán no marchaba todo lo bien que debiera. En los círculos moscovitas en los que se movía, Putin accedió a unos niveles de información que le dejaron apesadumbrado. En esos círculos se discutían y comentaban las verdades del sistema que nunca podían ser reconocidas en público, ni lo serían hasta sus estertores. En clase, lo llamaban ‘camarada Plátov’ para proteger su identidad. Tan absorbente era su formación, que se perdió el nacimiento de su hija.

La sorpresa es que fracasó. No se sabe a ciencia cierta el porqué. Un hecho es que seguía siendo un tipo pendenciero, su perdición. Hubo una pelea en el metro de Moscú con unos camioneros que tuvo consecuencias para él. No pudo ocultar el incidente: se rompió un brazo. Un agente secreto no puede ser un tipo impulsivo y camorrista. De hecho, es justo lo que no debe ser. No se sabe qué castigo sufrió, pero sin duda tuvo que haber alguno. Según Myers, con toda seguridad tuvo que ser la causa de que abandonara repentinamente el curso. En su expediente, decía que era “reservado y poco comunicativo”, también “listo”, pero con “cierta tendencia academicista”, esto es, pedante. El siguiente paso fue un destino en el extranjero. Lo enviaron a la Alemania Oriental, pero no fue a Berlín, sino a un destino más bien mediocre para un espía: a Dresde, en la frontera con Checoslovaquia, a una oficina del KGB en la que nunca llegó a haber ni diez agentes soviéticos. Instalado allí con toda su familia, son curiosas sus impresiones sobre la RDA, que ahora muchos chavales tacharían de escandalosa propaganda anticomunista mientras su madre les prepara la merienda. Para Putin, en el país de Honecker había “un severo totalitarismo”. Algo que ya no se veía ni en la URSS, aunque paradójicamente había más “lujos” que en su país y más probabilidades de caer enredado en líos de mujeres, dinero y alcohol. En esa época, le dio por leer a escritores como Gógol, que arremetían contra la asfixiante y corrupta burocracia zarista, y por beber. Sin emborracharse de forma recurrente, le cogió gusto a la cerveza local. Engordó diez kilos rápidamente.

El coronel Lazar Matvéiev, responsable de su unidad, lo apreció enseguida por su ética de trabajo y su integridad. Sobre todo, lo que más les interesaba era que no parecía un trepa que fuese a jugársela a sus superiores tarde o temprano. Era dócil y sus funciones tampoco eran espectaculares. Ha trascendido que tenía que intentar reclutar a estudiantes latinoamericanos que estudiaban en la RDA par que espiasen en Estados Unidos. Por lo visto, en los años ochenta ese tipo de misiones ya no tenían el brillo de antaño, y los candidatos pedían a cambio cifras que el KGB no podía afrontar. Se había perdido el tirón ideológico. Putin acumulaba desencantos con el sistema que tenía que defender. Además, leyendo la prensa occidental todos los días pasó a pensar que la guerra de Afganistán no solo no tenía sentido, sino que era una empresa “criminal”, y comprobó que la versión oficial sobre Chernóbil distaba mucho de la realidad. Un testimonio recogido por Myers señala que en aquella época ya era partidario de que el presidente de la URSS se eligiera por sufragio universal.

Sufrió otra crisis al darse cuenta de que su trabajo no era muy útil para la URSS. En no pocas ocasiones, lo que tenía que hacer era recopilar catálogos de grandes almacenes para que en casa copiasen los patrones de moda, y eso era lo único que valía para algo, porque estaba convencido de que en Moscú ya nadie leía los informes de inteligencia que enviaban. El trauma llegó cuando en 1989 colapsó el sistema político en la RDA y se encontró con que la URSS no hacía nada, con que el Estado y Exteriores estaban completamente paralizados. Masas de manifestantes llegaron hasta las casas cuartel que habitaban los oficiales de la Stasi y el KGB sin que nadie les dijese qué hacer. Ahí fue un héroe sin capa. Sin órdenes, se las arregló él mismo para persuadir a los ciudadanos, bajando a decirles que nadie le hiciera daño a nadie. A los pocos días, vivió la retirada de la RDA como una humillación, como una rendición sin condiciones. Sus amigos de la Stasi, los matrimonios y amigos con los que habían convivido, fueron vejados. La niñera de su hija jamás podría trabajar en la enseñanza. Estaba escandalizado por el hundimiento.

En su regreso a la URSS, los Putin solo llevaban consigo unos pocos ahorros en moneda fuerte y una lavadora que les había regalado un vecino. En el tren, a Liudmila le robaron el abrigo. En casa se encontraron con lo inimaginable. En palabras de ella: “Colas espantosas, cartillas de racionamiento, los vales y las estanterías vacías”. No eran los únicos que se quedaban alucinados al llegar. En esos años regresaron a la URSS miles de agentes, diplomáticos y técnicos destinados en países de África, el Sudeste Asiático, Sudamérica u Oriente Medio. Todos decepcionados, fracasados, derrotados. Durante varios meses de 1990, Putin ni siquiera recibió su salario. Tenía treinta y siete años. El que aspiraba a ser un espía internacional tuvo que volver con su mujer a vivir a casa de sus padres en Leningrado. Podría decirse que ahí tocó fondo, pero cuando la que tocó fondo fue la URSS, la suerte cambió para el pequeño ‘Volodia’. Fue reclutado por Anatoli Sobchak, un antiguo profesor de Derecho con actitudes antigubernamentales que había llegado a diputado tras las elecciones de la Perestroika. Para Putin fue un trampolín que lo llevaría a convertirse en uno de los hombres fuertes del Ayuntamiento de Leningrado, que pronto volvería a llamarse San Petersburgo.

Desde ahí, se movió como un pez en las aguas revueltas de las disputas mafiosas, repartiéndose a tiros el patrimonio estatal que hasta entonces había pertenecido al pueblo soviético. Para Sobchak, que murió en extrañas circunstancias —posiblemente envenenado— en 2000, el fichaje, obviamente, no salió tan bien. Se convirtió en la primera de esa larga serie de víctimas “con firma” que han perdido la vida cuando han sido considerados obstáculos en el camino de Putin hacia el poder absoluto, directa o indirectamente. Ahí no se le puede negar acierto a Putin. Dice Ferrero: “Rusia es un país que, históricamente, se ha gobernado como él lo está haciendo”. Ahora solo queda resolver una incógnita. El pequeño ‘Volodia’, el niño que se hizo mayor entre ratas, amedrentado por indigentes alcohólicos, que fue un flipadete de adolescente con una posterior carrera como burócrata que no pasó de un nivel mediocre, ese chupatintas deprimido cuya suerte cambió cuando la mafia desplazó al comunismo ¿es, en la actualidad, el hombre más rico del mundo? La prensa especializada lo sospecha.

Rusia responde al sabotaje del puente de Kerch con múltiples misiles contra el corazón de Kiev. Los ataques contra el centro de la capital y otras ciudades ucranias han causado decenas de muertos y centenares de heridos. Moscú bombardea el país dos días después de la explosión en la principal infraestructura de la anexionada Crimea. Rusia ha lanzado esta semana un claro mensaje a Ucrania: sus misiles pueden alcanzar cualquier rincón del país, incluido el corazón de su capital. El centro de Kiev ha sufrido durante la mañana de este pasado lunes el impacto de múltiples misiles que han provocado la muerte de civiles y han ocasionado graves daños en edificios residenciales, de oficinas y en organismos públicos como el Ministerio de Educación. La ofensiva de Moscú se ha extendido a otras ciudades y se produce tan solo dos días después del sabotaje el sábado del puente del estrecho de Kerch, infraestructura estratégica rusa en la anexionada península ucrania de Crimea.

Otras ciudades ucranias están siendo objetivo de la ofensiva rusa. Contra Lviv, ciudad en el oeste de Ucrania, cercana a la frontera con Polonia, se han disparado múltiples misiles, según ha informado el Ayuntamiento del municipio. Estos proyectiles han causado graves daños en las infraestructuras ferroviarias y en la red eléctrica. Grandes ciudades más próximas al frente como Mikolaiv, Járkov, Dnipró o Zaporiyia también están siendo objetivo de los misiles rusos. Kirilo Timoshenko, asesor del presidente ucranio, Volodímir Zelenski, ha concretado que los misiles tenían como principal objetivo instalaciones energéticas en varias provincias del país. “Esto puede afectar a la estabilidad del suministro energético”, ha admitido Timoshenko en un comunicado, un aviso de la amenaza rusa contra el suministro de electricidad y gas en los meses de frío que ya han empezado en Ucrania. Zelenski ha enumerado a través de Telegram las provincias en las que han caído misiles: Kiev (centro-norte), Jmelnitski (oeste), Lviv (oeste), Dnipropetrovsk (este), Vínnitsia (centro), Ivano-Frankivsk (este), Zaporiyia (este), Sumi (norte), Járkov (noreste), Yitómir (norte) y Kirovogrado (centro). “Quieren caos y pánico, quieren destruir nuestro sistema energético”, ha escrito el presidente ucranio. Además de las provincias citadas por Zelenski, el gobernador de Poltava (norte-centro) también ha denunciado ataques contra infraestructuras energéticas de su territorio, con lo que al menos han sido 12 las provincias bombardeadas por Rusia.

La vida en Kiev había recobrado cierta normalidad en los últimos meses, con el retorno de buena parte de la población que había huido al principio de la invasión. Desde el inicio de la guerra, en febrero y marzo, la capital no había sido golpeada con tanta dureza. La última agresión se produjo el pasado junio, cuando los cohetes del invasor impactaron en un barrio residencial. Al menos siete misiles han caído ahora en varias localizaciones del centro de Kiev: en la sede del Ministerio de Educación, en el barrio universitario; en un rascacielos colindante a la estación central de tren, la sede de la empresa energética DTEK, propiedad del oligarca Rinat Akhmetov; en el famoso puente de Cristal, una atracción de una de las zonas verdes y de paseo más concurridas de la ciudad; en un parque infantil y en una avenida del barrio de sedes gubernamentales.

El ataque contra Kiev se ha producido en hora punta, con las calles llenas de transeúntes y personas que se dirigían a sus puestos de trabajo. En el barrio universitario se contaban una docena de vehículos destruidos, con restos de sangre de sus ocupantes, evacuados por los servicios de emergencia. “Estamos hablando de un Estado terrorista”, ha afirmado el presidente ucranio, Volodímir Zelenski, en un vídeo grabado en la calle de Bankova de Kiev, donde se ubica la sede presidencial: “El objetivo ruso han sido infraestructuras energéticas en todo el país y la población. Han seleccionado la hora y los lugares para causar el máximo daño posible”. Algunos de los misiles han impactado en calles céntricas de Kiev donde se ubican embajadas y consulados. La gran parte de las representaciones diplomáticas de los Estados miembros de la Unión Europea habían recuperado su presencia en la capital. Una oficina de visados de Alemania ha quedado parcialmente destruida, y también ha resultado dañada una oficina de la Unión Europea. Cuentas militares rusas de Telegram aseguraron que el misil que impactó en el puente de Cristal iba dirigido a esta oficina de la UE, situada al lado. La ofensiva rusa se produce 48 horas después de que un camión bomba causara graves daños en el puente del estrecho de Kerch, uno de los principales símbolos de la ocupación rusa de Crimea. El puente, una obra faraónica inaugurada en 2018 para integrar en Rusia la península anexionada ilegalmente en 2014, es una vía fundamental de suministro de recursos para las tropas invasoras en las provincias de Zaporiyia y de Jersón.

Las masacres de civiles en Zaporiyia, y muy cerca de su central nuclear, como respuesta a la explosión que destruyó el puente que une Rusia con Ucrania, no podrán eclipsar el retroceso de las tropas rusas ante la contraofensiva ucrania. El desorden ha llegado al extremo de convertir a Rusia en el principal suministrador de tanques y vehículos blindados tras abandonarlos intactos en la desbandada. El pesimismo se ha abatido sobre los medios oficiales del Kremlin, trasparentando las divisiones en la cúpula dirigente —el nombramiento de un nuevo responsable de las tropas de ocupación rusas, Serguéi Surovikin, es una inequívoca señal—. La movilización militar, con la salida del país de decenas de miles de jóvenes que no quieren morir como carne de cañón, ha convertido a Rusia en un país en guerra abierta.

A Vladímir Putin le quedan pocas cartas ya, y de ahí el creciente temor a un golpe nuclear, presentado como una acción preventiva ante el peligro existencial para el régimen, formulado explícitamente como temor plausible por el propio presidente Joe Biden. Descartado el apocalipsis que significaría el lanzamiento de misiles de largo alcance, las conjeturas evalúan la apuesta desesperada de Putin por un ataque que amedrente a Ucrania y sus aliados o incluso un disparo de tipo táctico, hoy de efecto impredecible. La extrema irresponsabilidad de tales amenazas no debiera dar lugar a dudas entre los aliados de Kiev. Las amenazas forman parte de la guerra psicológica para dividir a la Unión Europea y sentar a Ucrania a negociar en malas condiciones, con el 20% de su territorio ocupado, la central de Zaporiyia sustraída por Moscú a su legítimo propietario ucranio, y la permanente destrucción civil de los bombardeos.

Esta es la única estrategia que le queda a Putin hoy, combinada con la llegada del invierno como momento propicio para que crezca el descontento entre los europeos por los cortes de energía y por la inflación. Estados Unidos ha anunciado un nuevo paquete millonario de ayuda militar, la UE ha aprobado su octava tanda de sanciones contra Rusia y Putin ha podido ver la fotografía de la cumbre de Praga, en la que 44 países europeos, desde el Reino Unido hasta Turquía, pasando por los balcánicos, han querido mostrar su disposición constructiva y pacífica frente a los dos ausentes y aliados, la Federación Rusa y Bielorrusia. Esta es la línea de respuesta que merecen las amenazas nucleares de Moscú, mientras el ejército de Ucrania siga recuperando territorio y el Kremlin demostrando su nula disposición a cejar en su agresión y a negociar solo en medio de una invasión. Entramos en una fase muy peligrosa con Putin perdiendo la guerra convencional. A la vista de todos los fracasos cosechados en estos siete meses, sería el momento exacto para que desde el Kremlin surgiera una iniciativa de negociación seria.

El Estado más extenso del mundo cabe en una mesa de madera. Claro que no es precisamente pequeña. Situada en uno de los salones del gran palacio del Kremlin, mide seis metros de largo y el pasado febrero se hizo famosa por la reunión que mantuvieron en ella el presidente de Rusia, Vladímir Putin, y su homólogo francés, Emmanuel Macron. La imagen de los dos mandatarios conversando desde los extremos opuestos del mueble dio lugar a numerosos memes (en uno aparecían usándolo como pista de bádminton) e hizo que la mesa se convirtiera en un símbolo del progresivo distanciamiento entre Occidente y la Rusia de Putin, a quien en vísperas de la invasión de Ucrania el presidente de Francia pretendía hacer entrar en razón para evitar la guerra. Dio igual que un portavoz del Kremlin justificase el uso de la mesa diciendo que sus seis metros de largo habían sido necesarios para proteger la salud de Putin ante la negativa de Macron a someterse a un test de COVID-19 en Moscú. El 24 de febrero, día de la invasión de Ucrania, el presidente Putin no necesitó una mesa tan exageradamente larga para reunirse con Imran Khan, por entonces primer ministro de Pakistán, uno de los países amigos de Rusia en Asia: en el encuentro, a los dos hombres solamente les separaba una mesita de café.

Ovalada como un zepelín, la mesa más famosa del Kremlin está vinculada a la figura de Putin desde su llegada a la presidencia de Rusia. No obstante, está hecha en Italia. Aunque poco después de la reunión entre Putin y Macron un ebanista valenciano intervino en un programa de Cope para atribuirse su autoría, enseguida se supo que había salido del taller de Oak, una empresa de muebles italiana con sede en Como. Renato Pologna, dueño de Oak, esgrimió contra su colega valenciano bocetos del mueble y un certificado firmado por Boris Yeltsin, primer presidente de la Federación de Rusia. Se supo entonces las dimensiones de la mesa y que la parte superior está fabricada con una única pieza de madera de haya, lacada en blanco y decorada con hojas de oro. También que Oak la fabricó para el Kremlin en 1995.

No fue el único mueble que viajó desde Lombardía a Moscú. Según explicó Renato Pologna a la agencia Reuters, tras la caída de la URSS la Federación de Rusia había investigado el aspecto que presentaba el gran palacio del Kremlin antes de la Revolución de 1917 para que sus diseñadores pudieran recrear sus interiores, deslucidos durante los años de Stalin. Los diseños de los muebles que debían decorar las distintas salas del palacio fueron enviados luego a Italia para que Oak pudiera fabricarlos, embolsándose la empresa más de 20 millones de euros por este encargo. Según Renato Pologna, las autoridades rusas inspeccionaron la mesa y los demás muebles de Oak con unos escáneres gigantescos antes de instalarlos. Querían comprobar que no ocultaban micrófonos. “¡Es magnífico!”, recogía el periódico español EL PAÍS en julio de 1999 que exclamó Boris Yeltsin al ver restaurado el gran palacio del Kremlin. Empeñado en recuperar la parafernalia de los zares, el presidente ruso se había gastado una fortuna en restaurar el antiguo palacio, construido por iniciativa de Nicolás I como residencia de la familia imperial en Moscú. Durante los trabajos se restauraron espacios tan importantes como el salón de Santa Catalina, pero algunos expertos denunciaron que el Kremlin también se había inventado otros de estética dudosa. “No es que sea malo, es que es monstruosamente malo”, criticó en The Guardian algunas de las obras el historiador de la arquitectura ruso Alexei Komech. “La mezcla de columnas, mármol y malaquita parece sacada de un restaurante”.

A la faraónica obra no le faltó su maldición. En septiembre de 1999, la BBC y otros medios internacionales informaron de que la fiscalía de Suiza y la rusa investigaban el posible cobro de comisiones ilegales por parte del Kremlin. Las habría pagado Mabetex, la empresa suiza que se había encargado de la restauración y amueblamiento del gran palacio y otros edificios del Kremlin, como soborno para conseguir los contratos. El caso salpicó también a Oak, de la que según el Corriere della Sera los investigadores sospechaban que además de haber fabricado muebles por encargo del Kremlin a través de Mabetex había lavado dinero para los rusos; y al propio presidente Yeltsin, ya que al parecer sus hijas habían utilizado unas tarjetas de crédito pagadas por la empresa suiza.

Finalmente, la fiscalía rusa dio carpetazo al asunto, pero para entonces Yeltsin había perdido su palacio. La última nochevieja del siglo XX, el presidente presentó su renuncia en una sorprendente intervención televisada en la que se aprovechó para presentar a su sucesor, Vladímir Putin, prácticamente un desconocido hasta su nombramiento como primer ministro unos meses antes. “El Estado se mantendrá firme en la protección de la libertad de expresión, la libertad de conciencia, la libertad de prensa, y la propiedad privada”, prometió Putin en su primer discurso como presidente de la Federación de Rusia. De fondo brillaban las luces de un árbol de Navidad. La famosa mesa de Putin y otras muchas enormes que hay en el gran palacio del Kremlin están hechas para celebrar reuniones. También son útiles como arma intimidatoria. Solo hay que hacer como el presidente y sentar al interlocutor en la Siberia del mueble, algo que además de con Macron también ha hecho con otros líderes europeos como el canciller de Alemania, Olaf Scholz. Con Jair Bolsonaro, presidente de Brasil, se reunió en la misma mesa que con ellos cuando le recibió unos días después, pero en este caso dejó que les solo separara la parte ancha en vez de los seis metros del largo.

Usada o no por el Kremlin con una finalidad política, en el cine la elección de una mesa larga como la de Putin nunca es casual. En muchas películas se ha usado para representar al villano, y así por ejemplo en ‘La espía que me amó’ (1977) el pérfido Stromberg recibe a James Bond (después de intentar arrojarle a una piscina de tiburones) sentado en el extremo opuesto de una mesa enorme con el resto de sillas vacías bajo la que además oculta un arma. Otras veces, la imagen de dos comensales sentados en los extremos de una mesa se ha usado para representar su falta de comunicación. Es lo que hizo Orson Welles para contar en apenas un minuto lo infeliz que era el matrimonio de su ‘Ciudadano Kane’ (1941): el magnate y su mujer empiezan desayunando en una mesa que, a medida que discuten y pasan los años, se va haciendo más y más larga.

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