¿Jesús Murillo Karam dónde están los 43 normalistas?

  • La investigación de Ayotzinapa, uno de los casos más traumáticos de la historia moderna de México, entra en una nueva etapa bajo el Gobierno de Andrés Manuel López Obrador

SANTIAGO J. SANTAMARÍA GURTUBAY  

EL PAÍS, periódico español, líder en Latinoamérica, reconstruye, qué ocurrió el 26 de septiembre de 2014 a partir del nuevo informe oficial y las últimas novedades del caso. En este trabajo han colaborado Pablo Ferri, Constanza Lambertuccy, Elena Reina y Salvador Camarena. En México, el calendario marca de nuevo la fecha de la vergüenza y el horror. Este lunes, 26 de septiembre, se cumplen ocho años de una de las tragedias modernas del país, el caso Ayotzinapa, el ataque brutal contra un grupo de estudiantes de magisterio, aprendices de profesor de una escuela rural, hijos de campesinos, que toparon con el mal una noche cualquiera de otoño: el narco y el Estado corrupto. Lo hicieron en un pueblo, Iguala, que era entonces un importante centro logístico del tráfico de heroína en la región. Tres estudiantes murieron a balazos durante el ataque, igual que otras tres personas que pasaban por allí, un chofer de autobús, un jugador de fútbol y la pasajera de un taxi. 43 estudiantes desaparecieron, todos alrededor de la veintena. Solo se han hallado pequeñas porciones de huesos de tres de ellos.

A lo largo de los años, las autoridades han planteado diferentes motivos de por qué sucedió el ataque, que mantiene en la cárcel a unas 70 personas, pero que llegó a tener casi 150 presos. El actual Gobierno, que encabeza Andrés Manuel López Obrador, ha presentado un nuevo informe que tumba la conocida como “verdad histórica”, que elaboraron las autoridades bajo el mandato de Enrique Peña Nieto (2012-2018). EL PAÍS reconstruye la cronología inabarcable de un ataque que cambió la realidad de México, a partir de los diversos informes existentes, fuentes de la investigación, tanto de la Fiscalía como de la comisión presidencial que investiga el caso, y expertos que participan de las pesquisas.

Sobre los motivos, las autoridades dijeron primero que los estudiantes acudieron a Iguala a boicotear un acto político local, luego filtraron que parte de los muchachos tenía vínculos con un grupo criminal contrario al que mandaba en Iguala. La hipótesis más aceptada a día de hoy es que amenazaron, sin saberlo, parte de la logística comercial de la red de delincuentes locales: los autobuses. Los criminales de Iguala usaban autobuses para mandar heroína al norte de Estados Unidos. Los normalistas fueron al municipio a tomar vehículos para acudir, días más tarde, a las marchas conmemorativas de la matanza de Tlatelolco en Ciudad de México, la represión estatal de estudiantes en octubre de 1968.

La burocracia del tráfico de drogas, los autobuses, las rutas, apunta a las entrañas del caso Ayotzinapa. La embestida de policías de hasta cuatro municipios contra los estudiantes, la articulación de los agentes con el grupo criminal de la región, Guerreros Unidos, y la extraña participación de la Policía Federal y el Ejército, hoy señalados de tener un papel importante en el ataque, componen una de las capas del oprobio. La otra señala el cierre en falso de la investigación, operación orquestada por la Fiscalía del Gobierno de Enrique Peña Nieto (2012-2018), cuyo titular, Jesús Murillo, está preso desde agosto, acusado de tortura, desaparición forzada y obstrucción a la justicia.

Para el actual Gobierno, la resolución del caso Ayotzinapa ha sido una prioridad. El primer Gobierno de izquierda en la historia del país ve en el ataque contra los estudiantes un crimen de Estado, ejemplo del clasismo de los regímenes anteriores, némesis de los movimientos disidentes. La primera decisión de López Obrador al llegar al cargo, en diciembre de 2018, fue precisamente crear la comisión. Aunque las familias de los 43 han criticado a veces la falta de avances, o los modos de la comisión, la situación ha mejorado. Los últimos dos años de mandato son claves para la resolución del caso.

Un contingente de normalistas, como se conoce a los aspirantes de maestro en México, salió de la escuela de Ayotzinapa pasadas las 17.00 de aquel 26 de septiembre. Tenían una encomienda sencilla, habitual para los estudiantes: debían secuestrar autobuses para que ellos y sus compañeros del resto de las escuelas normales del país viajaran a Ciudad de México, días después, a conmemorar la matanza el 2 de octubre. Eligieron Iguala por una cuestión estratégica. Podían ir a otros sitios, Chilpancingo, sin ir más lejos, la capital, que está a pocos kilómetros de la escuela, pero fracasos anteriores les habían hecho pensar que era mejor ir a un lugar donde la policía no estuviera tan pendiente.

Los estudiantes viajaron desde la escuela en dos autobuses que ya tenían secuestrados de antes. Llegaron a la entrada de Iguala y se separaron. Unos se quedaron en una caseta de peaje y otros acudieron a la terminal del municipio. Después de una trifulca con algunos choferes y trabajadores, los que estaban en la caseta acudieron también a la terminal. Al cabo de un rato, todos salieron de allí, con los autobuses originales, más otros tres que secuestraron. La idea era salir de la terminal antes de que llegara la policía.

Eran en total cinco vehículos. Tres salieron hacia el norte y dos hacia el sur. Los primeros pasaron por el zócalo, donde el alcalde, José Luis Abarca, y su esposa, celebraban un acto político. Desde allí hasta el norte del Periférico, avenida que rodea la ciudad, policías municipales de Iguala persiguieron los tres autobuses. En el cruce con Periférico, les cruzaron unas camionetas. Los policías empezaron a disparar. Un estudiante, Aldo Gutiérrez, cayó herido por un disparo en la cabeza que le dejó en coma. No ha vuelto a despertar. Otros tantos quedaron heridos. Los policías se llevaron a todos los muchachos del último autobús del convoy. Eran alrededor de 20.

Los dos vehículos que salieron hacia el sur lo hicieron con algo de distancia entre ellos. El primero alcanzó a llegar a la salida de Iguala, frente al Palacio de Justicia. Allá, policías municipales detuvieron el vehículo, rompieron los vidrios y tiraron gases lacrimógenos para obligar a los estudiantes a salir. Se llevaron a todos, un grupo de 12 a 15. El segundo se quedó unos metros atrás. La Policía Federal lo detuvo y obligó a los muchachos a salir. Ellos huyeron por barrios de las afueras de Iguala.

En el primer escenario, los estudiantes que quedaban allí se reagruparon. Pidieron ayuda a compañeros de la Normal y otros maestros de Iguala. Prepararon una rueda de prensa. Rodearon los casquillos con piedras para que la Fiscalía tomara nota. Pero al filo de la medianoche, con media docena de periodistas presentes, un grupo armado atacó a la multitud. Dos estudiantes murieron allí y otros tantos resultaron heridos. El cuerpo de un tercer normalista apareció al día siguiente en un camino cerca de allí, con el rostro desfigurado. Los investigadores creen que además de los estudiantes que la policía de Iguala se llevó de los dos autobuses, ellos y sus socios criminales pescaron otra decena de muchachos en ese escenario, después del segundo ataque, y en los barrios periféricos de las afueras de Iguala, cerca del Palacio de Justicia.

En octubre de 2014, Tomás Zerón era la estrella de los investigadores. El director de la Agencia de Investigación Criminal de la Fiscalía federal había asumido las pesquisas a principios de mes y desde entonces mandaba y dirigía. No tardaron en llegar los primeros resultados. El 7 de noviembre, su jefe, el fiscal Murillo Karam, compareció ante los medios para plantear un relato de los hechos, según el cual, policías de Iguala y el pueblo vecino de Cocula, asociados con Guerreros Unidos, habían atacado a los estudiantes. Los policías se los habían llevado de los autobuses y los habían entregado a los criminales. Estos los habían matado, habían quemado sus cuerpos en un basurero y habían arrojado los restos al cercano río San Juan.

Murillo, con Zerón presente, apoyaba su narrativa en las declaraciones de integrantes de Guerreros Unidos detenidos en las semanas anteriores. Además, explicó, buzos de la Armada habían encontrado en el río bolsas de plástico con restos óseos humanos. La explicación de los buzos cerraba el relato de los sicarios. La Fiscalía había resuelto el caso en tiempo récord y el Gobierno de Peña Nieto, cuya imagen había protagonizado la portada de la revista Time meses atrás, podría seguir brillando.

En las semanas y meses siguientes, la discusión se centró en la hoguera, si aquel basurero había podido albergar un fuego de las características necesarias para quemar a 43 personas. Las familias dudaban. El equipo de forenses argentinos, que había llegado a México a analizar posibles escenarios y restos, dudaba, igual que el grupo de expertos que había comisionado la CIDH para investigar el caso. En enero de 2015, Murillo y Zerón comparecieron de nuevo ante la prensa para dar detalles que, a su juicio, apuntalaban la teoría del basurero. Murillo zanjó su intervención diciendo: “Esta es la verdad histórica de los hechos”.

Pero la verdad histórica no tardó en mostrar sus grietas. Sucesivos informes del equipo argentino y la CIDH defendían que no había forma de que el basurero hubiera albergado una hoguera para quemar a 43 personas. El equipo de la CIDH señaló además que los muchachos se habían movido en cinco autobuses. Hasta ese momento, mediados de 2015, se desconocía la existencia del quinto vehículo, uno de los dos que salieron de la terminal por el sur, el que la Policía Federal había desalojado junto al Palacio de Justicia. Las investigaciones actuales señalan que es probable que ese autobús tuviera escondido un cargamento de droga.

Más informes de organismos internacionales ampliaron las fisuras. En 2016, un segundo documento elaborado por el grupo de la CIDH denunció que Zerón había trasladado de manera ilegal a un detenido al río San Juan en las primeras semanas de la investigación, a finales de octubre de 2014. Con el tiempo y el cambio de guardia en la Fiscalía, los investigadores descubrieron que Zerón había orquestado la colocación de restos de al menos uno de los estudiantes en el río. El escenario del basurero y el río San Juan, dicen ahora los investigadores, fue un montaje, un relato falso para cerrar el caso y atajar el clamor social que invadía México en las semanas posteriores a la desaparición de los 43.

Criticado por las familias, insostenible políticamente, Zerón dimitió en septiembre de 2016. Murillo había dimitido mucho antes, en febrero de 2015. En 2018, la oficina de Derechos Humanos de Naciones Unidas en México publicó un nuevo informe que denunciaba la tortura de decenas de detenidos por el caso. Antes y después de dimitir, Zerón siempre defendió su trabajo. Para ello, solía convocar a reporteros a su oficina. En una ocasión, el funcionario sacó un enorme archivador que contenía, entre otras cosas, fotos de hogueras en campos de concentración nazis. Era, a su entender, la prueba de que la pira del basurero había sido real. La actual administración de la Fiscalía lo acusa, entre otros delitos, de tortura y desaparición forzada.

De mediados de 2016 al cambio de Gobierno, en diciembre de 2018, el caso Ayotzinapa quedó en el limbo. Nada se movía. Los 43 seguían desaparecidos. El hallazgo de huesos de uno, bajo la guardia de Zerón, estaba comprometido por las sospechas de montaje. Pero la aparición de una comisión especial para el caso, ya con López Obrador en el Gobierno, y la creación de una unidad especial en la Fiscalía, dieron vida a las pesquisas. En junio de 2020, los investigadores encontraron un trocito de hueso de uno de los 43 en la barranca de La Carnicería, un paraje a casi un kilómetro del basurero. Al año siguiente encontraron allí mismo un trocito de hueso de otro estudiante. Se enterraba así la verdad histórica.

El problema, sin embargo, persistía. Si no los habían quemado en el basurero, ¿qué pasó con ellos? ¿Estaban vivos, aunque fuera algunos? Más aún, ¿por qué les habían atacado con tanta saña? ¿Por qué desaparecerlos si al fin y al cabo ya habían recuperado el autobús con la droga? Aunque el grado de certeza no es absoluta, son preguntas para las que empieza a haber respuestas. La comisión presidencial asume que los muchachos están muertos y que el ataque se produjo, más allá de la droga, porque los criminales de Iguala pensaron que un grupo contrario les atacaba, como represalia a un enfrentamiento semanas antes en un pueblo minero de la región. La comisión dice que no hay prueba alguna de que los estudiantes fueran parte de ningún grupo criminal. También señala que policías entregaron a los muchachos al crimen, que los separaron en grupos, mataron a la mayoría y esparcieron sus restos en diferentes lugares.

En las últimas semanas, el caso parecía una montaña rusa. La detención del viejo fiscal, Jesús Murillo, y la presentación del informe de la comisión han sacudido el entendimiento que se tenía del caso. La comisión ha acusado a un general del Ejército de ordenar la muerte de seis de los 43, que habrían sido mantenidos con vida durante varios días después del ataque. El general está preso desde este miércoles. La participación activa de militares en el ataque cambia la lógica que se había manejado, un problema de policías corruptos y delincuentes crueles. Si los militares se implicaron en la cacería, ¿a qué nivel de la Administración llegaban los tentáculos del crimen?

Autoridades mexicanas han detenido al general retirado José Rodríguez por el caso Ayotzinapa, según ha confirmado este jueves el subsecretario de Seguridad y Protección Ciudadana, Ricardo Mejía. Entonces coronel, Rodríguez era el comandante del 27 Batallón de Infantería, con sede en Iguala, Guerrero, durante el ataque contra estudiantes normalistas en el municipio, la noche del 26 y la madrugada del 27 de septiembre de 2014. Varios medios de Ciudad de México han informado de que Rodríguez se entregó e ingresó a la cárcel militar de la capital.

Mejía ha dicho que hay un total de cuatro órdenes de aprehensión contra militares, de las que se han ejecutado dos más, aunque no ha dicho de quiénes se trata. Fuentes cercanas a la investigación han confirmado a EL PAÍS, sin embargo, que los otros dos son el sargento Eduardo Mota y el capitán José Martínez Crespo. Originario de Iguala, Mota era un OBI, un agente de inteligencia que estuvo recabando información la noche de los hechos. Crespo, que ya estaba preso, acusado de delincuencia organizada, comandó la fuerza de reacción del 27 batallón durante el ataque contra los estudiantes. Las mismas fuentes confirman que a los tres se les acusa de desaparición forzada y delincuencia organizada.

Extraña lo que ha planteado el subsecretario, porque el pasado 19 de agosto la Fiscalía General de la República (FGR) anunció que tenía en realidad 20 órdenes de detención contra militares. Mejía no ha explicado que hay de las otras 16. Ni la FGR ni la Secretaría de la Defensa (Sedena) han informado sobre la detención del general, Crespo, o Mota de manera oficial, ni de lo que ocurre con el resto de órdenes. Preguntado por el asunto, una fuente de la agencia investigadora ha dicho: “No sé, lo checo”. Contrasta el silencio de la dependencia con los detalles que dio el 19 de agosto. La FGR dijo entonces que los delitos por los que se habían obtenido las órdenes eran “delincuencia organizada, desaparición forzada, tortura, homicidio y delitos contra la administración de justicia”.

Rodríguez se convierte así en el militar de más alto rango detenido por el caso, en un momento delicado en México, por la discusión sobre el uso del Ejército en tareas de seguridad pública y su poder creciente en la actual Administración. El Congreso acaba de reformar varias leyes que transfieren la Guardia Nacional, la mayor corporación de seguridad del país, a la Secretaría de la Defensa. Hasta ahora, la Guardia aparecía en el organigrama de la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana. Además, el Senado está por aprobar una prórroga del uso policial de militares hasta 2029.

La semana pasada, EL PAÍS ya informó de que una de esas 20 órdenes de captura era contra el general Rodríguez. Antes, el 26 de agosto, la comisión que investiga el ‘caso Ayotzinapa’ señaló al general retirado de ordenar el asesinato de seis de los 43 normalistas desaparecidos. No está claro qué acusaciones pesan sobre el mando militar. En su comunicado del 19 de agosto, la FGR no detalló cada caso de manera individual. Fuentes cercanas a la investigación señalan a este diario, sin embargo, que la fiscalía armó la acusación contra Rodríguez antes de conocer el contenido del informe de la comisión presidencial.

Hasta ahora, el único militar preso vinculado al caso Ayotzinapa era el capitán Crespo. Detenido en noviembre de 2019, la Fiscalía acusaba hasta ahora al militar de delincuencia organizada, por sus presuntos vínculos con Guerreros Unidos, grupo criminal que operó la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa. En la noche de los hechos, Crespo comandaba la fuerza de reacción del 27 batallón. Él y sus hombres, alrededor de una docena, acudieron a al menos dos de los escenarios del ataque, la esquina del periférico con la calle Juan N. Álvarez y la clínica Cristina. En el primero, policías de Iguala atacaron a balazos a los muchachos y se llevaron a unos 20, antes de que llegaran los militares. En la clínica, Crespo y sus hombres amedrentaron a los muchachos, que habían acudido allí porque un compañero tenía una herida de bala en la cara. Según testimonios de los estudiantes, los militares los encañonaron, les quitaron sus celulares y los regañaron.

De los 20 militares que busca capturar la Fiscalía, solo se conocía la identidad de Rodríguez. De los otros, es posible que algunos sean parte de la fuerza de reacción del cuartel. No hay pistas sobre los demás. En Iguala, en la época, había dos batallones, el 27 y el 41, que se trasladó posteriormente a Teloloapan, en la región aledaña de Tierra Caliente. Hasta la fecha no se conoce demasiado públicamente del actuar de los soldados de ese cuartel durante el ataque y la desaparición de los estudiantes.

Un juez ha absuelto a José Luis Abarca del secuestro de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa, en Iguala, Guerrero, en septiembre de 2014. Alcalde del municipio en el momento del ataque contra los estudiantes, detenido en noviembre de ese mismo año, seguirá en prisión. La Fiscalía acusa a Abarca, cuadro emergente del Partido de la Revolución Democrática (PRD) en aquella época en Guerrero, de al menos dos asesinatos, además de ser parte de la red criminal de la región. En total, el viejo político enfrenta otros tres procesos judiciales.

El subsecretario de Derechos Humanos, Alejandro Encinas, encargado de la comisión presidencial que investiga el caso Ayotzinapa, ha publicado un par de mensajes en Twitter, criticando la absolución. “El juez de Tamaulipas Samuel Ventura Ramos, quien liberó a 77 presuntos perpetradores implicados en la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa, hoy absolvió a José Luis Abarca, uno de los principales involucrados en la desaparición de los muchachos. La Fiscalía tiene elementos suficientes para apelar este desafortunado acto de impunidad”, ha escrito.

En el informe de comisión, presentado en agosto, se dedicaba un apartado especial a los jueces que han visto los procesos por el ataque contra los estudiantes estos años. El documento critica la dispersión de procesos, estableciendo así “criterios diferenciados y discrecionales de los jueces en la interpretación de los hechos”. Del juez Ventura Ramos, además de la liberación de los 77 por supuesta tortura, se dice: “Ha restado valor a las escuchas que hizo la DEA en Chicago”, en referencia a la investigación de la agencia antidrogas de Estados Unidos de la red criminal de Iguala.

Abarca y su esposa, María de los Ángeles Pineda, protagonizaron una de las primeras detenciones mediáticas del Gobierno de Enrique Peña Nieto (2012-2018) en el contexto de las pesquisas por el caso Ayotzinapa. Ya entonces, los investigadores consideraban que el alcalde de Iguala estaba detrás del ataque contra los estudiantes normalistas, de ahí la acusación de secuestro. La duda ahora es si la actual administración de la Fiscalía apelará, como pide Encinas, o si presentará una nueva acusación, por el homicidio o la desaparición forzada de los muchachos.

Pese a todo, la liberación de Abarca no aparece como una posibilidad cercana. Además del secuestro de los 43, la vieja Fiscalía le acusaba del asesinato, en 2013, de dos líderes sociales de la región de Iguala, Arturo Hernández Cardona y Justino Carvajal Salgado. La dependencia señalaba también la relación de Abarca con el grupo criminal Guerreros Unidos, que había operado sobre el terreno la desaparición de los 43. Por este último asunto, la Fiscalía le acusó de delincuencia organizada.

Abarca y Pineda quedaron presos entonces y no han vuelto a salir a la calle. En aquella época, una de las primeras hipótesis del ataque apuntaba a la política local. El 26 de septiembre, los estudiantes llegaron a Iguala a tomar autobuses para trasladarse días más tarde a Ciudad de México y participar en las marchas conmemorativa del 2 de octubre. Ocurrió, sin embargo, que la llegada del contingente estudiantil a Iguala coincidió con un acto político de Pineda, que preparaba su asalto a la presidencia municipal.

En esta lógica, el ataque de Guerreros Unidos, en cuya estructura figuraban familiares de Pineda, respondía al presunto boicoteo de los estudiantes. Esta hipótesis ha perdido fuerza con los años, sin embargo. Recientemente, la comisión que investiga el caso Ayotzinapa la descartó totalmente y señaló que la teoría más creíble era que Iguala era un polo logístico importante para el tráfico de drogas en la época. Y los autobuses, parte esencial de la logística.

En su informe sobre el caso, la comisión señaló a Abarca como responsable del destino de los estudiantes. En el documento se establece: “A1 dio la orden de recuperar la mercancía: ‘me chingan a todos a discreción”. A1, dijo el subsecretario Encinas, es José Luis Abarca. Según el informe, Abarca mandó mensajes como el anterior o este último: “Mátalos a todos, Iguala es mío”. El informe, que califica de crimen de Estado el ataque, concluye que no hay motivos para pensar que los estudiantes sigan con vida.

La pareja que bailaba entre cadáveres. El alcalde de Iguala y su esposa, buscados en México por la desaparición de 43 estudiantes, sembraron el terror bajo la sombra del narco. Nicolás Mendoza Villa lo recordaría meses después por escrito en una notaría de la Ciudad de México. A las seis de la tarde del 31 de mayo de 2013, el ingeniero Arturo Hernández Cardona y él vieron cómo dos sicarios empezaban a cavar la que iba a ser su fosa. Ambos estaban presos en un paraje desconocido de Guerrero. Un día antes, les habían secuestrado, pistola en mano, en la carretera hacia Tuxpan junto a otros compañeros de la Unidad Popular, un movimiento de defensa de los derechos de los campesinos. Durante horas les habían torturado con un látigo de alambre. El peor parado había sido su líder, Hernández Cardona. Ya de noche llegaron al lugar dos hombres bien conocidos. Andaban tranquilos y con una cerveza Barrilito en la mano. Eran el alcalde Iguala, José Luis Abarca Velázquez, y su jefe de policía, Felipe Flórez Vázquez. El regidor, con quien Hernández Cardona había mantenido agrias disputas, la última, dos días antes en su despacho municipal, se adelantó unos pasos y ordenó que torturaran otra vez a su adversario político.

“¡Ya que tanto estás chingando, me voy a dar el gusto de matarte!, gritó el alcalde. “¡Me voy a dar el gusto de matarte!», gritó el alcalde. Acto seguido, su jefe de policía levantó al ingeniero del suelo y, siempre según esta versión ante notario, lo arrastró unos diez metros hasta la recién terminada fosa. Ahí, el alcalde de Iguala le disparó primero a la cara, luego al pecho. El cadáver quedó al descubierto, mientras el cielo oscuro de Guerrero se rompía y empezaba a llover. Otros dos dirigentes de Unidad Popular fueron asesinados.

El hombre que asegura haber visto todo esto y pudo escapar para contarlo fue Nicolás Mendoza Villa, chófer del ingeniero asesinado. Mendoza prestó testimonio ante notario, la esposa del ingeniero presentó denuncia, la prensa aireó el caso y algunos conocidos políticos mexicanos exigieron responsabilidades. La Procuraduría respondió acumulando ocho tomos de diligencias. Pero, como tantas veces sucede en México, nada ocurrió. El alcalde de Iguala siguió gobernando como antes, inaugurando centros comerciales y posando alegre con sus camisas ceñidas y desabotonadas hasta la mitad del pecho. Unas fotos almibaradas donde siempre aparece su esposa, María de los Ángeles Pineda Villa. “Desde entonces reina el miedo en Iguala”, afirma Sofía Mendoza Martínez, concejal del PRD y viuda de Hernández Cardona; una de las pocas personas capaces de romper el círculo del terror y acusar al alcalde mucho antes de que se convirtiese en el hombre más buscado de México por la matanza de seis personas y la desaparición de 43 estudiantes de magisterio en un oscuro enfrentamiento con la policía y el narco el 26 de septiembre.

El paradero de Abarca era un misterio. Los investigadores dieron por hecho que había abandonado Iguala y dejado atrás los frutos de una fulgurante escalada social que, desde su puesto familiar de vendedor de sombreros de paja y huaraches (sandalias), le abrió las puertas a un emporio de propiedades y negocios. Desde esta plataforma saltó a la política en 2012 con apoyo de un exsenador del PRD, y pese a su inexperiencia ganó las elecciones de Iguala. La culminación de un sueño. O de una pesadilla. El municipio, de 130.000 habitantes, es la tercera ciudad de Guerrero, histórica cuna de la bandera mexicana y un enclave estratégico para los movimientos del narco.

En su ascenso le acompañó su esposa, una mujer de carácter duro, cuya cercanía dibuja una sombra tenebrosa. Dos de sus hermanos sirvieron a las órdenes del histórico capo Arturo Beltrán Leyva. Pero tuvieron una carrera corta. Ambos fueron ejecutados en 2009 cuando se quisieron separar del llamado Jefe de Jefes. Un tercer hermano, aún vivo y recientemente detenido, penó por narcotráfico y ahora se presume que es uno de los cabecillas de los Guerreros Unidos, el sanguinario cartel surgido de las cenizas del imperio de Beltrán Leyva y que controla Iguala. Para culminar la trama familiar, la madre ha sido señalada por los servicios de inteligencia como testaferro del narco.

En una tierra con una tasa de homicidios tres veces mayor que la mexicana y 20 veces la española, las palabras de una mujer con estas credenciales eran escuchadas con mucha atención. A medida que pasaban los meses, su participación en los asuntos políticos, según admiten dirigentes del PRD, fue cada vez mayor, hasta el punto de que ya pensaba postularse como candidata a la alcaldía en 2015. Para ello había logrado ser elegida consejera estatal del PRD y dirigía un organismo municipal, el denominado Desarrollo Integral de la Familia (DIF). Nada parecía capaz de frenarla. Eso era lo que se pensaba hasta la noche del 26 de septiembre. Ese viernes tenía que ser un día grande para ella. Presentaba el informe de actividades del DIF en la plaza de las Tres Garantías, en el zócalo de Iguala, un espacio reservado para las grandes ocasiones. El pistoletazo de salida de su carrera electoral.

El acto empezaba a las seis de la tarde, justo a la hora en que dos autobuses procedentes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, un semillero de la izquierda radical mexicana, entraban en el municipio. El grupo, formado por estudiantes de magisterio de 18 a 23 años, acudía a la ciudad a recaudar fondos para sus actividades. La policía municipal estaba esperándoles. Sus enfrentamientos con el alcalde y su esposa eran notorios. Ya después del asesinato del ingeniero Hernández Cardona habían atacado el ayuntamiento y señalado al regidor como culpable. Esa tarde, tras dar vueltas por la ciudad, se dirigieron hacia el zócalo.

Un informe del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen) avanzado por El Universal señala que la esposa del alcalde pidió al director de la policía municipal, Felipe Flórez Velázquez, que impidiera la llegada de los jóvenes. La orden, cómo no, fue obedecida. No tardó en darse el primer encontronazo entre los agentes y los normalistas. Hubo gritos y algún enfrentamiento físico. Lo habitual. Los estudiantes se retiraron hacia la estación de autobuses. Allí se apoderaron de tres vehículos para volver a su escuela. Pero a la salida les esperaban los agentes. Esta vez hubo tiros. Los normalistas se defendieron a pedradas y lograron romper el cerco. El alcalde, informado de la algarada, pidió entonces, según el citado informe, un escarmiento. Fue entonces cuando alguien llamó a la muerte. En sucesivos ataques, la policía, con apoyo de sicarios de Guerreros Unidos, inició una salvaje persecución de los jóvenes. A tiros mataron a dos, a otro lo desollaron vivo y le vaciaron las cuencas de los ojos. Tres personas más, entre ellos un chico de 15 años, murieron a balazos al confundir sicarios y agentes un autobús que transportaba a futbolistas de Tercera División con normalistas.

Y otros 43 estudiantes fueron secuestrados por los policías y supuestamente entregados a una fracción ultra violenta de Guerreros Unidos llamada Los Peques. El pánico se apoderó de Iguala. Bares y comercios cerraron sus puertas. Pero de todo ello, el alcalde y su esposa, según su propio testimonio, nada supieron. Ellos acudieron a una fiesta y bailaron juntos rancheras mientras fuera, en una noche sin apenas luna, la barbarie rugía. Nadie les creyó. Pero tampoco nadie les detuvo. A los dos días de la matanza, tras pedir licencia del cargo y asegurarse mediante un juez federal de que como aforado no podía ser arrestado hasta nueva orden, Abarca y su esposa se esfumaron. Lo mismo hizo el jefe de la Policía Municipal. México, desde entonces, se ha visto cara a cara con la negrura de 43 desaparecidos y unas fosas repletas de cadáveres. Todos ellos están ya detenidos y en prisión provisional. Y el asesinato del ingeniero Hernández Cardona, sin culpable.

Las nuevas revelaciones del Gobierno de México sobre el caso Ayotzinapa han dado un vuelco, otro más, al entendimiento que se tenía hasta ahora de lo ocurrido. Un coronel del Ejército ordenó asesinar a 6 de los 43 estudiantes normalistas, cautivos hasta cuatro días después del ataque, el 26 y 27 de septiembre de 2014, en Iguala, en el Estado de Guerrero, según el Ejecutivo. La acusación contra un mando militar, un general en la actualidad, supone un vuelco sin precedentes, tanto o más importante que la detención, la semana pasada, del primer investigador del caso, el ex fiscal general Jesús Murillo Karam.

Nunca hasta ahora, el Gobierno había acusado a un militar de participar en el ataque contra los estudiantes. Se había señalado su papel omiso en la protección de los muchachos, la intervención de las comunicaciones de presuntos integrantes de la red criminal de Iguala por parte de la Secretaría de la Defensa. Incluso, la Fiscalía había conseguido la detención de un capitán del batallón de Iguala por colaborar con Guerreros Unidos, grupo delincuencial que operó el ataque. Pero el nuevo señalamiento, el hecho de que el máximo responsable del cuartel de Iguala, a cargo de cientos de soldados, hubiera ordenado el asesinato de estudiantes cautivos, cambia radicalmente el relato.

El giro es aún más relevante porque Andrés Manuel López Obrador ha hecho de las fuerzas armadas uno de los grandes aliados de su proyecto político, la Cuarta Transformación. Hace tan solo unas semanas, el presidente emitió un decreto para que la Guardia Nacional, el cuerpo heredero de la Policía Federal, pase a depender del Ejército. Es la enésima concesión a los militares, que ya tienen asignada la gestión de los grandes proyectos de infraestructura como el Tren Maya. El mandatario no ha asestado personalmente el golpe ni ha sido el responsable de divulgar las conclusiones del informe de la comisión que investiga el caso, pero el escenario desde el que se han hecho estas revelaciones fue, el viernes, su conferencia de prensa matutina. Esto es, su propia tribuna y el espacio con mayor rango de oficialidad en la difusión de anuncios gubernamentales en México.

La información fue divulgada, de hecho, como un dato aparentemente menor. Lo hizo el subsecretario de Derechos Humanos, Alejandro Encinas, que acudía a la mañanera a hacer un balance de las indagaciones. Encargado de la comisión presidencial del caso, Encinas ya había presentado el informe el jueves anterior, pero la detención de Murillo al día siguiente y el anuncio de la Fiscalía de la obtención de decenas de órdenes de detención contra militares, policías y autoridades de Guerrero, generaban cantidad de dudas. Este último paso tiene unas consecuencias aún difíciles de calcular, tanto en la investigación como en los equilibrios entre el Gobierno y el Ejército, que casi siempre había gozado de un trato preferencial. Uno de los casos más sonados fue el de la exoneración del exsecretario de Defensa Salvador Cienfuegos tras su detención en California en 2020 por presuntos vínculos con el narcotráfico, según la DEA, y posterior extradición.

Este viernes, Encinas insistió en que el ataque contra los normalistas fue un “crimen de Estado”, cuya primera investigación, a cargo de Murillo y sus subalternos, durante el Gobierno de Enrique Peña Nieto (2012-2018), se armó a base de torturar detenidos. Esta versión planteaba que policías de Iguala y otros pueblos cercanos atacaron en diferentes puntos del municipio a los estudiantes, que habían viajado allí para reventar un acto político de la esposa del alcalde, José Luis Abarca. Los policías entregaron a los muchachos a Guerreros Unidos, que los mataron, quemaron sus cuerpos en un basurero y arrojaron sus restos a un río.

Encinas dijo que esto no ocurrió así. Los estudiantes, explicó, viajaron a Iguala a tomar autobuses para trasladarse, días más tarde, a conmemorar la matanza del 2 de octubre de 1968, en Ciudad de México. El funcionario señaló que grupos de policías y criminales atacaron a los muchachos, pensando que integrantes de un grupo rival viajaban infiltrados con ellos. Encinas dijo que otra posibilidad, compatible con la anterior, es que uno de los autobuses que los estudiantes pretendían tomar iba cargado de droga o dinero, propiedad de Guerreros Unidos.

El alcance de la noción “crimen de Estado” parece ampliarse por lo que dijo después, a tres minutos del final de su intervención. Como si tal cosa, Encinas apuntó: “Se presume que seis de los estudiantes estuvieron con vida hasta cuatro días después de los hechos, y que fueron ultimados y desaparecidos por órdenes del coronel, presuntamente, el coronel José Rodríguez Pérez”. En el informe aparece el alias Coronel, pero ni Encinas ni nadie lo había vinculado con el coronel José Rodríguez. El documento plantea que “el coronel había comentado que ellos ya se habían encargado de seis estudiantes que habían quedado vivos”.

Mientras Encinas hablaba, imágenes de varios diagramas aparecían en la pantalla que había tras él, esquemas que aparecen en el informe, pero sin testar, sin tachar. Los nombres que en el informe no se pueden leer, aparecían en la pantalla como si nada. Ahí podía leerse que el coronel Rodríguez daba “órdenes” y se “coordinaba” con El Chino, jefe de comunicaciones del grupo criminal. ‘El Chino’ a su vez se “coordinaba” con otro militar, actualmente preso por colaborar con Guerreros Unidos, el capitán José Martínez Crespo, a cargo de un grupo de militares que patrullaron Iguala la noche del ataque. El Chino se coordinada también con el alcalde Abarca, cuyo papel, por lo que ha dicho Encinas, fue más importante de lo que se pensaba en el ataque.

Las revelaciones sobre el papel del Ejército exigen revisar todo el relato, presente y pasado. La duda principal apunta a la responsabilidad del resto de militares en la cadena de mando, empezando por el general Alejandro Saavedra, responsable del Ejército en la zona en la época. Otras dudas apuntan a las circunstancias en que habrían asesinado a los seis estudiantes cautivos. ¿Quiénes son, por qué los mantuvieron cautivos? ¿Dónde y quiénes los mantuvieron encerrados? ¿Por qué se decidió matarlos? Y desde luego, una pregunta que sobrevuela a las demás, ¿por qué los militares se involucraron en el ataque?

La actuación militar apunta al papel que pudieron jugar otras corporaciones durante y después del ataque, principalmente la Secretaría de Marina, señalada de torturar detenidos por el caso, en el proceso de construir el relato del basurero y el río en tiempos de Murillo Karam. En marzo, el grupo de expertos independientes de la CIDH (GIEI) que investiga el caso en apoyo a la Fiscalía y la comisión presidencial, informó de que un grupo de marinos manipularon el basurero de Cocula, el escenario principal del relato que contó entonces Murillo Karam. Los marinos movieron bultos blancos en el lugar e hicieron fuego. Esta diligencia nunca se integró en el expediente.

Después de una audiencia de 12 horas, el juez ha procesado al ex procurador Jesús Murillo Karam por desaparición forzada, tortura y obstrucción a la justicia, en el marco de las investigaciones por el caso Ayotzinapa. Por orden del juez, Murillo permanecerá en prisión, donde duerme desde su detención. El arquitecto de la “verdad histórica” aguardará entre rejas el juicio, salvo cambio en la medida cautelar. Por los delitos que le acusan, el ex fiscal afronta decenas de años de prisión. Solo por desaparición forzada podrían caerle hasta 40. Murillo tiene 74 años. En síntesis, la Fiscalía acusa a Murillo de permitir y evitar denunciar la tortura que infringieron sus subordinados a cuatro detenidos por el caso. La dependencia señala además que el ex fiscal impuso una línea de investigación parcialmente falsa, la llamada verdad histórica, que impidió seguir buscando a los 43 estudiantes desaparecidos. Esto, con el objetivo de atajar el “clamor social” que había provocado el caso. Por último, los investigadores afirman que Murillo organizó la manipulación de una de las presuntas escenas del crimen, el paraje del Río San Juan, donde sus secuaces hallaron restos de uno de los 43, Alexander Mora, en condiciones muy extrañas.

Hasta la fecha, Murillo es el exfuncionario de mayor rango procesado por el caso Ayotzinapa. Sus dos inmediatos subordinados en la época, acusados como él, están en busca y captura. El entonces titular de la Agencia de Investigación Criminal, Tomás Zerón, es uno de ellos. Mencionado hasta la saciedad en la audiencia como brazo operador de Murillo en terreno, Zerón huyó a Israel hace años. Caso parecido es el de Gualberto Ramírez, subordinado de Zerón, prófugo de la justicia. Entre los tres, dice la Fiscalía, se armó un plan para cerrar rápidamente el ataque contra los estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa.

En la noche del 26 y la madrugada del 27 de septiembre de 2014, una red de criminales y policías atacó a un grupo de estudiantes normalistas en Iguala, Guerrero. Los muchachos habían ido al pueblo a tomar autobuses para desplazarse días más tarde a Ciudad de México, a conmemorar la matanza del 2 de octubre. No está muy claro el motivo de la embestida. La actual administración de la Fiscalía plantea que pudo ser una confusión, la creencia de los atacantes de que los muchachos estaban infiltrados por un grupo rival. También que en uno de los autobuses que tomaron había un cargamento de droga. El 5 de octubre de ese año, la entonces Procuraduría General de la República, con Murillo al frente, asumió las pesquisas por el ataque. El país vivía una oleada de protestas como no se habían visto en años, harto de una situación de violencia que duraba ya demasiado tiempo. Ayotzinapa había cruzado un límite y Murillo era el encargado de apagar el incendio. En apenas tres semanas, el ex fiscal anunció a la prensa que el caso estaba por resolverse. En una conferencia de prensa el 27 de octubre dijo que se habían detenido a cuatro personas importantes para la investigación y planteó una teoría del caso, la verdad histórica, como él mismo la llamaría más adelante.

Su eficacia fue su tumba. Entre octubre de 2014 y enero siguiente, Murillo explicó que la embestida criminal acabó con los estudiantes muertos, quemados en el basurero de un pueblo vecino de Iguala, Cocula, sus restos arrojados al cercano río San Juan. A lo largo de los años, sin embargo, investigaciones independientes denunciaron irregularidades en las pesquisas, tortura de detenidos, siembra de evidencias… Con el cambio de guardia en el Gobierno y la Fiscalía, en diciembre de 2018, y el nacimiento a mediados de 2019 de una unidad especial para el caso en el seno de la agencia investigadora, esas denuncias se convirtieron en investigaciones oficiales. Las pesquisas han acabado ahora con Murillo en la cárcel.

En la sesión, Fiscalía y defensa han repasado las pruebas de cargo y descargo contra el ex fiscal. Lo tenía más fácil la parte acusadora, apoyada en Santiago Aguirre, abogado de las familias de los 43 estudiantes desaparecidos, y Daniela Aguirre, representante de las víctimas de tortura de los años de Murillo al frente de las investigaciones. En esta etapa del proceso, la Fiscalía solo debía convencer al juez de la probabilidad de que Murillo sea culpable, no de la certeza. Para la hora de comer, la decisión estaba tomada, el juez aceptaba los argumentos de los fiscales. Sólo faltaba la medida cautelar. Entonces ha llegado la sorpresa. A última hora, los abogados de Murillo han presentado un testigo, experto en “medidas cautelares y análisis de riesgos procesales”, que ha presentado un informe sobre las bondades del exfiscal. Murillo, ha dicho Cuauhtémoc Vázquez González de la Vega, el experto, es “el brazo fuerte” de la familia, amante de sus hijos, nietos y perros, arraigado en México, incapaz de huir.

González de le Vega ha abundado además en los padecimientos médicos del exfuncionario, entre ellos una “deficiencia del metabolismo neurológico” y un caso complicado de hipertensión. “Prácticamente no sale de casa”, ha dicho. Pese a ello, el juez ha decidido mantener la prisión preventiva después de que la Fiscalía alegara el alto riesgo de fuga, debido, en parte, a la red de contactos que maneja un exfuncionario como Murillo. “El testigo ilustra precisamente la red de que dispone Murillo”, ha dicho con sorna una de las fiscales, Lidia Bustamante. Murillo ha ido perdiendo energía con el paso de las horas. Su postura erguida ha cedido a pesadumbres posteriores. El ex fiscal sostenía su frente con las manos, entre hastiado y pensativo, escuchando a los abogados. A veces metía las manos en los bolsillos de su chamarra, que nunca se ha quitado. El cubre bocas caía, primero al tabique, luego boca y barbilla, hasta que, ya en la noche, se lo ha retirado. A última hora se agarraba la cabeza con las dos manos. Luego ha apoyado la barbilla en los puños y así se ha quedado.

Ha tomado la palabra en un par de ocasiones. En la segunda, antes del receso de la comida, ha defendido su actuar y ha criticado a todos los que en estos años han señalado irregularidades en el caso que armó la vieja PGR, bajo su mando. El ex fiscal se ha referido en concreto al Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) y al Grupo Internacional de Expertos Independientes (GIEI) que comisionó la CIDH a México, grupos que han analizado el caso estos años y denunciaron, por primera vez, sus irregularidades. “Estos grupos argentinos e interamericanos participaron en toda la investigación. Ellos decidieron qué restos se mandarían para analizar, dónde se mandarían…”, ha dicho el ex fiscal. “Desde hace siete años han buscado una alternativa, han inventado muchas y todas se caen. Hubo restos encontrados, sí”, ha dicho, en referencia a fragmentos óseos de dos de los 43 ubicados en 2020 y 2021, a casi un kilómetro del escenario central de la verdad histórica. A continuación, Murillo ha añadido: “Pero [los encontraron] en el camino de la barranca al basurero. Pudo hacerse mejor”, ha concluído, “pudieron cometerse fallos, pero ninguno lo ha podido tirar”.

La detención y procesamiento de Murillo ocurre días después de que la comisión presidencial que investiga el caso, en apoyo de la Fiscalía, difundiera un informe que fulminaba de manera oficial la verdad histórica. Creada por mandato del presidente, Andrés Manuel López Obrador, la comisión, liderada por el subsecretario de Derechos Humanos, Alejandro Encinas, tilda de montaje la versión de Murillo, Zerón y compañía y señala la participación de autoridades civiles y militares en la desaparición, por acción u omisión. El informe califica de “crimen de Estado” el ataque y las corruptelas posteriores del Gobierno. El documento ha dejado una frase que nadie quería escuchar pero que muchos daban por probable: “No hay indicios de que los estudiantes desaparecidos estén con vida”. Su presentación inauguró además una catarata de novedades sobre el caso, empezando por la detención de Murillo y siguiendo con la orden de un juez de detener a 20 mandos militares y elementos de tropa, además de otros 63 policías locales y autoridades de Guerrero. La trágica historia, uno de los símbolos de la violencia y la corrupción de las instituciones mexicanas de su época reciente, inicia así un nuevo capítulo.

El periodista mexicano Jorge Zepeda Patterson ha escrito una interesante columna titulada ‘Atrapados en el haiga sido como haiga sido’. Tocamos fondo cuando el presidente electo Felipe Calderón, en respuesta a las irregularidades de su triunfo electoral, soltó el famoso “haiga sido como haiga sido” para restar importancia a la manera en que se llegó al poder y lo mucho que, una vez llegado a él, podría hacer para cambiar las cosas. No fue así, pero allí quedó el célebre eufemismo para justificar la búsqueda de una gloriosa meta, así sea mediante un execrable procedimiento. El fin justifica los medios, hacer mal para hacer el bien, infamias indignas en aras de la noble causa. Por desgracia la historia ofrece un largo inventario de las crueldades y las abominaciones que se han cometido en nombre de paraísos no alcanzados. Las grandes causas, como el arco iris, suelen alejarse a medida que caminamos hacia ellas, pero lo que sí queda es un largo camino devastado durante el proceso de alcanzarlos.

El filósofo canadiense de la comunicación Marshall McLuhan se hizo célebre con el famoso texto “el medio es el mensaje”. Se refería a la forma en que un medio se incrusta en cualquier mensaje que transmita o transporte, creando una relación simbiótica en la que el medio influye en cómo se percibe el mensaje. Aunque pensado para otras cosas, es un principio que muy bien podríamos aplicar a la ética de la vida pública. Y es que la verdadera calidad de un movimiento político y/o social no reside en la nobleza de las banderas que enarbola, sino en la manera en que se empeña en conseguirlas. Las organizaciones tendrían que ser valoradas no por sus inspiradas declaraciones de principios sino por la congruencia de sus acciones concretas.

“A mi juicio Andrés Manuel López Obrador -recalca Jorge Zepeda Patterson- ha conseguido logros importantes en su esfuerzo por dar un giro a las actividades del Estado en favor de los desprotegidos. Al margen del mayor o menor mérito de cada uno de los programas, es una lástima que el presidente no haya aprovechado su enorme movimiento renovador para modificar la ética política del país. Y más lamentable aún porque inicialmente esas eran sus intenciones. El haiga sido como haiga sido que le aplicó Calderón no solo le quitó la presidencia en 2006, parecería también haberlo contagiado. Para 2018 López Obrador asumió que sin aliados nacionales como los impresentables del Partido Verde, o fuerzas regionales como los de Napito y una legión de hombres fuertes o empresarios como el de Jaime Bonilla, no sería capaz de hacer reconocer su triunfo en las urnas. Estaba consciente de que eran fuerzas ajenas a sus causas, y en algunos aspectos contrarias a ellas (difícilmente podría encontrarse un origen social e ideológico más a contrapelo del ‘obradorismo’ que los ‘niños verdes’ que ahora se benefician de él), pero por sus propias querellas y necesidades estos actores estaban dispuestos a sumarse a su candidatura. Alianzas incómodas obligadas por la necesidad de llegar al poder para cambiar las cosas. Y, en efecto, muchas cosas han cambiado, pero no esa”.

El problema es que el ‘haiga sido como haiga sido’ es una actitud que genera adicción. Una vez en el poder tiene que seguirse poniendo en práctica en aras de la causa. Expedientes judiciales para reducir a líderes opositores, no para llevarlos a tribunales; chicanadas en la tribuna para sacar adelante propuestas presidenciales sin que se altere una coma; atropellos a las normas para hacer posibles las grandes obras públicas. Porfirio Muñoz Ledo ha acusado a Morena de ser el partido más corrupto. No estoy seguro de que Morena sea el líder de esa competencia tan reñida, ni tampoco de los motivos de Porfirio al señalarlo. Pero ciertamente, Morena, Movimiento Regeneración Nacional, no se caracteriza precisamente por la probidad de sus procesos internos o la pulcritud de sus candidatos, como tendría que haber sido de parte de una organización interesada por limpiar de corrupción al país. Ganar a cualquier costo se convierte en un amo devorador que impone condiciones y aniquila inocencias.

“Una y otra vez López Obrador -añade Zepeda Patterson- ha cuestionado las malas prácticas políticas y ciudadanas que se reflejan en las consignas del tipo ‘el que no transa no avanza’ o ‘el gandalla no batalla’. Y qué bien que lo haga. Pero habría sido mejor que el ‘obradorismo’ lo hubiese puesto en práctica y se hubiese constituido en un movimiento político ajeno a estas conductas. Por desgracia, las necesidades de enfrentar a conservadores y adversarios, y de responder a las malas artes que les atribuyen, han llevado a actuar de manera similar a ellos. Madruguetes en las cámaras, alianzas con gobernadores impresentables por conveniencia política, reinterpretación de los usos y posibilidades presidenciales para utilizarlos a su favor. El mandatario no percibe que al utilizar todas las argucias o triquiñuelas, muchas de las cuales pueden ser legales pero resultan avasallantes, preserva en política el comportamiento de ‘agandalle’ que pretende combatir. Y habría que poner en la balanza si las buenas causas que persigue con tales prácticas justifican la oportunidad perdida de mostrar una manera distinta de hacer política. No veo de qué manera consentir a los verdes, dejar intocados los privilegios de empresarios como Ricardo Salinas o las canalladas de políticos como Alito, pueden abonar a construir una nación con otro tipo de valores, como el presidente busca. Gracias a ellos ha ganado batallas, pero al hacerlo me pregunto si con ello pierde la guerra en contra del país del ‘agandalle’…”.

Obviamente México está partido por visiones distintas de proyecto de país. Y sería ingenuo creer que alguna vez podamos ponernos de acuerdo y convertirla en una sola. Lo único que podemos hacer es encontrar maneras de resolver una y otra vez nuestras diferencias a través de mecanismos decorosos, dignos, respetados por las partes. Y eso no lo conseguiremos ejerciendo el derecho a avasallar. Desde luego tiene razón López Obrador cuando asegura que el suelo está disparejo y para colmo los poderosos actúan de mala fe; pero me parece que llevar la cosa pública a otro terreno disparejo, donde las fuerzas progresistas tengan ventaja, no hace sino perpetuar malas prácticas por parte de los que ocupen el poder.

La única realidad que tenemos es el presente y es en el presente en el que tenemos que poner en práctica las convicciones. Nuestros métodos no pueden ser los mismos que los de un sistema que pretendemos cambiar, solo porque demos por sentado que nuestros ideales son mejores. Los medios que utilicemos son el verdadero mensaje.

@SantiGurtubay

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