Fauna Ibérica, tres ‘cangrejos’ británicos sin camiseta

  • Los ‘chiringuitos’ del Mediterráneo de Joan Manuel Serrat  se quedan sin cerveza “por culpa de los ingleses”, el turismo mundial se recupera a pesar del COVID, España, Estados Unidos, China, Italia, Turquía y México, los más visitados

EL BESTIARIO

Por SANTIAGO J. SANTAMARÍA GURTUBAY

Hay una imagen inevitable en cualquier ‘chiringuito español’, sea pijo o vulgar, ibicenco o pueblerino: el paisano acodado en la barra, de bambú o de madera, y solo. Solo porque no espera compañía y solo por actitud: callado frente a una jarra de cerveza, esperando a que transcurra el verano, viendo el calor pasar. A ratos mira el periódico, también husmea el teléfono. A veces sostiene un libro decorativo para el que -si te fijas- no lleva marcapáginas. David Remartínez, periodista español, es autor de una amable guía para observar las distintas especies que se va a encontrar uno en los bares de las playas… La pude leer durante un viaje que hice, semanas atrás a la ciudad de Benidorm en la costa que nos describía el cantoautor  poeta catalán Joan Manuel Serrat en su ´Mediterráneo’. En realidad, el paisano cartujo, de protovejez indeterminada, a medio camino entre los cincuenta y los sesenta, semicano, semicalvo o semitodo, se ha sentado a mirar a la gente que viene y que va del mar al refrigerio y vuelta a empezar. Contempla a las chavalas de bikinis insuficientes y a los chavales de músculos encerados. Pero también al camarero de temporada, a la bisoña familia que desmonta el carrito de gemelos del SUV, al tibio jubilado escandinavo, al inmigrante ambulante y a ti. A toda la fauna que a continuación vamos a repasar. SUV significa Sports Utility Vehicle, un automóvil similar a una minivan o una camioneta, pero con un aspecto mucho más resistente y un diseño adecuado para la conducción todoterreno.

Pero ojo: nuestro amigo no es un cotilla strictu sensu. Ese varón que encadena cañas dobles cual tragabolas de Cruzcampo es el Primer Poblador del Chiringuito Español, el humanoide que le confiere sentido a este lugar mitológico. El chiringuito supera a Covadonga, El Escorial, la Sagrada Familia, el Acueducto segoviano y la Alhambra granadina como identidad. Supera a la Catedral de Santiago como anhelo peregrino y fe en el camino. Y supera al INE (Instituto Nacional Electoral de España) de como radiografía social. Porque el chiringuito, en último término, es el cielo que los españoles han imaginado en la tierra; aunque les haya salido regular.

Ese paisano ubicuo es, en consecuencia, el cristo sufriente de este cenáculo a cielo abierto. Está ahí por un motivo muy sencillo: no le gusta la playa. Ni el sol, ni la arena, ni la gente tumbada en batería. Después de salir del hotel a primera hora de la mañana, azuzado por su señora, y después de cagarse en el hijo del carpintero buscando un aparcamiento, ha depositado a la esposa en la orilla junto con el canasto de cremas y pareos para, de inmediato, aparcarse él mismo en el único bar cercano. Su huida del gentío es la de un poeta simbolista francés. Su pose, la de un cabrero con el bañador demasiado grande y el moreno jornalero. Dentro de su barriga estallan cometas. Este artículo tenía que haberlo escrito él. Vayamos de su mano para no sentirnos nunca solos en un chiringuito, para no descubrirnos extraños del ajeno, sino para identificarnos con nuestros semejantes, desde los gañanes a los ridículamente modernos. Si algo nos puede volver a cohesionar como sociedad no es Twitter ni el Parlamento: es el chiringuito de playa, mejor ventilado de intolerancias que nuestros intoxicados bares urbanos.

Para empezar, debemos aclarar que hay cuatro tipos de chiringuitos en España, estereotipados por la geografía. El chiringuito cantábrico, o del Norte, no es un chiringuito ad hoc, pues el sol aparece poco y a contracorriente. Es un amago, y huele a sal. El chiringuito del Mediterráneo, por contra, es el Wallapop de los chiringuitos hispanos, el clásico, el viejuno, el que funciona todo el año alternando camadas de jubilados en invierno con turistas en verano. Ese que todavía te recibe con cartas plastificadas en un bilingüismo funambulista y con fotos ajadas de sus fideuás. Huele a bronceador y a prisa. En tercer lugar está el chiringuito andalú, capitaneado por la costa gaditana, furiosamente de moda desde hace unos diez años. Huele a suave marihuana, y tiene un horario libertino. Por último, como auténtico canon o patrón de los anteriores, tenemos el chiringuito ibicenco, el modelo bajo cuyas vanguardias evolucionan todos los anteriores y que huele a perfume de 120 pavos el tarro. Ibiza concentra todas las modernidades a las que, por las tiranías eclesiásticas, monárquicas o golpistas, siempre han llegado tarde como país los ciudadanos del ‘Spain is different!’, el eslogan del ministro franquista  Manuel Fraga Iribarne y eterno presidente de la Xunta de Galicia democrática que cambió para siempre la imagen de España: el hippismo de California, el chic de Saint-Tropez, las raves británicas, los atardeceres de la Toscana, el lujo de escaparate de Santorini y el desparrame de Mikonos. Todo esto reúne Ibiza, pero como pegado en un álbum de cromos.

Ahora, los chiringuitos de la isla hasta recrean presuntos ambientes rurales de su pasado, reimaginados por estudios de diseño londinenses. Porque Ibiza es más foránea que oriunda, un parque temático de nuestras aspiraciones, el espejo de una nación que no se lavó la cara de legañas hasta hace cuarenta años. Por extrapolación, el Chiringuito Español también es, ante todo, eso: una aspiración. En la breve democracia española apenas ha dado tiempo a otra cosa que desarrollar el placer como imaginación. El paraíso balear es el resultado de ese sueño interrumpido. Esto piensa en la barra nuestro paisano huidizo -pero muy filosófico- mientras pide la caña inicial. Se sienta cabizbajo y lo primero que atisba del camarero es el brazo, plagado de tatuajes hasta el hombro y más allá. Son dibujos de alambres, runas o filigranas maoríes, si el interfecto ronda los cincuenta años. O letras japonesas y dragones rugientes, si es un cuarentón. Si anda entre los veinte y los treinta, suele esparcir águilas desplegadas, rosas coloreadas, algún delfín despistado y frases en tipografía cursiva, ilegibles a primera vista, que le cruzan el pecho bajo la camiseta como el eslogan de una bufanda futbolera. Pero siempre tatuajes. Siempre. Sin tatuaje, no puedes ser camarero o camarera de temporada. “Veneno en la piel”. También ayuda tener un cuerpo ejecutado en el gimnasio. Porque el criterio de contratación en el chiringuito lo marca Instagram, no el Ministerio de Trabajo ni el convenio de Hostelería y Servicios.

Quien te sirve la caña nunca es del lugar. Ni tampoco es camarero o camarera de oficio: solo trabaja en verano para sacarse unos cuartos con los que sostenerse durante los meses de frío. No disfruta de días de asueto y arrastra un cansancio descomunal, pero siempre se hace el simpático. Si estás en el Sur, invariablemente te acompañará la comanda con un chiste. En lugar de patatas o aceitunas, un chiste de aperitivo. Hasta el punto de que, al tercer día de playa, nuestro paisano solitario quiere matarlo. Pero se reprime: como veterano, sabe que el sueldo de estos jornaleros depende en gran medida de las propinas. De ahí su impostada simpatía, absolutamente contradictoria con el cansancio y con la frecuente resaca de un empleado precario que no por matarse a currar pretende perderse el verano. Por esa razón, nuestro protagonista siempre deja propinas. Quizá sirvan para añadir otro tatuaje al mapa epidérmico fuera de convenio. O quizá contribuyan a sufragar el alquiler cuando en septiembre regrese al cuchitril de Madrid o Barcelona, para encadenar nuevas ocupaciones de temporero.

Un camarero o camarera estival, además, es el mejor guía posible para descubrir otros parajes que esa playa o ese bar. Como salen todas las noches, aunque se les caiga el alma, conocen los mejores sitios para escapar de la masa, sean calas recoletas, restaurantes genuinos o garitos donde un cubata no te salga tan caro como la declaración trimestral de un autónomo. Eso parece pensar la joven madre sentada en la mesa aledaña a nuestro callado paisano. Debe estar acabando la treintena y sostiene entre sus brazos a un bebé. Mira también a una de las camareras, pero con cierta añoranza. Quizás hace unos veranos era ella la que entraba y salía de la barra. Sobre el tatuaje de su brazo (tres pájaros alzando el vuelo) se agarra la diminuta mano de un nuevo ser humano que no para de berrear. Entonces aparece su marido, con otra criatura a cuestas, más una mochila en un hombro, una bolsa de ítems prenatales en el otro, y la mano sobrante conduciendo malamente el carrito gemelar Hauck Swift X Duo Superligero. Se sienta sin decir palabra. Se derrumba, más bien. Ella y él son jóvenes de cuerpo y piel, excepto debajo de los ojos. Piden un daikiri sin alcohol y una clara.

Ella le reprocha que no pare de mirar el móvil, que no desconecte del trabajo. Él suspira, sin apartar la mirada de la pantalla, y le pregunta con innecesaria ironía si el coche se va a pagar solo. Los dos se preguntan qué ha pasado, dónde quedó aquel ardor de luna llena en el baño de aquella discoteca. “No tocarte, y pasar todo el día junto a ti”. Pero una risa tonta de uno de los críos les devuelve a su nuevo centro de gravedad permanente. Al observarles, nuestro paisano solitario piensa que, con un poco de descanso, en seguida encontrarán otro escondite para el deseo. Aunque les suponga el tercero. El joven matrimonio pide la carta para picar algo y se asombra de lo caro que se ha vuelto todo. No saben si culpar a la inflación galopante, o a las nuevas celdas del excel doméstico donde consignan sus gastos en pañales, pediatra y potitos. Nuestro paisano está a punto de acercarse para aclararles que, en realidad, el chiringuito medio español se ha vuelto más caro aún.

También podemos agrupar estos restaurantes en tres grupos. Primero, los que mantienen las paellas desmañadas y la fritanga. Segundo, los que disfrazan de cool platos sin cocina, de quinta gama, mayormente vegetariana. Y en tercer lugar, los (pocos) chiringuitos donde aún puedes comer lo mejor del mar, pero que funcionan con tarifas de estrella afrancesada. Cada uno, en su categoría, suele imponer precios telescópicos, desmesurados. La paella para dos bañistas no vale los 60 euros que te cobran por ese arroz con despojos y caldo industrial. El “hummus natural”, los “nachos con guacamole casero”, la “hamburguesa beyond” (de lentejas) y la sangría de cava tampoco justifican los 150 pavos (170, si añades la tarta de zanahoria). Y los 290 euros de “las almejas de roca aderezadas con hinojo y sal negra”, más la “lubina salvaje” (dos raciones) podrían para pagar el primer mes de renta para una pescadería en un mercado de abastos. Como se te ocurra pedir chupito, tienes que adelantar el viaje de vuelta. El grupo de escandinavos que acaba de coger sitio en la mesa de la esquina -tras hacer cola durante tres cuartos de hora bajo un sol inmisericorde-, recibe sin embargo la oferta con mejor ánimo. Sea un arroz con gambas jíbaras y calamares jurásicos, o los artefactos veganos adornados con cebolla frita: todo les viene bien. Cualquier ticket español les resulta asequible, como le sucede al hispano en Portugal. Y además, parecen entretenerse con las vueltas absurdas que le damos a la tortilla de nuestra gastronomía.

No obstante, últimamente el chiringuito abusa demasiado, sobre todo para esta maltrecha economía que arrastramos. Pero claro, tampoco es culpa única del hostelero, según piensa nuestro paisano solitario, mientras sopesa si las cejas blancas de los escandinavos harán un efecto Chroma Key cuando se sacan selfies con el cielo despejado de fondo. Tienen pinta de prejubilados, pero su delgadez fibrosa y el gesto plácido de sus caras sugieren una envidiable salud juvenil. Será porque llevan votando más años. Porque hace tiempo que superaron el debate del aborto o el del emparejamiento por sexos. Sin embargo, desconocen que el chiringuito español, en realidad, siempre ha sido caro, pues nació en un país que empezó a vender a turistas antes de conocer al extranjero, antes de salir al mundo. Y antes de aprender cómo operaba un verdadero mercado capitalista. Y antes de que los chanchulleros de la corte y la subcontrata se reconvirtieran en grandes empresarios. Todos los ladrillos han resultado frágiles, como los del espejismo turístico, que hoy recomponemos bajo palmeras de paja, lámparas de filamento, maderas suecas, tumbonas de lino, platos de pizarra y decoraciones en blanco. Ese flamante paisaje playero que, en unos años, reconocerán como viejuno los gemelos del carro superligero.

Los escandinavos, a pesar de su espera, han sido de los primeros en sentarse a comer, pues es conocido que esta gente se maneja con otro horario, más calmo. La cola del acceso al chiringuito encadena ahora al resto de la fauna habitual, bullanguera conforme la fila se alarga y el hambre empieza a azuzar. Nuestro entomólogo de cabecera atisba desde la barra (cuarta caña), los siguientes fenotipos… Tres cangrejos británicos sin camiseta, con gorras Gant, que sacan latas de cervezas sin parar de una nevera bandolera. Dos ejemplares de hispano-gimnasio, sólidos como el acero corten, depilados, bronceados y brillantes como un ídolo precolombino, de flequillo lamido y con la nuca rapada y tatuada (otro águila, aunque al mover la cabeza parece un estornino). Ves a sus cerebros catalogando a las camareras, como un ojeador del Castilla o del Barcelona Atletic. Sus deltoides, por cierto, son más grandes que dos hamburguesas beyond juntas. Junto a ellos, tres ejemplares similares pero en femenino, y con diversos injertos de polímeros inorgánicos en aquellas partes de su cuerpo consideradas sensuales. Entre las tres mozas, además, reúnen quinientos euros añadidos en gafas de sol. Su edad ha quedado diluida entre el gesto sacrificado, en la cara de felicidad tensa, en ese rictus quirúrgico tan instagramero. “Y es que estás hecha de plástico fino”.

Hay una nutrida familia de catalanes que conversa muy alto. La leyenda popular dice que es la Generalitat la que sufraga los gastos de estas familias para que, allá donde vayas, sea camping, museo o piscina, te encuentres con una. “Con un piso puesto, con un chalet. Con piscina privada y un salón de té”. También hay una pareja de vascos franquiciados por Quechua en bicicleta, que repasan la carta de viandas de la entrada con un recelo montaraz. Igualmente, se cuenta que estas partidas o embajadas autonómicas las organiza el lehendakari cada verano. El quechua, quichua o runa simi es una familia de idiomas originarios de los Andes peruanos que se extiende por la zona occidental de América del Sur a través de siete países. Para el año 2004 la cantidad de hablantes de lenguas quechuas se estimaba entre ocho y diez millones en toda Sudamérica.​ Según datos estadísticos del censo de 2017, la población de quechuahablantes en el Perú aumentó de 3 360 331 hablantes en 2007 a 3 799 780 hablantes en 2021.​ Esta familia lingüística se habría originado en un territorio que correspondería con la región central y occidental de lo que actualmente es Perú. En el siglo V, se separaron dos ramas de la familia; el quechua I hacia el norte y el quechua II hacia el sur. Hacia el siglo XV, la llamada lengua general se convirtió en una importante lengua vehicular y oficial por el Estado incaico. Esta variante fue la lengua más importante empleada para la catequesis de los indígenas durante la administración española. En el siglo XX, el castellano sobrepasó al quechua como lengua mayoritaria en el Perú. El quechua sureño, descendiente de la lengua general colonial, es la lengua quechua más extendida, seguido del quichua norteño (de Ecuador, Colombia y Loreto) y del quechua ancashino. En la década de 1960, estudios dialectológicos determinaron la existencia de lenguas separadas dentro del quechua…​

Un migrante africano visiblemente agotado ofrece abalorios sin que nadie le haga caso. “Con un suave balanceo voy por ahí”. Hacia mitad de la cola, un asturiano abraza a otro asturiano con el que se ha encontrado. Dos jóvenes italianas con neoprenos se sacuden las melenas rizosas buscando donde apoyar las tablas de surf. Son insultantemente guapas. “Y crecía aquella flor sin pensar en nada más que en amar y ser amada por mí”. Un matrimonio de jubilados de Murcia está flipando, con los ojos como platos, al recorrer uno a uno a todos los que les preceden y suceden. “Métete en el bolsillo las manos y no silbes para disimular”. Un fulano que parece desembarcado del Bribón, barco utilizado por la Familia Real Española de Felipe VI y su esposa Leticia, con camisa larga arremangada, bermudas estampados, fundas dentales, gafas a modo de diadema y el llavero del Cayenne girando en un índice, se cuela a toda leche preguntando desde los lejos al camarero dónde está “Juanchi, el metre, que quiero darle un abrazo, hostias”.

A gansos y gallos los contempla nuestro amigo solitario de la que pide la quinta, y última, caña doble. A esas alturas ya se ha hecho colega del camarero, que se ha enjaretado una gorra Goorin Bros con un jabalí en el frontal, porque a las tres de la tarde sofoca el sol. Y porque le vienen tres turnos de mesas consecutivos, cocina siempre abierta. “¿No te quedas a comer?”, le pregunta al paisano, ya con familiaridad sincera. “No, voy a comer con mi mujer en la sombrilla, que ha traído fiambrera”. Y mientras sale, pasando junto a la cola interminable, piensa que España se puede concentrar en muy poco espacio. Casi cabe en una postal. Conforme se aleja, de fondo suena una canción que le resulta familiar: “Luna de agosto, madre y señora del vino: hazme encontrar el camino… Luna de agosto, vela conmigo. Soy el insomne, tu amigo”.

Un oasis gastronómico entre la arena ardiente o un cuchitril con la fritura a precio de Tesla Cybertruck. El mejor lugar para tomar cañas con amigos o una excusa para sacarle los cuartos a turistas ávidos de escuchar “aquí esto es lo más típico”. Los chiringuitos y las terrazas son queridos por algunos y odiados con toda su alma por otros. El modelo de negocio de ambos, fundamentado en poder tomarse algo al aire libre, genera tanta pasión como polémica. Porque algo está claro: no todos aprecian la sensación de libertad de una cerveza fría mientras sopla el viento, y los hay que solo la disfrutan cuando están cara al sol (aunque en ocasiones coincidan). La parte buena, o el problema, es que hay miles de estos establecimientos: solo en Madrid capital, en 2018, había 4.876 bares y restaurantes con terraza, y en Andalucía el número de chiringuitos de esta temporada asciende a 1.400 aproximadamente, según datos de la Asociación de Empresarios Costa de Cádiz. Un horror para el que los critica y el paraíso terrenal para quien no bebe sin ellos. Pero, ¿qué motivos a favor y en contra tienen cada uno?

“Un vino al sol, dos son”. Además del placer que representa para algunos tomar algo en el exterior cuando hace buen tiempo y evitar la claustrofobia de un local pequeño, esta máxima quizá sea otra de las ventajas más evidentes de las terrazas. Da igual si es con un tinto, dos cañas o medio litro de sangría: las toñas salen más baratas a la solana. “Hay veces que si estás en una terraza a mediodía, con que te tomes una cerveza ya notas que te sube”, comenta Nerea Núñez, sevillana de 24 años. Obviamente es algo positivo si estás de relío y llevas el dinero justo para pagar un mechero a cuotas, pero si tienes que trabajar o echarle perlita al cuarto de baño luego, este aspecto puede ser un peligro. En cuanto a los chiringuitos, desde que abriera en Sitges hace 107 años el primero, una de sus principales bazas es la comodidad que ofrece su ubicación. “Para mí, el punto más positivo es la cercanía, el poder tomarte una cerveza al lado de la playa y no tener que salir al pueblo”, afirma el madrileño Carlos González, de 31 años, mientras intenta conectar su mirada con la de un camarero de La Luna, en la playa de Zahara de los Atunes. ¿Para qué callejear con el bañador mojado y arena hasta en el yeyuno si tienes un restaurante con vistas al mar, verdad? Los hinchas chiringuiteros y los vagos profesionales ni se lo piensan.

El colectivo ultra prochiringos también defiende el honor de sus materias primas frente a aquellos que las denigran. “El chiringuito siempre ha tenido ese estigma de fritura y mala cocina, pero muchos se han especializado en la calidad y frescura de sus productos, como cualquier restaurante de ciudad o pueblo”, dice Antonio Sánchez, propietario de La Luna. El que estén en lugares de costa puede ser una garantía de pescado del día —en minúscula—, y, aunque no siempre sea así, de platos del mar bien preparados. “Nosotros, por ejemplo, fuimos los pioneros en esta zona en hacer un arroz con atún de almadraba”, asegura este empresario. Es cierto que aún existe un inconsciente colectivo español para el que los chiringuitos tienen sillas cojas con el logo de Cruzcampo, un menú mal plastificado con más pringue que un cocido y pescaíto frito en la temporada anterior. No se me olvida, por supuesto, el camarero al que siempre le falta un agua, las hojas de lechuga como guarnición hasta de un Aquarius, el crío que forma una tormenta sahariana justo al lado de tu mesa y la carta de helados de Camy o La Menorquina (importantísimo que quede alguno del pingüino con los pelos rojos y una mijita de Comtessa).

Pero no seamos sectarios: chiringuito es solo aquel establecimiento situado a pie de playa, lo demás no viene incluido forzosamente en el lote. “Puede haber tantos restaurantes malos como chiringuitos malos”, asevera Antonio Sánchez, propietario de uno desde hace algo más de 20 años. Y quizá sea verdad, aunque eso qué más les da a los haters de bañador mojado y vuelta a casa. Si vives en Sevilla, Córdoba o Madrid, sentarte en una terraza una tarde de agosto es tan apetecible como un secuestro exprés. Súmale a eso, además, palomas psicópatas que harían cualquier cosa por el hueso de una aceituna, una sombrilla de publicidad que para un penalti antes que el sol y un coste adicional en la cuenta. Con este combo infernal por delante, muchos prefieren resguardarse bajo el aire acondicionado en el interior del local. Normal.

En el caso de los chiringos los hay incluso con estrella Michelin, como Casa Manolo, situado en la localidad valenciana de Daimús, pero no por ello se libran de tener detractores que los odian como si del ISIS se tratase. “Yo los detesto por varias razones: uno, porque de lo caros que son solo puedes ir si has cobrado la extraordinaria. Dos, porque nunca sabes bajo qué medidas higiénicas se prepara la comida. Y tres, porque si vas a comer marisco, como no esté bien hecho, es un foco de infección alimentaria al 400%”, enumera con seguridad —alimentaria— Tony López, cartagenero de 29 años. Él forma parte de esa corriente de odiadores que antes mueren de inanición que jugarse el dinero y la vida en estos restaurantes playeros.

Otro de los argumentos esenciales que utilizan los fanáticos de este movimiento —que bien podrían ser los Abogados Cristianos en versión tolerante y veraniega— es que estos locales están hechos para sacarle el parné al turista: “Le sirven el plato por delante con los pies en la arena, y valoran eso más que lo que le puedan poner. Al de fuera que está disfrutando en la playa quizá le da igual, pero creo que la gente que somos de costa piensa más como yo”, opina Fran Domínguez, gaditano de 40 años que jura no haber pisado un chiringuito en la última década. “Quizá yo tenga el recuerdo de los más antiguos, en los que tú mismo decías “no puede salir nada bueno de una cocina a 40 grados metida en un cuartucho”. Además no había nada de calidad que no pudieras probar en otro bar y encima era todo más caro. O sea, que no había por dónde cogerlos”, añade Fran mientras compra sospechosamente queroseno y una caja de cerillas.

Locos de las terrazas y seguidores de interior. Radicales del aliño de papas con el mar enfrente y ultras que luchan por implantar un país libre de chiringos. Como en otros muchos temas tan importantes y controvertidos como el cambio climático, los ataques a la democracia o el fútbol, aquí también hay fundamentalistas que no aceptan acercarse con empatía al otro. “Ahora que me estoy dando cuenta, soy un talibán antichiringuitos. Al camino que voy van a pasar otros 10 años”, afirma Fran Domínguez. Los extremismos nunca son buenos, pero ¿tú de qué lado estás? Este verano lo estoy viviendo a tope, con toda la paga extra. Por eso el otro día bajé a la playa y no me llevé bocadillo ni táper con filetes empanados. A las 14 horas, cuando me entró la gusa, recogí mi toalla y mis moscas y me fui a comer a un chiringuito, como la gente con viruta. Sin roñerío.

Recorriendo el paseo marítimo vi uno que llamó mi atención. “Chiringuito Montxo Beach. Family paella and patatas revolconas”. Con ese nombre cosmopolita tenía que ser bueno por fuerza, así que aguanté los 45 minutos de espera mirando con odio a los comensales que ya habían terminado pero no se levantaban de la mesa. Esa gente es peor que los que piensan que el cajero automático es una tragaperras. Cuando me senté, pregunté por Moncho para que me recomendara el especial del día, pero el camarero debió de pensar que le estaba tomando el pelo y no me trajo a Moncho. Me recogió la mesa y puso un mantel de papel que, en un soplo de Siroco, salió volando y se me llevó la cesta del pan y el servilletero. El siguiente mantel lo apuntalé en sus cuatro esquinas con el móvil, la cartera, las gafas de sol y el bote de aftersun.

La carta estaba traducida al inglés a mocosuena. Supongo que para atraer a los clientes británicos y alemanes, que gastan más y les puedes servir cualquier bazofia porque son de paladar asilvestrado. Había Octopussy to the party (Pulpo a feira), Furious potatoes (Patatas bravas), Big shellfish splash (salpicón de marisco), Shoulder of pork to the gallegan woman (Lacón a la gallega), Mulatto salad (Ensalada mixta) y Wine of the small water jumps (Vino de las Rías Baixas). Y sangría, claro: la bebida típicamente española que ningún español bebe. Mientras no traían mi comida, me deleité observando el ambiente selecto y exquisito de la terraza. Había un señor sin camiseta, con los pechos sobre los muslos, chupando langostinos como las aspas de un hidroavión. No creo que exista tal pasión sorbiendo ni dándole un ‘burmarflash’ a una tronista. A su lado, una señora en bikini les metía a los niños los macarrones en la boca por la fuerza, igual que se ceba a las ocas con embudo. A la yaya se le estaban haciendo bola hasta las natillas. Eran la viva fiesta los seis. Yo estaba muy entretenido procurando que el mantel no saliera volando e intentando no cabrear a las avispas que estaban de botellón en un charco a medio metro de mi silla.

Ni rastro de Moncho. Por fin me sirvieron la comanda. La ensalada no se podía aliñar porque si intentabas darle vueltas, se salía toda del plato. No le cabía ni una aceituna más en lo alto. Además venía con su pegote de atún de lata y su espárrago blanco tirado encima del huevo duro. Un primor de emplatado, un mimo en el aspecto. El espárrago no me lo comí porque parecía moribundo y no se tenía en pie, pero la lechuga sí. Estaba cortada tan grande que cuando intenté meterme un trozo en la boca, el resto de la hoja me pegó un bofetón que me dejó el moflete chorreando aceite. De segundo disfruté de un pescado rebozado con unas patatas fritas como uñas de los pies, y de postre arroz baboso. Eso sí: todos los platos venían con un limón abierto para darle ese toque cítrico tan mediterráneo, y para que te escuezan los padrastros de los dedos mientras lo despachurras y recoges los pipos. Al final me fui sin ver a Moncho. Yo creí que vendría a la mesa a preguntar qué tal estaba todo y de dónde soy, pero nada. Moncho no vino y yo me fui. El próximo día probaré otro sitio.

El turismo mundial alcanzó los 415 millones de viajeros en 2021, lo que significa un repunte del 4% respecto al año anterior, pero aún muy por debajo de 2019, ya que supone un 72% menos que los niveles prepandemia, según estimaciones de la Organización Mundial de Turismo (OMT). El primer barómetro de la OMT en 2022 indica que el aumento de las tasas de vacunación, junto con la flexibilización de las restricciones de viaje gracias a una mayor coordinación en los protocolos transfronterizos ha contribuido a liberar la demanda reprimida. El turismo internacional repuntó moderadamente durante el segundo semestre de 2021, cuando las llegadas internacionales descendieron un 62% tanto en el tercer como en el cuarto trimestre en comparación con los niveles prepandemia. Las estadísticas de la OMT todavía no recogen el dato correspondiente a 2021 en todos los países, pero sí muestran el efecto que tuvo la pandemia en la llegada de turistas en 2020. España, Estados Unidos, China, Italia, Turquía y México fueron los países más visitados del mundo en 2019. Sin embargo, en 2020 cayó la llegada de turistas en todos, siendo Italia el que, pese a las bajas cifras en comparación con años anteriores, registró las mayores llegadas.

Sin embargo, se registró una tendencia contraria a nivel mundial y en muchos países en cuanto a ingresos por llegada, que en las estadísticas de la OMT reflejan un ligero aumento. El barómetro prevé además que la media alcance los 1.500 dólares en 2021 (1.317 euros), frente a los 1.300 dólares de 2020 (1.141 euros), debido especialmente a los ahorros acumulados y a la mayor duración de la estancia, así como a los precios más altos de transporte y alojamientos. Por nacionalidad, Reino Unido está siendo el principal emisor de turistas a España los últimos meses. En noviembre de 2021, el número de turistas británicos que visitaron España fue de 597.458, mientras que llegaron 479.403 visitantes alemanes y 496.579 turistas franceses… ¿Cuántos turistas llegaron a Cancún en 2021? De acuerdo con datos de la Unidad de Política Migratoria del gobierno mexicano, en el 2021 Cancún captó 4.5 millones de viajeros estadounidenses, seguido de Los Cabos con 1.6 millones, así como 1 millón de la terminal de la Ciudad de México.

El secretario de Turismo federal, Miguel Torruco Marqués, dio a conocer que en el 2021, México ocupó la primera posición en la participación de los viajes realizados por estadounidenses al extranjero, al recibir 58.6% del total. De ese total, la principal vía de ingreso a nuestro país fue el Aeropuerto Internacional de Cancún. A nivel nacional se captaron 10.2 millones de viajeros de Estados Unidos durante el 2021, por lo que de ese total, la terminal de Cancún captó 44.1 por ciento. De acuerdo con Torruco Marqués, las llegadas vía aérea de turistas estadounidenses representaron 72.7% del total de llegadas, de ahí la importancia de este mercado para nuestro país. Además, destacó que tan solo al considerar los viajes vía aérea, durante el año pasado los ciudadanos estadounidenses incrementaron sus llegadas a México en 100.9%, al pasar de 5 millones 16,000 viajes en el 2020, a 10.2 millones en el 2021, por lo que sólo falta 0.3% adicional para ubicarse en los niveles observados en el 2019. El titular de Sectur destacó que esto confirma el pronóstico de que la reactivación de la industria turística se iba a dar con los viajes a corta distancia, como es el caso de los destinos de México, que están en promedio a cuatro horas en vuelo desde ciudades de Estados Unidos.

En el caso específico de Cancún, la terminal aérea cerró el 2021 con la movilización de 4,588.597 estadounidenses, que representan 18% arriba respecto de los 3,875,361 de norteamericanos que se captaron en el 2019. Esta cifra es además 4.5% superior respecto del volumen de estadounidenses captados por el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México, que cerró el 2021 con 1 millón de visitantes de la Unión Americana. Cancún encabeza la lista de los destinos con mejor conectividad aérea para el 2022, con un total de 56,951 vuelos y 10 millones 505,000 asientos, así como una derrama estimada en 11,712 millones de dólares, según datos de la Secretaría de Turismo federal. Los hoteleros piden reforzar las campañas de promoción para no perder cuota de mercado conforme se normalice el flujo de turistas hacia destinos competidores del Caribe mexicano. Jesús Almaguer Salazar, dirigente de los hoteleros de Cancún, Puerto Morelos e Isla Mujeres, insiste en que el turismo internacional que actualmente capta el Caribe mexicano “es prestado”, pues una vez que se eliminen por completo las restricciones en otros destinos, la competencia será feroz y la flexibilidad sanitaria que ha mostrado México no será suficiente para retener los actuales volúmenes de viajeros. “Estamos viviendo con turismo prestado por otros destinos, que no han abierto por situaciones de la pandemia que están siendo más restrictivos en otros países”, aseveró.

España es el país de procedencia del que se registraron más entradas a Cancún, de acuerdo con cifras de la Secretaría de Turismo (Sectur). Los turistas españoles son los ciudadanos europeos que llegan con más frecuencia a Cancún. Durante el 2021, las llegadas aéreas provenientes de España alcanzaron 90,968. En materia turística, Quintana Roo cerró el año de 2021 con un total de 14 millones 823 mil 772 visitantes en toda la entidad. De ellos, más de 13 millones 500 mil fueron turistas y más de un millón 278 mil llegaron vía crucero, en tanto que 14 mil 613 visitantes fueron de México a Belice. Arribaron 353 cruceros a Cozumel y 184 a Puerto de Costa Maya, en Mahahual, lo que hace un total de 537 embarcaciones, tomando en cuenta que la actividad de este mercado inició en el mes de junio, con la llegada de la primera embarcación a Cozumel. Durante el año de 2021, Quintana Roo recuperó más del 80 por ciento de la afluencia turística registrada antes de la pandemia, con una afluencia de 13 millones 530 mil 307 turistas y una derrama económica de 10 mil 806 millones de dólares, en todos los destinos del estado. El año pasado se contemplaron mil 200 centros de hospedaje y 118 mil 772 habitaciones.

La ocupación hotelera, en 2021 tuvo un crecimiento en relación con el año de 2020. En el 2020 Cancún registró un 38 por ciento; Cozumel, 34.4 por ciento; Isla Mujeres, 46.8; Chetumal, 17.9 y Riviera Maya, 32.7 por ciento. Para 2021, estos mismos destinos registraron un aumento. Cancún registró el 55.5 por ciento; Cozumel, 51.4; Isla Mujeres, 63.2; Chetumal, 26.4 y Riviera Maya, 52.3 por ciento. Los incrementos en ocupación hotelera, entre el 2020 y el 2021, registran crecimientos del 17.5 en Cancún, en Cozumel de 17.0, en Isla Mujeres de 16.4, en Chetumal de 8.5 y en la Riviera Maya de 19.6 por ciento. Quintana Roo tiene este verano a más de 349 mil 282 turistas, un aproximado de 277 arribos de vuelos, de los cuales 83 son nacionales y 194 internacionales, con un promedio de más de 500 operaciones aéreas al día. En cuanto a la ocupación hotelera, los registros arrojan lo siguiente: Cancún, 77.2 por ciento; Riviera Maya, 76.3; Cozumel, 75.6; Isla Mujeres, 74.8; Gran Costa Maya, 34.2 y Tulum, 62.9 por ciento. Se trabaja para consolidar el destino como un lugar donde se aplican las medidas de seguridad e higiene, y se brinda confianza a los turistas, visitantes, colaboradores y a la población en general. Cuatro ciudades de Estados Unidos y una de Canadá encabezan el ranking de turistas internacionales que llegaron a México por el Aeropuerto Internacional de Cancún. Houston, Chicago, Dallas, Toronto y Nueva York lideran la lista que supera los 13 millones de pasajeros.

La revista Tapas, perteneciente a Forbes, ha elaborado una lista de los 25 mejores chiringuitos en España donde disfrutar en la playa este 2022. Disfrutar del sol y de la playa es uno de los planes favoritos por los españoles y turistas durante el verano. Algunos prefieren llevarse la comida y bebida de casa para tomarla en las toallas. Sin embargo, la experiencia mejora si hay cerca un chiringuito donde tomarse un refresco, una cerveza y una tapa. Con el objetivo de poder disfrutar de los mejores este mes de agosto que queda de verano, la revista ‘Tapas’, perteneciente a Forbes, presenta esta semana, a los 25 mejores chiringuitos este 2022. En primera posición se encuentra el chiringuito Blue Bar, ubicado en la playa Migjorn, en la isla de Formentera. El local cuenta con una zona de bancos y asientos individuales para disfrutar de la puesta de sol. Su rango de precios oscila entre los 20 y 40 euros, rondando los 12 euros las copas y mojitos. El chiringuito La Luna, en Cádiz, ha conseguido la segunda posición del ranking. Y, sin salir de Andalucía, nos encontramos con el tercero en Málaga llamado el chiringuito Frida Pahlo. Son 25 chiringuitos distribuidos por toda España: Blue Bar, en Formentera; La Luna, en Cádiz; Frida Pahlo, en Málaga; Ventuno Beach, en Mallorca; UM Begur, en Girona; Sa Cova, en Menorca; Los Baños del Portet, en Alicante; Miradoriu, en Asturias; El Puntal, en Cantabria; La Milla, en Marbella; Los Pinares, en A Coruña; Cala Gracioneta, en Ibiza; Los Tarahis, en Almería; Blue, en Ibiza; Alma Playa, en Málaga; Azul Sunset Point, en Valencia; La Jaima, en Cádiz; La Cangreja, en Murcia; Dabadaba Beach, en País Vasco; La Dorada de Plata, en Granada; MariCarmen Casa Playa, en Málaga; La Siesta, en Alicante; Be Papagayo, en Lanzarote; El Tabla Beach Club, en Huelva; y La Bermutería de Beso Sitges, en Barcelona.

Joan Manuel Serrat loa al ‘Mediterráneo’: “Quizá porque mi niñez sigue jugando en tu playa. Y escondido tras las cañas, duerme mi primer amor. Llevo tu luz y tu olor por donde quiera que vaya. Y, amontonado en tu arena, guardo amor, juegos y penas. Yo, que en la piel tengo el sabor amargo del llanto eterno. Que han vertido en ti, cien pueblos, de Algeciras a Estambul. Para que pintes de azul sus largas noches de invierno. A fuerza de desventuras, tu alma es profunda y oscura. A tus atardeceres rojos, se acostumbraron mis ojos. Como el recodo al camino. Soy cantor, soy embustero. Me gusta el juego y el vino, tengo alma de marinero. ¿Qué le voy a hacer si yo nací en el Mediterráneo? Nací en el Mediterráneo. Y te acercas, y te vas después de besar mi aldea. Jugando con la marea, te vas pensando en volver. Eres como una mujer perfumadita de brea. Que se añora y que se quiere, que se conoce y se teme. Ay, si un día, para mi mal, viene a buscarme la parca. Empujad al mar mi barca con un levante otoñal. Y dejad que el temporal desguace sus alas blancas. Y a mí enterradme sin duelo entre la playa y el cielo. En la ladera de un monte, más alto que el horizonte. Quiero tener buena vista. Mi cuerpo será camino. Le daré verde a los pinos y amarillo a la genista. Cerca del mar, porque yo nací en el Mediterráneo. Nací en el Mediterráneo. Nací en el Mediterráneo”.

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