EL BESTIARIO SANTIAGO J. SANTAMARÍA GURTUBAY
EL BESTIARIO
Los coronavirus y «Los pájaros’, de Alfred Hitchcock
La pandemia que sufrimos podría estar ilustrada en la imagen final de esa película maestra del suspense y el thriller psicológico del británico nacionalizado estadounidense…
SANTIAGO J. SANTAMARÍA GURTUBAY
La familia abandona la casa en la que ha sido acorralada por los pájaros. Ocurre al amanecer, sus pasos casi van a cámara lenta y las aves asesinas milagrosamente se limitan a observarles y les dejan pasar. Las pesadillas que filmaba Hitchcock dejan huella a perpetuidad. Lo consiguió en «Náufragos», rodada en una barca en medio del océano. Si en tan poco espacio era capaz de crear tal tensión, imagínenselo disponiendo de grandes escenarios. Como esos maizales por los que corre Cary Grant perseguido por una avioneta fumigadora en «Con la muerte en los talones». Los paseos por San Francisco en los que vaga en estado insomne y completamente desarbolado James Stewart en «Vértigo», recordando obsesivamente a la misteriosa y difunta mujer de la que se enamoró, un poema necrófilo que podría haber escrito Edgar Allan Poe. El gélido y calculador Cary Grant de «Encadenados», utilizando como señuelo y espía a la mujer que ama y que le ama, haciendo que se case con otro, progresivamente envenenada. Todo para cazar a una organización de nazis. O «Rebeca», que comienza con aquella frase mitológica de “ayer soñé que volvía a Manderley”. «Extraños» que se encuentran en un tren y se hacen la macabra propuesta de matar a la ex mujer de uno de ellos a cambio de que este asesine al padre del otro. El rostro de una mujer fugitiva y acorralada en «Psicosis», que va conduciendo en medio de la lluvia y de la noche, camino del motel donde la espera el monstruo Norman Bates, tan edípico como enloquecido. Lo más gratificante de las obras de Alfred Hitchcock es que sabes que tienen un final, que al acabar la película te vas a reencontrar con la realidad, que te sentirás aliviado al encenderse las luces de la sala y constatar que no te ocurre nada malo, que tu cuerpo sigue intacto, que el horror solo existía en la pantalla.
Y creo que no me traiciona la memoria al recordar que el niño Hitchcock supo lo que era el terror cuando su tendero y estricto padre le mantuvo durante una noche en la comisaría para que supiera lo que son el miedo y el respeto a la autoridad. También que solo tuvo una mujer, la guionista Alma Reville, a la cual le pidió matrimonio cuando ella estaba vomitando hasta el alma por la borda de un barco, en medio de una tormenta feroz en el Atlántico. También cuenta uno de sus biógrafos que en su agonía el hombre gordo repitió más de una vez la palabra “soledad”. Y que, si siempre le gustó el alcohol, en sus últimos años este fue su compañero más habitual. Y, cómo no, le volvían loco las señoras rubias, hermosas, sofisticadas y elegantes. Que, lógicamente, estaban liadas con otros, no con la foca mofletuda. Con alguna, como Grace Kelly, estableció una complicidad que incluía el voyerismo. Pero con Tippi Hedren, que no le seguía el rollo, se comportó como un intolerable sádico, prescindiendo, en la secuencia de «Los pájaros» en la que Hedren es atacada en masas por las aves apocalípticas, de los efectos especiales. En su afán de realismo o por sus celos convirtió en real el ataque de los pájaros.
Y es probable que su cine sea tan perturbador y extraordinario porque su mente siempre anduvo retorcida, porque no fue una persona feliz a pesar de que su arte alcanzara los cielos, de conseguir una gran fortuna, de ser el director de cine más reconocido y admirado. Él tampoco se propuso, desde que era joven, formar parte de los dioses del Olimpo. Se limitaba, como John Ford, a ser el más inteligente y profesional de la clase, a realizar su difícil trabajo mejor que nadie. Alfred Hitchcock, fue un director de cine y productor británico nacionalizado estadounidense. Fue pionero en muchas de las técnicas que caracterizan a los géneros cinematográficos del suspense y el thriller psicológico. Murió en Los Ángeles en 1980 No vivió una barbaridad como la que estamos sufriendo todos, lo más salvaje, increíble y despiadado que le ha ocurrido a la humanidad desde la Segunda Guerra Mundial. Nadie como él plasmó mejor en imágenes el horror individual o colectivo, la angustia, el peligro abstracto o real, la pegajosa sensación del miedo, la incertidumbre, los fantasmas que engendran la maldad o la soledad, el monstruo acechándonos a la vuelta de la esquina, en la puerta de al lado o a centímetros de tu cuerpo.
El nombre de Hitchcock nunca aparecía en los guiones. Daba igual quién los escribiera. Su personalidad marcaba de principio a fin todas las historias que filmaba. Y nadie ha poseído una imaginería visual como la suya, la capacidad para que esas imágenes se incrustaran en las sensaciones del receptor. Si el cine hubiera continuado mudo, Hitchcock seguiría intrigándonos, acojonándonos, conmoviéndonos. Y a veces, como es lógico, el resultado no estuvo a la altura de las expectativas. En su filmografía hay películas menores, pero nunca malas. Si no hubiera abandonado Inglaterra, su cine seguiría siendo muy bueno, pero Hollywood le ofreció los mejores recursos para que este se convirtiera en una obra de arte. Cuenta el excelente guionista y muy divertido y malicioso escritor William Goldman que el cine de Hitchcock fue grande hasta que el director, crítico y actor francés, François Truffaut, y otros cultivados espíritus le convencieron de la enorme trascendencia y coherencia de su obra, de poseer un universo a la altura de los artistas más intocables. Hitchcock inicialmente mostró cierto escepticismo hacia tanto justificado halago, pero como era humano, le fue encantando que los más inteligentes le consideraran el rey. Según el perverso Goldman, a partir de ahí, Hitchcock hizo películas pensando en la opinión de los críticos. No es cierto, pero tiene su gracia. Y ahora que todo dios está tan roto que necesita ver comedias y películas relajantes, me entero de que un esperpento claustrofóbico, enfermizo y experimental en el peor sentido, una película titulada «El hoyo», de la que solo aguanto los primeros 15 minutos y que se desarrolla en una cárcel vertical, está arrasando entre las apetencias del público de Netflix. Qué desperdicio recurrir a los sucedáneos cuando se puede disfrutar de lo genuino, o sea de Hitchcock, a través de las plataformas digitales.
«Alfred Hitchcock: tan gordo, tan retorcido, tan genial. El cineasta, que murió hace 40 años, hubiera sido el retratista perfecto de esta barbaridad que estamos sufriendo todos», escribe en una columna el crítico español de cine Carlos Boyero. Imagino que a Hitchcock le hubiera encantado tener la pinta y el encanto de Cary Grant, el maravilloso actor al que dirigió en muchas y memorables ocasiones, pero a falta de esos dones físicos, se tuvo que conformar con ser Alfred Hitchcock, una de las más revolucionarias y geniales cosas que le han ocurrido a la historia del cine. Él tampoco se propuso, desde que era joven, formar parte de los dioses del Olimpo. Se limitaba, como John Ford, a ser el más inteligente y profesional de la clase, a realizar su difícil trabajo mejor que nadie, a perfeccionar el arte de contar historias con una cámara hasta límites sublimes, al deseo permanente de que estuvieran abarrotadas las salas donde se proyectaban sus películas, a que los receptores permanecieran ensimismados, temerosos y emocionados con lo que él narraba en la pantalla, a que el éxito de cada una de sus criaturas se convirtiera en norma y no en excepción, a que el público, en épocas en las que aún no se había puesto de moda el cine de autor, pagara la entrada al ver la firma de un tipo llamado Hitchcock. No disponiendo de internet, ese sustituto monumental de algo tan valioso conocido como memoria, solo puedo recurrir a ella para recordar títulos, momentos, secuencias, intrigas, miedos, poemas que se inventó este insuperable creador de imágenes, un supremo estilista con tantas cosas que expresar, un conocedor tan profundo como temible de la naturaleza humana, de sus luces, pero ante todo de sus sombras. Hitchcock hubiera sido el retratista perfecto de esta barbaridad que estamos sufriendo todos. Nadie como él plasmó mejor en imágenes el horror individual o colectivo, la angustia, el peligro abstracto o real.
El columnista Íñigo Domínguez, en una magnífica crónica titulada «Tengan cuidado ahí fuera», nos describe a muchos protagonistas de las películas de Alfred Hitchcock, afines a Vox en España y a otros partidos de extrema derecha en México. Sienten una especie de agorafobia al salir, mareo por las distancias, vértigo ante el horizonte. Y ahora que a Vox, lleno de rancios franquistas de la España Imperial de «Una, Grande y Libre», ni le gusta lo de aplaudir, hasta asomarse a las ocho, a los balcones, va a ser un problema. Un hombre protesta con una cacerolada estos días durante el homenaje a los sanitarios en Valladolid. En otros lugares de México han tenido que proteger a los mismísimos médicos, enfermeras y personal sanitario, para que no fueran agredidos por los Norman Bates que no faltan. Me mandaban, en una primera etapa de mi adolescencia a la cama cuando empezaba una serie en la que se abría un garaje, salía un coche de policía y aparecía el título, «Hill Street Blues» (la voz de un señor nos traducía: «Canción triste de Hill Street», en los ochenta no sabíamos lo que era blues). En la pantalla de la televisión aparecían marcados en el margen derecho superior dos rombos negros… La música tenía algo de melancolía, cada capítulo empezaba por la mañana en una comisaría y daba el tono de lo difícil que es arrancar la jornada. Cuando por fin me dejaron verla descubrí que era sobre todo una serie de gente trabajando y con muchos problemas. Dilemas morales, incompetencia de jefes, memeces de burócratas. Los personajes no estaban seguros de casi nada y al final del día acababan cansados, insatisfechos, confusos, no eran finales muy felices, sino a media luz, nocturnos. Recuerdo de niño la sensación de pensar entonces que el mundo era un sitio complejo. Aunque me impresionaba más que el teniente Furillo y la abogada Davenport hablaran en pijama en la cama, y que se vieran en secreto, y esas cosas. Cualquiera que viera la serie recordará una frase: “Tengan cuidado ahí fuera”. En el inglés original era más amable, colectivo, “vamos a tener cuidado”, la versión ibérica es más marcial e imperativa. La decía el sargento Esterhaus cada mañana antes de mandar a sus hombres a la calle.
“Esta semana, cuando salimos a aplaudir a las ocho, pasó un tipo gritando por la calle: «¡Que no, que os están engañandooo!». Nos trataba de ingenuos y era como si aquello le pareciera mal, aunque no comprendíamos por qué, ni quién nos engañaba, ni para qué. Los vecinos que estábamos asomados, y había de todo, de derechas y de izquierdas, nos miramos sorprendidos y nos encogimos de hombros. Hay vecinos que no salen, pero nunca he pensado que el aplauso les parezca mal, sino que les da pereza o no les van esas cosas. Pero Vox dijo que esto de los aplausos está fatal, ya es directriz oficial. Son muy rápidos en crear mal rollo…”, escribe Íñigo Domínguez. La extrema derecha se alimenta del cabreo y en México y España es un misterio casi geológico de dónde sacan tanta mala leche. Debe de haber yacimientos subterráneos y tienen zahoríes especializados en este ramo lácteo. Se quejan del buenismo, pero lo suyo es malismo tontorrón tipo Gargamel, el malo de los pitufos, mira que fastidiarles los aplausos. Es verdad que la gente cada vez está más caliente. Hay más broncas y malentendidos en chats, mensajes y llamadas. Los amigos ya se pelean furiosamente por los matices de las reglas de confinamiento. Para el Vox del presidente vasco de Bilbao, Santiago Abascal Conde y Francisco Javier Ortega Smith-Molina, y el México Libre de Felipe Calderón y Margarita Zavala pretenden «restaurar la política» y «construir el bien común más que conquistar el poder», repite en las redes sociales y periódicos afines la ex candidata presidencial.
¿Recuerdan al principio de la pandemia? Todo eran buenos sentimientos, explorar sensaciones, gimnasia, recetas, libros. Nada era política. En Vox debían de subirse por las paredes, parecía un maldito musical podemita, del partido radical Podemos, de Pablo Iglesias, «El Coletas» quien gobierna España en coalición con el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), con Pedro Sánchez, como presidente… En México Libre siguen obsesionados con un sistema bolivariano y chavista, impuesto por Andrés Manuel López Obrador, AMLO, «Manuelovich». Había que volver a las bofetadas, acabar con este distanciamiento social del mal genio, ni que fuéramos daneses en México y Madrid, capitales. Hacer algo todos juntos al margen de ideologías, aplaudir, dónde vamos a ir a parar. El latinoamericano se realiza más, entronca más profundamente con su esencia patriótica, atrincherado en los extremos y con alguien a quien sacudir. Ahora le veo el sentido a la idea de Vox de fomentar los pisos zulo, esas cápsulas tubulares a la japonesa, para arreglar el problema de la vivienda. En esos agujeros tan ideales, además de no haber ventana para aplaudir, la gente se habría cabreado antes. Es llamativo que les moleste que unos protesten a una hora y otros aplaudan al personal sanitario, y eso que muchos a lo mejor hacen las dos cosas. No, tenemos que estar todos rebotados.
La verdad, tardé en enterarme de que había caceroladas contra el Gobierno a las siete, hasta que un día oí a alguien dándole a una olla, cuando hablaba por teléfono desde Cancún con mi hermana Lourdes y sus hijos Andoni, Irantzu, Leyre, Joseba, y sus nietos Amaia y Telmo… Era un vecino, y duró 10 segundos, hasta que se dio cuenta de que era el único. Él no entendía nada, porque pensaría que iba a salir todo el mundo, y yo tampoco, hasta que busqué lo que pasaba en Internet. En otros lugares ocurre al revés, todo el mundo protesta a las siete, algunos amigos dicen que en su zona es un estruendo general, y me parece estupendo. Lo curioso es que uno puede llegar a creer que el mundo es lo que ve por su ventana, como James Stewart lo que lee en su periódico, o escucha en un canal majara de extrema derecha de YouTube. Vivimos en burbujas, algunas muy burbujeantes, y sin duda lo mejor para todos es incomunicarnos cada vez más, odiar más al vecino, pelearnos entre nosotros, cazuelas contra aplausos. Ahora resulta que aplaudir va a ser progre, de derechita cobarde, de pringaos. Habíamos descubierto a los vecinos, pero ya hay que enfadarse con ellos. Con lo bueno que es para la salud intentar entenderse con quien no piensa como tú.
En el futuro se dirá: el viejo periodismo murió cuando las noticias dejaron de leerse en un papel u oírse por la radio y comenzaron a ser suministradas con imágenes y se convirtieron en espectáculo, en espejos en los que el ciudadano anónimo se reflejaba. A partir de ese momento los periodistas pasaron de ser informadores a llamarse comunicadores, y la noticia era eso que decía en pantalla un tipo agradable, una chica atractiva, los dos con una voz bien modulada, capaces de emitir con una sonrisa ambigua y una dentadura perfecta un bombardeo, una crema, un asesinato, una marca de coche, el discurso del presidente y una sopa. Ser consiste en ser visto. Eso dicen también los viejos sentados en una solana con una garrota entre las piernas: ver para creer o vivir para ver, y es lo que hace ya gran parte de la humanidad que se mira en el espejo de las pantallas como figurantes de este espectáculo. La nueva era de la información comenzó el 22 de noviembre de 1963, a las 12.30, cuando el industrial textilero de ropa femenina Abraham Zapruder se encaramó en un pilar de la plaza Dealey, en Dallas, con una cámara Bell & Howell de ocho milímetros. Esa clase de tomavistas, hasta entonces, se alimentaba de bodas, barbacoas, juegos con el perro, escenas en el columpio del jardín. Pero esta vez captó el disparo mortal en la cabeza del presidente Kennedy. No fue azar. Fue la historia la que buscó a la cámara, y no al revés. Desde ese día todas las imágenes dejaron de ser inocentes. A partir del asesinato de Kennedy solo existirían los sucesos que crearan las cámaras como espectáculo. Los bombardeos serían transmitidos como conciertos de rock, las Torres Gemelas ardiendo crearían el eje del mal, nada sería verdad si no se transmitía en directo, y ningún político mal afeitado, sin la corbata adecuada y que sudara en un debate sería nunca presidente…
Abraham Zapruder no volvió jamás a mirar a través de la lente de una cámara después del 22 de noviembre de 1963. “Me despertaba y revivía el momento una y otra vez. Tenía pesadillas”, declaró Zapruder tras admitir llorando que había visto su propia película demasiadas veces. En al menos dos ocasiones, durante su testimonio ante la Comisión Warren y años después durante el juicio en Nueva Orleans a la única persona que jamás ha sido encausada por el asesinato del presidente John F. Kennedy (Clay Shaw), Zapruder fue obligado por ley a testificar sobre la película que le cambiaría la vida. La existencia de este hombre de 58 años volvió a la normalidad tras el magnicidio, pero “nunca pudo escapar a las consecuencias de haber estado tras la cámara aquel día”, explica a los medios estos días su nieta, Alexandra Zapruder. JFK sigue muriendo una y otra vez en la película de Zapruder, un emigrante judío que a los 15 años dejó Rusia en busca del sueño americano que le llegó de la mano de la tragedia. El día que murió Kennedy, el cofundador de una fábrica de ropa para mujeres había olvidado su Bell & Howell 414 de 8 milímetros en casa. Un compañero le instó a que fuera a buscarla. Ambos aprovecharon la hora del almuerzo para asistir al paso de la comitiva presidencial que recorrería las calles del centro de Dallas. Subido en una plataforma de cemento de poco más de un metro, Zapruder estaba en un lugar privilegiado para capturar lo que sucedió aquel día de hace medio siglo. Con pulso firme, según se acercaba la caravana que transportaba a Kennedy, su esposa Jackie, el Gobernador de Texas, John Connally, y su esposa Nellie, Zapruder comenzó a filmar con película de color Kodachrome II. Grabó durante siete segundos y paró porque dejó de ver el coche en el que viajaba Kennedy.
Enseguida volvió a ver el flamante Lincoln Continental tocado por banderines estadounidenses. Zapruder volvió a filmar, de izquierda a derecha, a medida que la limusina se adentraba en Elm Street, sin imaginar que estaba a punto de grabar una auténtica «snuffmovie». Entonces fue cuando oyó un sonido similar a un petardo, y eso fue lo que pensó que era, un cohete de celebración. Y siguió filmando. Pero entonces la tragedia ya se había desencadenado y el coche huía veloz por la carretera camino al hospital, con el presidente herido de muerte. En una entrevista en 1966, Zapruder explicó cómo estaba grabando, cómo veía a Jacqueline y al presidente saludar a la gente, cuando de repente observó que Kennedy se desplomaba sobre su mujer, sin entender qué estaba pasando. Fue entonces cuando oyó una segunda detonación. “Vi cómo se le abría la cabeza y empecé a chillar: ¡Le han matado, le han matado!, y seguí filmando hasta que el coche desapareció bajo el puente”. Aturdido, Zapruder no se movió de su sitio. Harry McCormick, a sueldo del diario The Dallas Morning News, se dio cuenta de que tenía una cámara en la mano y se acercó a él para hacerle unas preguntas. Zapruder le dijo que no iba a hablar con nadie que no fuera una autoridad federal. McCormick le prometió que buscaría al jefe del Servicio Secreto en Dallas y le llevaría a su lugar de trabajo, la compañía de confección de ropa de mujer Jennifer Juniors, muy cerca del Depósito de Libros desde donde Lee Harvey Oswald acabó con la vida del presidente 35 de la nación. En las horas que siguieron al magnicidio, Zapruder reveló la película y mandó hacer tres copias. Dos fueron entregadas una al Servicio Secreto y la otra al FBI. Por la tercera pelearon, chequera en mano, varios medios de comunicación y finalmente fue Richard Stolley, director de la revista Life en la costa oeste, quién logró el histórico documento. En una entrevista reciente, Stolley -85 años- aseguraba que ver la película y el tristemente célebre fotograma 313 –en el que se recoge el estallido del cráneo del presidente fruto de la tercera bala- fue “el momento más dramático” de su carrera. Time pagó un total de 150.000 dólares a Zapruder y le prometió no publicar nunca el fotograma 313, el disparo fatal -el primero impactó en la carretera; el segundo en la garganta del mandatario-. En 1999, el Gobierno de EEUU acordó comprar la película a la familia del emigrante ruso por más de 16 millones, película que hoy se guarda en una sección de los Archivos Nacionales radicada en College Park, Maryland, a las afueras de Washington. La noche de aquel fatídico viernes 22 de noviembre, en uno de los días más sombríos de la historia de EU, Zapruder regresó a su casa, preparó su proyector y mostró la cinta original a su mujer y su yerno. Su hija, Myrna, se negó a verla.
Para estar considerada la piedra fundacional del periodismo ciudadano, la cinta Zapruder, en sí, no es gran cosa: 1.80 de estrecho celuloide que contiene menos de 500 imágenes mudas de grano gordo y que tiene una duración de 26 segundos. Y sin embargo, es la prueba más importante en el que es, quizá, el crimen más discutido en la historia de la nación. Excepto por unas cuantas imágenes fijas que publicó Life, pasaron años hasta que el público pudo ver lo que había filmado Zapruder. En 1969, cuando faltaba un año para la muerte por cáncer del hombre que emigró desde una ciudad de Ucrania -entonces perteneciente al imperio ruso- a Brooklyn, el filme se pasó hasta 10 veces ante el jurado en el proceso contra Clay Shaw en Luisiana. Oliver Stone la utilizó de tal manera en su memorable JFK que no dejó otra opción que la de creer que la muerte de Kennedy fue fruto de una inmensa conspiración que englobaba desde Lyndon B. Johnson; hasta la CIA; la Mafia; la industria armamentística e incluso la comunidad gay (Clay Shaw era un acaudalado hombre de negocios de Nueva Orleans que escondía su homosexualidad).
Pero no fue hasta marzo de 1975 cuando los norteamericanos pudieron ver en movimiento el horror contenido en la película Zapruder. Su exhibición provocó que se formara en la Cámara de Representantes un Comité especial para investigar la muerte de JFK -también indagó en la de Martin Luther King-. Al contrario que la Comisión Warren, el Comité sobre Asesinatos concluyó que la muerte de Kennedy fue el resultado de una conspiración que involucró a múltiples pistoleros. “La película Zapruder no les aportará paz”, advierte Life Magazine en una obra especial que conmemora el 50 aniversario de la muerte del presidente más famoso de la historia de EU. “No es que sea ambigua, porque no lo es, sólo que la gente la verá y cada cual sacará una conclusión distinta”, asegura la revista. Cierto. Basta con «googlear» el término Zapruder para que salten a la pantalla todo tipo de teorías de la conspiración y juegos de poder. En los años sesenta, de las más de 200 mil personas que asistieron a ver el paso de la comitiva presidencial (un tercio de la entonces población de Dallas), solo un puñado grabó el acontecimiento. De esos, solo Zapruder captó el asesinato. En la era de los teléfonos inteligentes, en la época en la que la intimidad prácticamente ha desaparecido de la vida, el mundo estaría ante miles y miles de potenciales Zapruders.
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