EL BESTIARIO SANTIAGO J. SANTAMARÍA GURTUBAY

EL BESTIARIO

Sean Connery, actor escocés nacionalista, es ‘James Bond 007’

Es el único consuelo para la Unión Europea ante el disparatado Brexit de Boris Johnson…

SANTIAGO J. SANTAMARÍA GURTUBAY

Lo importante es no mezclar. Ya lo decía James Bond de su inseparable Dry Martini: agitado, no mezclado. Los que entienden de cócteles sostienen que se debe hacer exactamente lo contrario, pero tal vez el agente secreto más famoso al servicio de su majestad británica expresa, no una manera de preparar una bebida, sino una manera de ser que, por cierto, ha sido siempre profundamente británica. Porque con las mezclas hay que tener cuidado. Por ejemplo, una cosa es la política en el bar y otra muy diferente en el Parlamento. En este caso en el pub y en Westminster. Y de la misma manera que veríamos absurdo que las formas parlamentarias se apropiaran de las barras con sus parroquianos dando tragos de cerveza, también nos debería parecer raro que el bar haya invadido, también en las formas, la política británica. Las formas son una cuestión de fondos y las celebraciones en el Reino Unido en la medianoche de la salida de la Unión Europea dejan un regusto a cerveza, a cánticos de hermandad y a pérdida. Una pérdida no solo de un importante compañero de viaje en el proceso de construcción europea sino de un estilo que, guste más o menos, ha definido a las instituciones británicas. O lo ha hecho hasta el viernes 31 de enero.

Podría ser comprensible que la euforia del vencedor haya provocado exageraciones. Pero cosas como la quema de banderas europeas frente al Parlamento británico son una zafia demostración de no saber ganar, porque los partidarios del Brexit han ganado, esto es indiscutible, que refleja una rabia injustificada. Y quienes han hablado de una nueva independencia del Reino Unido han entrado en el terreno del disparate. La Unión Europea jamás puso en cuestión la soberanía del Reino Unido. Ni antes del Brexit, ni durante todo el caótico proceso que siguió al referéndum, ni una vez consumada la salida. Este es un argumento de pub que esgrimió desde el principio, naturalmente con un codo apoyado en la barra, Nigel Farage y que logró proyectar con éxito. Primero, a los pasillos de Westminster y luego al 10 de Dowing Street. Todos, incluidos los británicos, deberíamos respirar con alivio porque quienes celebraban ebrios de alegría por las calles de Londres la liberación del Reino Unido del yugo de Bruselas no pertenezcan a la generación de británicos que se dejaron la vida en las trincheras de Francia contra el Imperio alemán hace 100 años, ni a la de quienes cruzaron el Canal hace 76 años y fueron a morir en las playas de Normandía para liberar a Europa de las garras de Hitler.

Y luego vino a quien le pareció una buena idea convertir la residencia del primer ministro en un hortera decorado con un juego de luces y cuenta atrás incluida. La pequeña vivienda que se había convertido en símbolo de sobriedad  y reconozcámoslo, de elegancia en la forma de entender un cargo se convirtió de pronto en un edificio más propio de una calle secundaria de Las Vegas. Si en un momento dado se abre la puerta y aparece Boris Johnson con unas strippers aquello no hubiera desentonado. ¿Qué les pasa a los Brexiters? Que han mezclado y probablemente lo sigan haciendo durante los próximos meses. Y por el camino se han dejado varias cosas muy británicas en el perchero de la puerta del bar. James Bond nunca hubiera visitado esa residencia del primer ministro convertida en un juego de luces. Pero claro, el actor más famoso que le dio vida al agente 007 es escocés, Sean Connery, por cierto vecino durante muchos, del centro turístico del Mediterráneo Español, en Marbella, Andalucía…

La relación entre Londres y Bruselas nunca ha sido cómoda: 47 años de amor y recelo.  El ex primer ministro británico Tony Blair tenía una curiosa teoría sobre la tormentosa relación entre el Reino Unido y la Unión Europea. Estaba convencido de que existía un pacto implícito por el que los ciudadanos se mostraban encantados de preservar su derecho a despotricar contra Europa porque confiaban en que sus Gobiernos actuarían finalmente de un modo más responsable y calculador. “¿Dónde están las raíces de esta constante tensión? Probablemente en el hecho de que nunca fuimos parte de la fundación y origen de la Comunidad Europea. Nos sumamos tarde y después de una serie de humillaciones -el general francés Charles De Gaulle vetó durante años la entrada, a pesar de su amistad con Winston Churchil, el premier británico-. Por eso creo que, aunque en su momento se expuso de un modo sincero a la ciudadanía lo que implicaba el ingreso, siempre intentamos convencernos a nosotros mismos de que aquello a lo que nos estábamos comprometiendo era distinto a lo que realmente era”. Quien así se lamenta es Stephen Wall. Miembro del Servicio Diplomático británico durante 35 años. Secretario privado de cinco ministros de Exteriores. Asesor de Política Exterior de John Major, y más tarde del propio Tony Blair. Representante permanente del Reino Unido ante la UE durante cinco años.

“El Brexit supone una gran traición a nuestros socios europeos y también a los intereses económicos británicos. Mis padres sufrieron dos guerras mundiales. Para ellos, la idea de una Europa unida fue siempre la esperanza de una paz permanente. Y para muchos de nosotros, el intento de compartir leyes y valores, y de promover a la vez el comercio y la economía, fue siempre un proyecto a defender. La UE era una fuerza positiva en el mundo”, explicaba Wall en los días previos a que el Reino Unido abandonara  finalmente el club comunitario. Porque todos los primeros ministros que vieron marcado su mandato por la “cuestión europea” entendieron cuáles eran las obligaciones, ventajas y desventajas que implicaba su pertenencia a la Comunidad Económica Europea (CEE), primero, y a la Unión Europea, años después. Desde Edward Heath a Harold Wilson, pasando por Margaret Thatcher, John Major y Tony Blair. Vieron con claridad el grado de soberanía al que renunciaban y la fortaleza como actores mundiales que les proporcionaba un puesto en el Consejo Europeo. “Yo escribí los discursos de la reina durante mis 10 años como primer ministro y no recuerdo una sola ocasión en la que Europa me dijera que no podía hacer algo respecto a la sanidad, la educación, la seguridad, los impuestos o el gasto público. El argumento de los euroescépticos es denunciar una gran conspiración futura de Europa, algo bastante endeble. Una de las cosas más extrañas de todo este debate es que el Reino Unido no ha estado nunca en mejor posición dentro de Europa que ahora. No formamos parte de la moneda única. No formamos parte de Schengen. Tenemos todos los beneficios del mercado interior y controlamos nuestra estrategia política todo lo que queremos”, explica Blair, en su inútil esfuerzo durante estos tres últimos años por impedir la salida del Reino Unido.

El referéndum que organizó el Gobierno laborista de Harold Wilson en 1975 para confirmar la entrada en la CEE dos años antes dividió al país tanto como lo ha hecho el Brexit. Hasta el último minuto, las encuestas vaticinaron una arrolladora victoria del no. Y como ahora, la principal preocupación de los ciudadanos fue la supuesta pérdida de soberanía nacional, en manos de un entonces venerado Parlamento británico. Solo la enorme potencia y capacidad de propaganda del Departamento de Investigación del Ministerio de Exteriores, de un Movimiento Europeo que entonces tenía influencia, y, sobre todo, de la BBC, lograron dar la vuelta a la situación. Los argumentos, de un tono eminentemente práctico, eran los mismos que se han escuchado medio siglo después. Pero entonces no había redes sociales, y los ciudadanos concedían crédito a lo que defendieran instituciones y expertos.

“Lo que necesitamos no es tanto un Reino Unido europeo como una Europa británica”, dice el primer ministro de las fake news

El referéndum del Brexit en junio de 2016 inauguró la era de las fake news y se celebró en medio de un desencanto general de la población con su sistema político, después de años de austeridad impuesta por la crisis financiera. Logró desestabilizar el delicado equilibrio sentimental con Europa de un país que nunca ha olvidado su condición insular y pretendidamente excepcional. Una sensación de incomodidad que afectó siempre a la derecha y a la izquierda. “[El dirigente laborista Jeremy] Corbyn votó por la salida de la UE en 1975. Y en 1981, la corriente laborista a la que pertenecía incorporó una enmienda al programa electoral del partido en la que prometieron sacarnos cuanto antes de las instituciones comunitarias”, explicaba hace unos meses a este corresponsal David Owen, fundador del Partido Socialdemócrata y, de nuevo, otro escéptico europeísta que no quiere ni oír hablar de una Europa federal y política.

La historia del Reino Unido y la del continente es una y la misma, y todo lo ocurrido en los últimos siglos ha moldeado a ambos. Desde las guerras napoleónicas a la construcción de un imperio que hiciera notar su poder en el escenario europeo; de su papel en la II Guerra Mundial —Winston Churchill fue el primero en hablar de unos “Estados Unidos de Europa”— a su implicación en la Guerra Fría. “Nuestra nación habita una isla, y es una de las principales naciones de Europa. Recordemos siempre que no formamos parte del continente, pero tampoco olvidemos nunca que somos sus vecinos”, dijo en 1713 el vizconde Bolingbroke al defender el Tratado de Utrecht. ¿Cuándo se rompió esa idea de vecindad para convertirse en otra de rivalidad? No en la época de Margaret Thatcher, como asume la leyenda. Su famoso “I want my money back!” (“¡Quiero que me devuelvan mi dinero!”), con puñetazo en la mesa incluido en el Consejo Europeo de 1984 ni tuvo puñetazo ni fue tan fiero: “Simplemente estamos pidiendo que nos devuelvan lo que nos corresponde”, fueron realmente sus palabras. La Dama de Hierro defendió con ardor el Mercado Interior y la ampliación a los países del Este. Y apoyó con generosidad la incorporación de España. Fueron la presión en sus propias filas y su sensación de desengaño al ver cómo se alimentaba el sueño de una unión política y federal en el continente, las causas de su posterior resentimiento hacia Bruselas.

El inmenso y poliédrico debate en torno al Brexit destila tres ingredientes para dar con la respuesta adecuada: el ímpetu político de una personalidad poderosa como Jacques Delors, expresidente de la Comisión Europea, quien al soñar con una unión política y federal futura incomodó a los británicos; el error bienintencionado de un primer ministro británico como John Major, quien al negociar excepciones para su país (los famosos opt-outs en materia de seguridad, política monetaria o derechos sociales) abrió la puerta de entrada al euroescepticismo; y una prensa conservadora populista y desinformada que alimentó la guerra interna conservadora. El partido más favorable a Europa acabó devorado por el nacionalismo. “Fue siempre su guerra civil particular, y nos la acabaron trasladando al resto. Y la acabaron impulsando finalmente el nacionalismo inglés y la extrema derecha”, reflexiona el escritor Ian McEwan.

Y lo más grave de todo es que, aquellos intelectuales que han dado un barniz de respetabilidad al Brexit, han logrado convencer a los políticos que finalmente lo han ejecutado de que con esta maniobra no estaban únicamente salvando al Reino Unido sino a toda Europa. “Solo la creación de un nuevo Estado conservador, independiente y estable en casa y robusto en el exterior, capaz de actuar de modo conjunto con sus socios al otro lado del canal de la Mancha y en otras latitudes, permitirá al continente controlar los numerosos desafíos a los que hoy se enfrenta”, argumenta Brendan Simms. El historiador de la Universidad de Cambridge y miembro del centro de pensamiento neoconservador Henry Jackson Society condensa de un modo más académico y elaborado el sueño balbuceado por un político como el actual primer ministro, Boris Johnson: “Lo que necesitamos no es tanto un Reino Unido europeo como una Europa británica”.

Tan antiguas las democracias, tan admirable el progreso científico, tan dominante su lengua pero hoy Reino Unido y Estados Unidos están haciendo el ridículo frente al mundo. Para Donald Trump ya no quedan adjetivos; la absurda realidad supera toda posibilidad de parodia. El espectáculo político que presentan los británicos no será tan grotesco, pero es casi igual de confuso. Los anglosajones han dejado de ser, si alguna vez lo fueron, un ejemplo democrático para el mundo. La imperdonable frivolidad de la izquierda británica. El conservador David Cameron es el principal culpable del Brexit, pero es hora de atribuir al partido laborista la cuota de responsabilidad que merece. “Las quejas irresponsables de gente que nunca ha estado y nunca espera estar en una posición de poder”,  George Orwell, escritor inglés. ¿Qué tienen en común Donald Trump, el craso capitalista que ocupa la Casa Blanca, y Jeremy Corbyn, el viejo rockero de izquierdas que lidera el partido laborista británico? A primera vista, no mucho. A la segunda, bastante. Ninguno de los dos estaría donde está si no fuese por la frivolidad de la gente que les votó.

Que Corbyn esté acabando con un gran partido político, o que gracias a él Reino Unido se arriesgue a seguir siendo un Estado de partido único durante demasiados años más, sería un tema de interés poco más que local si no fuera por el problema del Brexit, que arrastra a todo el resto de Europa. Observar aquí en Londres el dominio absoluto del Brexit en el discurso político, ir absorbiendo lo complejo y desgastador que está siendo el proceso de extraer Reino Unido de la Unión Europea, es entender cada día más que se ha generado un lío tremendamente innecesario. En el mejor de los casos, cuando llegue el lejano día en el que las negociaciones con Bruselas concluyan, todo seguirá más o menos igual. En el peor, todos saldrán perdiendo, tanto los isleños como los habitantes de la Europa continental. Se ha convertido en una verdad universalmente aceptada que David Cameron es el principal culpable de este absurdo. Fue Cameron, como primer ministro, quien aprobó el referéndum sobre la permanencia de su país en la UE y lo hizo no por el bien del país, sino en un intento de crear paz dentro de su dividido partido conservador. Bien. Pero es hora de ser un poco más equilibrados, de atribuir al partido laborista de Corbyn la cuota importante de culpabilidad que también se merece.

Cuando Cameron tomó su histórica decisión pensó que contaría en la campaña a favor de la permanencia con el apoyo de la mitad de su partido y de la totalidad de la oposición laborista. Los números le convencieron de que no podía perder. Lo que no había manera de calcular era la abismal ineptitud laborista bajo el liderazgo de Corbyn. En teoría Corbyn estaba a favor de la permanencia, pero lo estuvo con la boca pequeña, el único tamaño de boca que tiene, para ser justos, como persuasor político. Estuvo tan ausente durante la campaña electoral más importante de la historia de Reino Unido, dio tanto la impresión de que a su partido le daba igual el resultado, que los protagonistas del debate acabaron siendo, por un lado, el ala blanda cameronista del partido conservador y, por otro, el ala dura de los mismos tories más los payasos xenófobos del UKIP de Nigel Farage. Corbyn sigue ausente hoy. Cero presión de su parte sobre la ex primera ministra, Theresa May y sobre el actual mandatario Boris Jhonson a la hora de influir en los términos de la inminente negociación con la UE; o de insistir en que se den garantías ya, hoy, a los europeos residentes en Reino Unido de que jamás serán deportados; o de lanzar un clamor a favor de que el Parlamento británico tenga la última palabra sobre el estatus británico en relación con la UE… El único laborista que se ha atrevido a proponer que, llegado ese día, habría que hacer otro referéndum para evaluar si la voluntad del pueblo ha cambiado ha sido Tony Blair, que dejó de ser primer ministro hace una década. El único debate sustancial que hay dentro del Parlamento británico sobre el Brexit es el que sigue sacudiendo al propio partido conservador.

Una de las instituciones más sagradas y más mundialmente admiradas de la política británica es el prime minister’s questions, un choque parlamentario semanal entre el jefe de Gobierno y el jefe del principal partido de oposición. Lo habitual es que el jefe de Gobierno sea el que sienta más presión. Rendir cuentas desde el poder es más complicado que lanzar bombas dialécticas cuando uno solo sueña con gobernar. No ha sido el caso desde que May se empezó a enfrentar a Corbyn… Ver el duelo semanal entre los dos recuerda a una profesora castigando a un niño que nunca hace los deberes. Corbyn ha logrado la nada despreciable hazaña de hacer que un Gobierno conservador internamente dividido, perplejo ante las exigencias de la salida de la UE y con una tendencia a cometer graves errores parezca mucho más fuerte de lo que es.

No fueron los parlamentarios sino los miembros del partido los que votaron a Corbyn como líder. Ahí está la imperdonable frivolidad, ahí está el onanismo infantil de aquellos que prefieren la irrelevante limpieza ideológica a la responsabilidad del poder, que ven más valor en formar parte de un club de autosatisfechos biempensantes que incidir materialmente en las vidas de las clases desfavorecidas a las que juegan a defender pero, en realidad, abandonan a sus miserias. Reconocieron a Corbyn como uno de los suyos. Jamás Corbyn tuvo el sincero deseo de ensuciarse las manos asumiendo el mando del Gobierno. Todo lo cual sería de interés meramente folclórico si no fuera por el resultado del referéndum británico. Una de la infinidad de diferencias entre Corbyn y Trump es que Trump sí posee el atributo elemental de un líder político: sabe vender su mensaje a las grandes masas. Tony Blair, por más odioso que nos resultara a muchos, también lo tenía. Una pena que Blair o casi cualquiera de los 200 actuales diputados laboristas que aborrecen a Corbyn no estuvieran al frente del partido durante el referéndum. Casi con total seguridad, el lío del Brexit se hubiera evitado.

 “Desigualdad”, “globalización”, “los que se han quedado atrás”: no pasa un día sin que se repita el mantra, sin que nos vuelvan a contar que éstas son las fuentes de la corriente populista que condujo al Brexit en Reino Unido, a Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos y que pudieran desembocar en victorias para Geert Wilders y Marine Le Pen en las elecciones generales de Holanda y Francia. El argumento no convence. Sí, la economía siempre va a ser un factor electoral, pero no es la principal explicación del fenómeno político que define nuestra era en Occidente. No se trata en primer lugar de una lucha de clases clásica entre ricos y pobres. Estamos presenciando un nuevo concepto del término en el que la división se define no por el dinero sino por los valores, por dos conceptos opuestos de las que deben ser las prioridades morales de la sociedad. Eric Kaufmann, un profesor canadiense de política en Birkbeck College (Inglaterra), está escribiendo un libro sobre el tema. “Lo que vemos”, ha dicho, “es una creciente polarización de valores en las sociedades occidentales. La línea divisoria política era izquierda contra derecha, redistribución económica contra el mercado libre; la nueva polarización emergente es entre lo que podríamos llamar cultura abierta contra cultura cerrada, o el cosmopolitismo contra el nacionalismo”. Kaufmann se apoya en un estudio detallado que ha hecho su universidad de las prioridades del electorado en las elecciones estadounidenses de noviembre. La conclusión más importante es que la inmigración fue un asunto de muchísima mayor preocupación para los devotos de Trump que la desigualdad, una realidad que les dejó casi indiferentes. Lo cual ayuda a explicar su devoción por un presidente magnate que no disimula su enorme riqueza.

Explica también por qué el ‘Muro’ fue no solo el mensaje que más caló en la campaña electoral de Trump sino la metáfora que define el rechazo a la inmigración y al cosmopolitismo en general de sus seguidores estadounidenses y de sus correligionarios europeos. La nueva lucha de clases no es entre los que han prosperado económicamente y los que no, sino entre aquellos que tienen una visión abierta al mundo y los que desean refugiarse en la antigua tribu. O, lo que acaba siendo lo mismo, entre los que navegan cómodamente en las corrientes de la modernidad y los que sueñan con parar el barco y regresar al puerto seguro del pasado. Por eso el otro mensaje que dejó huella en los votantes de Trump, mucho más que cualquier reflexión sobre sus planes fiscales, fue el eslogan ‘Make America great again’ (Haz que América vuelva a ser grande). El eslogan apela al sentimiento nacionalista de aquellos que añoran una época dorada en la que la integridad racial de la tribu no se había contaminado por la llegada de personas de culturas extrañas. Aquella época se suele remontar en el imaginario colectivo a los años cincuenta. Los datos demuestran que, efectivamente, al final de esa década el 90% de la población de Estados Unidos era blanca; hoy lo es el 63%.

El trumpismo prende también en la vieja Europa. Un éxito del Circo Americano dirigido por Donald Trump, iniciado en el otoño de 2016 ante la sorpresa mundial, cuando tampoco lo vimos venir. El circo triunfa a ambos lados del Atlántico, con el celebrado número del Brexit representado en la pista de la posverdad, a cargo del émulo del presidente de EE UU, su gemelo del pelo pajizo. Tras una campaña electoral mendaz, donde la verdad ha sido la primera víctima, en la que ha triunfado el mal menor ante la incompetencia manifiesta de Corbyn. En Washington y Londres, dos políticos extravagantes triunfan atizando las emociones y la nostalgia, enfermedad típica británica. Dos nacionalistas populistas, ayudados por el ágora digital y su juicio viral simplificador, que banaliza la complejidad de cualquier cuestión importante. Soluciones mágicas para los problemas más complejos. Debelación de lo público y puesta en cuestión del sentido de la democracia. Un tiempo de fuegos artificiales y credulidad potenciado por las redes sociales. Trump, enredado en un proceso político de destitución de la presidencia, por supuesto abuso de poder y obstrucción a la justicia, consolida su base electoral y se apunta éxitos indudables: en la economía y una tregua en la guerra de aranceles con China. El impeachment propuesto por los demócratas morirá inevitablemente en el Senado. Se convertirá en una nota a pie de página y como tal será olvidada. La próxima gran función del Circo Americano tendrá lugar el martes 3 de noviembre de 2020 y los demócratas, sin un candidato presidencial claro y sin un proyecto político ganador, pueden regalar al mundo cuatro años más de Trump. Esta vez, veámoslo venir a tiempo.

Hablar de Sean Connery es hablar de James Bond, sin duda, pero también de un decidido partidario de la independencia de Escocia que no tuvo reparos en que la reina Isabel II le nombrara sir y caballero del imperio británico. El magnetismo que desprendía en la gran pantalla era fruto de una aplomada sencillez, de gestos mínimos, que contrastaba con la exhibición de un esqueleto de casi dos metros, entrenado músculo a músculo desde la infancia. El actor vive retirado en las Bahamas. Se le vio por última vez en público durante el torneo US Open de tenis en Nueva York en agosto pasado. A sus 87 años tuvo que ser ayudado para desplazarse pero saludó con la misma media sonrisa de siempre. Thomas Connery es hijo de padre católico, obrero en una fábrica y conductor de camiones, y de madre protestante, que trabajaba de mujer de la limpieza. Nació en un barrio humilde de Edimburgo en 1930. Tiene un hermano menor, Neil. Dejó pronto la escuela para trabajar en varios empleos por necesidad familiar: de repartidor de leche, chófer, jornalero, albañil, socorrista e incluso de pulidor de ataúdes. La calle era un lugar de encuentro para jugar al pilla pilla pero también un escenario de peleas. Él mismo se enfrentó solo a una pandilla que quería robarle la cartera y los dejó a todos fuera de combate.

Con dieciocho años practicó el culturismo hasta alcanzar el cuerpo musculado que después luciría en el cine. Llegó a trabajar incluso de modelo, posando desnudo por 15 chelines a la hora en una academia de arte. También se presentó al concurso de míster Universo en Londres y quedó tercero. Estuvo en la marina británica de la que le quedan dos tatuajes definitorios, uno que recuerda a sus padres y el otro a Escocia. Tuvo la oportunidad de fichar por el Manchester United como futbolista pero de repente tomó el camino artístico. Empezó como tramoyista y extra en el King’s ­Theatre de la ciudad y como integrante de un coro en un musical, antes de hacer televisión y cine. Su primera película destacable fue ‘La frontera del amor’ (1957) de Terence Young. Connery inauguró la serie de James Bond con ‘Agente 007 contra el Dr. No’ en 1962 junto a Ursula Andress. Se barajaron 200 actores, entre los que estaban Richard Burton, James Mason y Peter Finch. Los productores querían en un principio a Cary Grant pero pedía un millón de dólares y tuvieron que abandonar la idea. El actor escocés se puso en la piel del espía británico en siete ocasiones hasta que le sustituyó Roger Moore.

Su carrera fílmica está repleta de éxitos: ‘El día más largo’ (1962), ‘Asesinato en el Orient Express’ (1974) y ‘Los intocables de Eliot Ness’(1987) por el que obtuvo el Oscar al mejor actor secundario. Trabajó con Alfred Hitchcock en ‘Marnie, la ladrona’ (1964) y con John Huston en ‘El hombre que pudo reinar’ (1975). Pasado un tiempo aún llenaría la pantalla con su imponente físico en ‘El nombre de la rosa’ (1986), ‘La caza del Octubre Rojo’ (1990), ‘La roca’ (1996) y ‘La trampa’ (1999). Su última película, ‘La liga de los caballeros extraordinarios’, se estrenó en el 2003, pero sin la acogida esperada. A pesar de la apariencia de seductor, Connery empezó a perder pelo a los 21 años y trabajó buena parte de su carrera con peluquines y postizos. Cuando se deshizo de ellos, su atractivo no disminuyó. En 1962 se casó con la actriz Diana Cilento, hija de un médico con título nobiliario. Al cabo de un año nació su hijo Jason. El actor rompió el matrimonio cuando conoció a la pintora francesa Micheline Roquebrune en Marruecos. Sigue casado con ella desde 1975. La pareja compró una mansión en Marbella pero la vendieron tras un conflicto judicial, debido a una indebida recalificación de terrenos en la época de Jesús Gil. Afiliado al Partido Nacional Escocés, ayuda económicamente a la formación, aunque en el referéndum por la independencia del país del 2014 no fue a votar, quizá por problemas con el fisco británico que le permiten estar poco tiempo en Escocia. Mientras, disfruta de una fortuna calculada en 150 millones de euros en su paraíso fiscal.

Misión cumplida Donald Trump. La Unión Europea se debilita. El ‘Reino DesUnido’ del idiota de Boris Johnson  traiciona a los ciudadanos del Viejo Continente.  La venganza de éstos -la vida te ofrece el poder de ejercerla más temprano que tarde, como decía Francisco de Quevedo, el escritor español del Siglo de Oro- lo protagonizan Sean Connery y los nacionalistas escoceses, estos días aciagos, exigiendo a Londres un nuevo referéndum para regresar al corazón de la Unión Europea donde llevaba casi medio siglo. El ‘James Bond 007’,  nacido de la ficción de la pluma de Ian Fleming, no es británico si el actor que mejor lo encarnó para el Séptimo Arte, Sean Connery,  rechaza pertenecer al ‘Reino DesUnido’ y proclama internacionalmente que se siente ‘orgullosamente escocés y dignamente europeo’. Esto me suena a Cancún y Quintana Roo.

@BestiarioCancun

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