‘1984’, libro más leído con Trump y Biden
El Bestiario
- La distopía de George Orwell, ‘1984’, sobre los totalitarismos, ‘best seller’ en los ‘Estados DesUnidos de Donald y en los ‘Estados Unidos’ de Joe…
Por Santiago J. Santamaría Gurtubay
Cuando escribió el británico no pensaba en una sociedad futura, sino en el presente. Su distopía no pretendía ser una metáfora, sino una descripción de los totalitarismos del siglo XX, sobre todo del estalinismo. Sin embargo, este libro, escrito en 1948, se ha convertido de nuevo en un punto de referencia en la era de republicano Donald Trump y en la etapa del demócrata Joe Biden, donde la posverdad y los “hechos alternativos” se apoderaron de la política. La novela del escritor británico, nacido en 1903 y fallecido en 1950, se ha alzado entre los libros más vendidos en Estados Unidos en Amazon, el gigante digital del comercio on-line, pero el fenómeno también ha llegado a España. Un conjunto de librerías españolas agrupadas en la plataforma LibriRed publicó los 50 libros más vendidos en la útimo lustro. Los datos recogen las ventas en unos 600 establecimientos, entre los que se encuentran numerosas librerías independientes, pero también grandes cadenas como Casa del Libro o Librerías Elkar. En la lista, sólo hay un clásico, ‘1984’, que ocupa el puesto número 34 con su edición de Debolsillo, traducción de Miguel Temprano García, y que cuenta con un prólogo de Umberto Eco.
En EE UU, el fenómeno es todavía más intenso. Un portavoz de la editorial Signet Classics, que publica actualmente ‘1984’, señaló a la radio pública NPR que desde la toma de posesión del 45º presidente de EE UU, Donald Trump, “las ventas se habían incrementado un 10.000%”.Todavía ocupaba con el sucesor un puesto prioritario en la lista de ‘best-sellers’ de amazon.com (con más de 4.000 comentarios) y se encontraba en el número 16 en la lista de más vendidos en amazon.es. Orwell habla en su libro de una nuevalengua y su protagonista trabaja en el Ministerio de la Verdad, que se ocupa de establecer lo que es falso y lo que es verdadero. Los hechos son definidos por el Estado, no por los ciudadanos. Son conceptos que resultan bastantes inquietantes en la actualidad, en un momento en que una de las principales asesoras de Trump, Kellyanne Conway, la que ha sido su jefa de campaña y consejera del presidente en la Casa Blanca, ha acuñado el concepto de “hechos alternativos”, que consiste básicamente en negar las evidencias empíricas, como ha ocurrido con la polémica sobre el número de personas que asistieron a la toma de posesión. Uno de los comentarios sobre el libro en Amazon, escrito el 23 de enero, decía: “Hoy Kellyanne Conway anunció que nos estaban proporcionando hechos alternativos. Son sombras de un pasado que cambia mientras se controla el presente. Tenemos que estar preparados para la fiesta como si estuviésemos en 1984”.
En una entrevista con el periodista español David Alandete, de EL PAIS, el director de The Washington Post, Martin Baron, admitía que no hay precedentes a la guerra que el anterior presidente norteamericano a Joe Biden le han declarado a la prensa. Si alguien tenía dudas del futuro del periodismo, un nuevo presidente llegó a la Casa Blanca declarando la guerra a los medios de comunicación y difundiendo mentiras en las redes sociales. Para Martin Baron (Tampa, 1954) esta es la prueba de que el oficio es más necesario que nunca. Solo debe adaptarse a cómo se consume hoy la información: en el móvil y a través de redes sociales. Baron visita España durante menos de dos días, invitado por el Foro Conversaciones, la facultad de Comunicación de la Universidad de Navarra y la fundación Rafael del Pino. No puede ausentarse más de una redacción que puede ser el último reducto en Washington entre la realidad y la distópica presidencia de Donald Trump.
Con George Orwell, el Ministerio de la Verdad se ocupa de establecer los hechos que deben ser ciertos para unos ciudadanos constantemente vigilados por el Gran Hermano -una de las muchas intuiciones de Orwell en el libro es la omnipresencia de la televisión, que no sólo se usa para ver, sino también para ser vistos-. La nueva lengua, que sirve para simplificar la forma en que se expresan los ciudadanos y así evitar sentimientos y pensamientos no deseados, es definida así por Orwell al final del libro: “El propósito de la nueva lengua no era sólo proporcionar un medio de expresión a la visión del mundo y los hábitos mentales de los devotos del Socing [la ideología dominante en el mundo orwelliano], sino que fuese imposible cualquier otro modo de pensar. La intención era que cuando se adoptara definitivamente la nuevalengua y se hubiese olvidado la viejalengua, cualquier pensamiento herético fuese inconcebible, al menos en la medida en el pensamiento que depende de las palabras”.
Otros conceptos acuñados por Orwell en su novela son la policía del pensamiento, el doblepiensa o la mutabilidad del pasado. También describe lo que llama los ‘dos minutos de odio’, que tienen profundos ecos en los venenosos discursos o tweets dirigidos a cualquiera que piense diferente o que sea diferente del presidente Trump. Esos ‘dos minutos de odio’ consisten en ofrecer a todos los ciudadanos la imagen del archienemigo del Estado, Goldstein, que defendía conceptos aberrantes como “la libertad de expresión, la libertad de prensa, el derecho de reunión y el derecho de opinión”.
No es la primera vez, ni de lejos, que ‘1984’ vive un boom por su capacidad para reflejar la realidad. En 2013, cuando se produjeron las revelaciones de Edward Snowden sobre el espionaje masivo de EE UU, la novela también saltó a las listas de más vendidos. En el prólogo a la edición española, Umberto Eco escribe: “El libro es un grito de alarma, una llamada de atención, una denuncia, y por eso ha fascinado a millones de lectores en todo el mundo”. Seguramente, ni el propio Orwell sospechaba hasta dónde iba a prolongarse la vigencia de su obra.
Nacido en la India británica, en 1903, y fallecido en Londres, en enero de 1950, Eric Arthur Blair, George Orwell, no sólo fue un gran novelista, autor de dos de las obras más conocidas del siglo XX, ambas sobre los totalitarismos: la distopía ‘1984’ y la fábula nada infantil ‘Rebelión en la granja’ -“Todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros”-, fue también un gran periodista y ensayista -un trabajo que la editorial Debate ha recopilado en España en dos imprescindibles tomos-. También escribió una obra autobiográfica muy importante sobre la Guerra Civil Española, ‘Homenaje a Cataluñ’a, en la que narra su lucha en el frente, pero también la represión que los comunistas teledirigidos desde la URSS lanzaron contra el POUM, el partido trotskista en el que militaba.
Su relato sobre el conflicto español está marcado por una obsesión: la verdad. De hecho, como él mismo forma parte del relato, esta es la advertencia que da al final: “Tenga cuidado el lector con mi partidismo, con mis detalles erróneos y con la inevitable distorsión que nace del hecho de haber presenciado los acontecimientos desde un lado. Y tenga cuidado, exactamente el mismo cuidado con las mismas cosas cuando lea otros libros sobre este periodo de la Guerra Civil Española”. La profunda honestidad de Orwell es para muchos autores un ejemplo de lo que debe ser el mejor periodismo, un militante socialista que no duda en denunciar el terror del socialismo real. Existen pocos escritores tan alejados de la posverdad o los ‘hechos alternativos’ (lo que antes se conocía como mentiras o patrañas). En su ensayo Historia del presente, el británico Timothy Garton Ash escribe sobre ‘Homenaje a Cataluña’: “No hay la menor duda, ni por un instante, de que está esforzándose en ser lo más exacto posible, para hallar la verdad objetiva que siempre debe separar las llanuras de la historias y el periodismo, de las montañas mágicas de la ficción”. Garton Ash cita además una frase del novelista polaco Jerzy Kosinski: “Me interesa la verdad, no los datos, y soy lo bastante viejo como para conocer la diferencia”.
La distopía de George Orwell, ‘1984’, sobre los totalitarismos, ‘best seller’ en los ‘Estados DesUnidos de Donald Trump’ y de los ‘Estados Unidos deAmérica’. El director de The Washington Post, Martin Baron, recuerda en una conferencia en Madrid, España, la relevancia de la obra del novelista y ensayista británico al señalar que los “hechos alternativos” le recuerdan a ‘1984’: “El partido te pide que rechaces lo que ven tus ojos y escuchan tus oídos”; “Si alguien tenía dudas del futuro del periodismo, un nuevo presidente ha llegado a la Casa Blanca declarando la guerra a los medios de comunicación y difundiendo mentiras en las redes sociales” ; “Esta es la prueba de que el oficio de periodista es más necesario que nunca, solo debe adaptarse a cómo se consume hoy la información, en el móvil y a través de redes sociales”; hace décadas se publicaron las crónicas del Watergate, la historia que derribó la presidencia de Richard Nixon, en un clima menos beligerante; al ‘Pink’ de The Wallle le falta solo crear un ‘Ministerio de la Verdad’ para que se ocupe de establecer los hechos que deben ser ciertos para unos ciudadanos constantemente vigilados por el ‘Gran Hermano’.
Donald Trump, en Estados Unidos, y Jair Bolsonaro, en Brasil, pretendieron transformar a los seres humanos en mercancía según la lógica de los mercados. Pocos libros pueden resultar más tentadores e interesantes para entender la crisis del coronavirus y la deriva totalitaria de los Estados que ‘Psicopolítica’ de Byung-Chul Han. El filósofo coreano ha sido una de las figuras intelectuales más socorridas durante la pandemia. El estilo incisivo, sentencioso y cortante, se ha convertido en una de sus señas de identidad. Recuerda a Nietzsche en sus aforismos, al Guy Debord de ‘La sociedad del espectáculo’ y a Baudrillard en ‘El crimen perfecto’ —“ya no tenemos los medios para parar los procesos que se desarrollan sin nosotros”, concluyen ambos—. En todos sus textos late una preocupación por la sociedad del espectáculo manifestada en el fenecimiento del alma y de la identidad humana. Pero quizás sea ‘Psicopolítica’ el texto que mejor refleje los nuevos cambios en materia de biopolítica que, de un tiempo a esta parte, con la pandemia como telón de fondo, se están llevando a cabo en todo el mundo.
¿Qué diablos pasó el 3 de noviembre del 2020? El amplio apoyo recibido por el presidente no reelecto -principalmente en sectores políticos del exilio anticastristas en Miami y Florida- obliga a los estadounidenses a reflexionar sobre el sistema, sobre las creencias y sobre las prácticas políticas que llevaron a su elección en 2016. La investigadora política del Real Instituto Elcano, en Madrid, España, Carlota García Encina, intenta responder a la pregunta que se hizo y nos hicimos millones de personas en el mundo. Muchos esperábamos que, después de casi cuatro años de caos y confrontación, el 3-N, día de las elecciones en EE UU- fuera un punto de inflexión. Los dos candidatos habían insistido en que luchaban por el “alma” del país. Si Donald Trump resultaba ganador, EE UU revelaría al mundo el carácter que quería tener como país; pero si los estadounidenses le rechazaban, significaría que la nación buscaba una trayectoria diferente: “policy over personality”. Ninguna de las dos cosas ocurrió. Votar para que Donald Trump abandonara la Casa Blanca no ha resultado suficiente para decir que Norteamérica no es solo Trump. Lo que sí ocurrió fue la tormenta perfecta: una elección muy reñida, una participación muy alta, y gran número de votos por correo. Es lo que transformó la noche electoral en la semana electoral.
Lo había advertido Bernie Sanders, aunque el propio Trump llevaba meses hablando de sus sospechas sobre los votos por correo, y que haría lo imposible para que no le arrebataran la presidencia. Todos estábamos preparados para este escenario. Pero es cierto que, pocos días antes de las elecciones, había cierta euforia entre los demócratas y los anti-Trump con ganar Florida, lo que allanaría el camino hacia una victoria rápida de Biden (Trump ganó 306 colegios electorales en 2016, si le restamos los 29 de Florida, sumaría 277; teniendo en cuenta que no ha tratado de ampliar su base electoral sino mimar a sus fieles, no ganar este estado significaba que las posibilidades de vencer eran prácticamente nulas). Al perderse Florida al principio de la noche, pasó lo que tenía que pasar: habría que esperar a los estados del “cinturón de óxido”. Una carrera tan reñida ha obligado a contar hasta el último voto (si hubiera habido un claro ganador en un estado, hubiera sido fácil predecirlo con solo un porcentaje de las papeletas). Y, además, la gran cantidad de votos por correo requería muchos más recursos que los que tenían muchos condados, con lo que el tiempo resultaba imprescindible. Y a pesar de las críticas al proceso, lo cierto es que el retraso en el conteo no significa que éste no esté funcionando, sino al contrario, que está funcionando muy bien. Lo malo es que hay que esperar; lo bueno es que los estados están haciendo el recuento de manera muy precisa y con mucha transparencia. Con lo que no se contaba era con la magnitud del voto para Donald Trump, que indica que se habría sobreestimado el apoyo al candidato demócrata. Las expectativas demócratas por el Senado tampoco parecían cumplirse -se esperaba, por ejemplo, que la republicana Susan Collins perdiera su escaño en Maine- y aunque se mantiene la Cámara de Representantes, los demócratas también pierden algún escaño.
De nuevo las encuestas, como en 2016. De nuevo habrá que reflexionar sobre su metodología, sobre la adecuada valoración del “efecto Trump”, sobre las variables no tenidas en cuenta, sobre lo difícil que es hacer encuestas durante una pandemia y, por supuesto, no olvidarse nunca de que los márgenes de error son una realidad. Quizá las encuestas deberían limitarse a proporcionar unos datos aburridos que no sirvan para hacer predicciones, pero será difícil en el país de los pollsters. Lo que sí parece claro es que la potencial victoria de Biden será posible gracias, sobre todo, a la América de las ciudades, pobladas y diversas. Ya en 2016, 10 de los 13 estados más urbanos votaron por Hillary Clinton, y 12 de los 14 más rurales votaron por Donald Trump. Esa tendencia se acentuó en 2018, a pesar de que los demócratas retomaran el control de la Cámara de Representantes, ya que los republicanos ampliaron sus márgenes en las zonas rurales. Y San Diego dio un vuelco en los últimos cuatro años con un fuerte giro hacia la izquierda, siguiendo la tendencia de las grandes urbes. Esta división se acentúa al tiempo que crece la polarización: diferencias entre los que quieren un mayor control sobre las armas y más tolerancia ante la diversidad racial y de género, y los que apoyan mayores restricciones al aborto y a la inmigración; con los ciudadanos de las urbes perdiendo elecciones, aunque voten más, mientras que el Senado da una fortaleza desproporcionada a las áreas rurales. Aunque siempre hay excepciones: Florida, Arizona y Texas han votado por Trump, y Vermout y Maine siempre serán demócratas. Quizás pensando en esa dicotomía urbano-rural los demócratas no solo han tratado de restaurar el estatus quo en Michigan, Pensilvania y Wisconsin, que ganó Trump en 2016, sino que han ido hacia el sur, pensando en la posibilidad de llevar un cambio al Sun Belt, a la cuna del actual republicanismo, y se han acercado, aunque tímidamente.
Otra incógnita es el efecto de la pandemia en la decisión del voto. Todo indica que ha tenido un importante impacto en Wisconsin, pero en lugares como Iowa y Ohio, duramente golpeados por la pandemia, se esperaba que su entusiasmo por los republicanos o el presidente hubiera sido menor. Lo que no hay duda es de que la pandemia ha sido el detonante del histórico voto por correo. También, como cada ciclo electoral, vuelven a oírse las voces que piden una reforma del proceso electoral. La proporción entre población y colegios electorales favorece claramente a los estados más pequeños demográficamente, y a las zonas rurales sobre las urbanas. California -el estado más poblado- tiene solo 18 veces más colegios electorales que Wyoming -el menos poblado- aunque tenga una población 70 veces superior. Si a ello se le suman algunas prácticas de supresión del voto, resulta que los demócratas deben ganar el voto popular por al menos 4 puntos para poder ganar el colegio electoral. Cabe recordar que los republicanos han ganado el voto popular solo una vez desde 1992, y fue en 2004.
Lo más destacable, por novedoso y porque apunta a mayores cambios en el 2024, es que, en 2020 el electorado ha sido menos blanco (del 71% ha bajado al 65%) y más diverso que en el 2016; y la victoria de Biden en Arizona, sería un cambio histórico, al igual que el que estamos viendo en Georgia, que le debe mucho a Stacey Abrams. Y ahora, ¿qué? El 8 de diciembre (safe-harbor deadline) es la fecha límite para que los secretarios de estado determinen un ganador y envíe los electores (personas físicas) a la capital de cada estado para que firme el certificado de verificación (certificate of ascertainment), que se enviará a la presidencia del Senado de EE UU en Washington, y que es lo que de verdad elige al presidente de EE UU. No se sabía todavía qué podría pasar si se retrasa el conteo. Pero en el momento en el que haya un presidente electo, sería el arranque del periodo de transición. Un periodo en el que el presidente electo empieza a formar su equipo y su gobierno, y recauda información en las agencias federales, mientras que hay más incógnitas sobre lo que podría hacer Donald Trump. Lo deseable sería que aprovechara para firmar ese esperado paquete de ayudas para hacer frente a las consecuencias de la pandemia, pero no podrá traerse a todas las tropas de Afganistán antes de Navidad como había prometido.
A pesar del “espectáculo” que llega desde EUU, no debemos de olvidar que los estadounidenses han hecho un gran ejercicio de democracia con una histórica participación. Si además tiene como resultado una salida de Trump de la Casa Blanca, la temida polarización sin duda se rebajará. Porque, si bien ya había signos de división antes del 2016, ha sido él quien ha contribuido a exacerbarla desde el despacho oval, haciendo un dudoso uso de las herramientas que le brinda la presidencia. Es cierto que con un nuevo presidente seguirá habiendo gente que no quiera ponerse la mascarilla y que niegue el cambio climático. Pero disminuirá la división, porque no habrá un presidente encendiendo la llama desde la Casa Blanca. No será tampoco fácil, sobre todo ante el posible escenario de tener un presidente y una cámara de representantes demócratas, y un Senado republicano (aunque Biden y McConnell son viejos conocidos y este último fue el único senador republicano que fue al funeral del hijo de Biden). No fue el mejor escenario para iniciar una intensa agenda legislativa como desea Biden, pero habrá que buscar un terreno común y hacer concesiones por ambas partes. Porque el “alma” de EE UU seguirá en juego.
La relación de Whashington con el mundo no es una de las protagonistas de las elecciones presidenciales celebradas. Sin embargo, todo apunta a un cambio de rumbo, gane quien ganase, y más si la victoria era demócrata y protagonizada por el vicepresidente de Barack Obama durante sus dos mandatos progresistas. La rotura del consenso bipartidista en política exterior en EE UU, el creciente rechazo a la “gran estrategia” de la post Guerra Fría, la creciente polarización política y el coste que los estadounidenses están dispuestos a soportar en sus espaldas para mantener el liderazgo en la comunidad global, están llevando a un creciente debate sobre el compromiso y el papel de EE UU en el mundo. Por ahora domina la idea de elaborar una estrategia que reduzca la presencia militar estadounidense en el exterior y que ajuste sus intereses de manera que no se involucre más ahí donde estén en juego sus intereses vitales. ‘Ambitious foreign policy wannabes rarely question the desirability of US primacy, the need for nuclear superiority, the necessity of NATO, the desirability of the “special relationship” with Israel, the need to protect access to Middle East oil and defend an array of Asian allies and the inevitability of conflict with “rogue states” such as North Korea and Iran.’. El bipartidismo en la política exterior en EE UU ha sido una constante en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Si bien había desacuerdos sobre los detalles, había un amplio consenso en los principios básicos: que el país debía jugar un papel activo en los asuntos internacionales y que debía contener la expansión del comunismo. El compromiso del país era diplomático -con la construcción de instituciones multilaterales y alianzas en Europa, Asia y América-, económico -con la ayuda al desarrollo y abiertos al comercio y a los flujos financieros- y militar -con operaciones que apoyaban regímenes amigos y actuaban contra regímenes que eran percibidos como hostiles-. No sólo los principales elementos de este consenso sobrevivieron al final de la Guerra Fría sino que a partir de 1989 se puso plenamente de manifiesto el compromiso de EE UU de utilizar su poder “único” para “doblegar” al mundo hacia los ideales de democracia, libre mercado, Estado de derecho y derechos humanos con la aparición del “momento unipolar”. Republicanos y demócratas apoyaron la ampliación de la OTAN para ayudar a proteger a las jóvenes democracias de Europa Central, hubo continuos esfuerzos para liberalizar la economía internacional a través de una serie de acuerdos de libre comercio y la creación de la Organización Mundial del Comercio (OMC), y se hizo frente a aquellos que amenazaban el funcionamiento del sistema internacional, como Corea del Norte y Saddam Hussein.
Tras la desaparición de la Unión Soviética el Pentágono adoptó una “gran estrategia” basada en el gran dominio norteamericano, con diferentes matices según las Administraciones. Washington daba así una respuesta estratégica única a los diferentes riegos a la seguridad que se apoyaba en el establecimiento de un orden internacional favorable a los valores e intereses de EE UU. Se habla de tres diferentes tipos de “gran estrategia”: la de primacía, según la cual el principal objetivo es la preservación indefinida de la posición preeminente de EE UU en el sistema internacional (George W. Bush); el internacionalismo liberal, que apuesta por la posición preeminente de EE UU en el mundo a través de las instituciones multilaterales y la promoción de la democracia y el libre mercado (Bill Clinton, Barack Obama y algunos elementos de la doctrina Bush); y la gran estrategia de offshore balancing, que tiene su origen en la teoría realista del equilibrio del poder, según la cual no se requiere un dominio de EE UU de todo el sistema internacional, siendo importante desplazar algunas de las cargas a otros Estados (hay debate sobre si Obama adoptó esta estrategia en algún momento).
La pervivencia durante tres décadas de una “gran estrategia” se vio favorecida en parte por la inercia entre los que pensaban, escribían y tomaban decisiones en política exterior, y que a su vez alimentaban el consenso bipartidista. Había -y continúa existiendo- una elite formada por funcionarios, miembros de think tanks, académicos, lobbies y medios de comunicación, bautizada por el que fuera asesor de Barack Obama, Ben Rhodes, como the Blob, cuyos miembros entraban y salían de gobierno, consultoras, universidades y talk-shows, que abarcaban desde las posiciones liberales y multilaterales hasta las más neoconservadoras. Sus diferencias eran tácticas, pero todos ellos promovían un conjunto de políticas que fueron definiendo la política exterior de EEUU en los últimos 30 años, esa “gran estrategia” que no dudaba de la indispensable naturaleza del liderazgo norteamericano.
Los detractores de la “gran estrategia” de la post Guerra Fría, sin embargo, prefieren denominarla “hegemonía liberal”. Una hegemonía durante la cual esa “elite” de política exterior no puso remedio a los errores estratégicos que se iban cometiendo, como las intervenciones en Irak (2003), Afganistán, Libia, Siria o Yemen, sino que llevó a los aliados a comportarse como free-riders, lo que incrementó aún más los requerimientos a EE UU, favoreció el crecimiento de los Estados fallidos y el terrorismo al querer imponer los ideales estadounidenses, e incluso llevó a un sistema financiero internacional más frágil, como se vio tras la crisis de 2008. En resumen, la “hegemonía liberal” fue un fracaso bajo gobiernos demócratas y republicanos que dejó a EE UU en una posición peor de la que estaba a principios de los 90.
La realidad de los últimos 30 años es más complicada que la mera existencia de esa “elite” en la política exterior, la simplificación de la teoría de la “hegemonía liberal” y el absoluto fracaso de Washington en el mundo (cabe recordar que el número de democracias pasó de 76 en 1990 a 120 a principios de los 2000, junto con una creciente integración económica y expansión del libre mercado). El mundo ha ido cambiando, han aparecido nuevos actores, nuevas potencias y nuevas amenazas, sin olvidar el impacto de grandes avances tecnológicos en todos los ámbitos. La noción de una “gran estrategia” se había convertido en una vana búsqueda de un orden y una coherencia en un mundo cada vez más complejo, por lo que cada vez era más difícil dar una respuesta estratégica única a la variedad de riesgos con los que se enfrentaba el país. En 2016, Donald Trump demostró que era posible llevar a cabo una campaña electoral y dirigir una administración sin hacer reverencias a los tradicionales consensos y tabúes de política exterior estadounidense. La promoción de su política exterior America First se alejaba de manera notable de la “gran estrategia” de la post Guerra Fría sobre la que se había apoyado el liderazgo global estadounidense durante las últimas tres décadas. Sacudió importantes pilares como el compromiso con los aliados europeos, la contención del expansionismo ruso y el abrazar los mercados abiertos. La hasta entonces élite de política exterior quedó marginada por Donald Trump, que decidió abandonar el clásico proceso de toma de decisiones, haciendo caso omiso los informes de inteligencia, dando poco valor a la experiencia política y demonizando el orden liberal internacional.
Trump rompía con el consenso bipartidista ante un mundo y unas amenazas cambiantes, pero también revelaba un síntoma interno que iba cogiendo velocidad de crucero, una amenaza a la posición de EE UU en el mundo que venía de dentro: la polarización partidista, que entorpecía la cooperación bipartidista tan característica de la política estadounidense. Si hubo un largo período en el que había acuerdo sobre los medios y los fines en los asuntos internacionales, que implicaba además una considerable deferencia hacia el ejecutivo en temas de seguridad nacional, ahora se había reemplazado por un instinto a atacar. Los debates y desacuerdos no son nuevos en la política estadounidense, pero algo ha ido cambiando en los últimos años. La polarización de la elite política es tal que la divergencia entre los partidos es total, con la práctica desaparición de los legisladores de centro y la eliminación de cualquier solapamiento entre republicanos y demócratas. Como consecuencia, hay una creciente homogeneización en los partidos y también una “polarización emocional” o “partidismo negativo”: la desconfianza y aversión hacia miembros del otro partido, lo que lleva a denegar cualquier victoria del contrario incluso si se apoyan sus objetivos. La dificultad de aceptar las propuestas del adversario político o alcanzar compromisos con ellos dificulta el desarrollo de la política exterior en EE UU, así como el ejercicio del poder diplomático y militar en el mundo. A este proceso habría que añadir la fragmentación de los medios de comunicación y la proliferación de nuevas fuentes de información partidistas.
La idea de que “la política acaba cuando empieza el mar” (politics stop at the water’s edge) –frase acuñada por el republicano Arthur Vanderberg para decir que más allá de las fronteras se imponían los intereses nacionales y se dejaban de lado las rivalidades políticas– no siempre ha sido real, pero había un considerable bipartidismo. Hubo, por ejemplo, importantes debates sobre el uso de la fuerza con propósitos humanitarios en los 90. Pero fue la Guerra de Irak cuando la división comenzó a hacerse más profunda, considerándose además un punto de inflexión en la hegemonía de EE UU en la post Guerra Fría que puso en evidencia su poder militar como una fuerza transformadora. Más adelante, los intentos de Barack Obama por no enredarse demasiado fuera de las fronteras y restaurar las relaciones con los aliados tuvieron un éxito relativo, en parte por la dura oposición republicana y su crítica al leading from behind. No obstante, Obama continuó con la tradición de nombrar a alguien del otro partido para ocupar un puesto en el entramado de política exterior (Robert Gates y Chuck Hagel), algo que se entendía facilitaba los puentes con la oposición. Pero la polarización política crecía a marchas forzadas.
El departamento de Estado tiene una lista de 45 tratados o acuerdos aún pendientes de la acción del Senado desde 1945, 22 de los cuáles son de la Administración Obama. Y esto a pesar de que Obama presentó muchas menos iniciativas en el Senado que sus predecesores: sólo 38 en dos legislaturas, comparado con 95 de George W. Bush y 189 de Bill Clinton. Obama, además, tienen la menor tasa de ratificación que cualquiera de sus antecesores, pues sólo un 44% de sus acuerdos fueron ratificados en tres años. El historial de Obama es un testimonio de la no voluntad de los republicanos en el Senado por aprobar o votar cualquier acuerdo que él firmara. Incluso uno de sus mayores éxitos, la ratificación del nuevo Tratado START con Rusia, demostró las dificultades de llegar a un acuerdo en una era de polarización. El Senado aprobó el acuerdo por 71 a 26, con el menor número de votos afirmativos de entre todos los acuerdos de limitación de armas estratégicas que pasaron por el Senado. Esta posición llevó también a un creciente uso por parte de Barack Obama de las órdenes ejecutivas (Acuerdo de París, JCPOA y restablecimiento de las relaciones diplomáticas con Cuba), fácilmente derogables por otra orden ejecutiva, como así ha ocurrido.
La incapacidad de alcanzar un consenso bipartidista ha convertido EE UU en un socio menos fiable en asuntos internacionales, ya que cualquier compromiso puede ser revocado por un cambio de Administración, lo que dificulta los compromisos a medio y largo plazo con socios y aliados. Al mismo tiempo, dificulta alcanzar un consenso sobre las lecciones aprendidas tras posibles errores en las decisiones de política exterior, tan necesarios para aprender y adaptarse. Otro gran riesgo de esta postura, y que nadie advirtió antes de 2016, es la vulnerabilidad del sistema político estadounidenses ante posibles intervenciones internacionales. El intrusismo ruso aprovechó la creciente división política en EE UU y trató de dividir aún más al país, que no supo unirse a la hora de responder a un ataque a su soberanía. En resumen, la polarización política complica la habilidad de EE UU para hacer uso de sus capacidades a fin de proteger sus intereses en el largo plazo y de defenderse de las amenazas a su soberanía.
Al igual que el Partido Republicano hizo con la última Administración demócrata, la creciente polarización lleva ahora el Partido Demócrata a criticar sin paliativos la política exterior de Donald Trump. Y para ello tiene que hacerlo desde la derecha y no desde la izquierda. Así, durante la primera Administración Trump, la mayoría de los senadores demócratas se posicionaron a favor de una línea dura contra Rusia, pidieron el mantenimiento de las sanciones, apoyaron el envío de armas a Ucrania y pidieron cerrarle la puerta de la OTAN a este último país. También una mayoría de los demócratas del Senado se ha opuesto a una retirada precipitada de Siria y Afganistán, después de que casi por unanimidad apoyaran el fin de las guerras en Oriente Medio. Y los representantes demócratas de la Cámara Baja sacaron adelante un proyecto de ley que impide al presidente retirar a EEUU de la OTAN tras las continuas amenazas y menosprecios a la organización. Los demócratas se oponen también al acercamiento a Corea del Norte, reprochan las reuniones del presidente de EE UU con el líder norcoreano y la decisión de suspender los ejercicios militares con Corea de Sur, y se oponen al deseo de retirar tropas estadounidenses la península coreana. Estas respuestas de la mayoría de los senadores demócratas han sido una crítica desde el consenso bipartidista de la post Guerra Fría, pero desde la posición más escorada a la derecha, acercándose por tanto al clásico mainstream republicano.
Este “jugar” a ser más beligerantes que Donald Trump -a excepción de la cuestión iraní les ha ido acercando casi sin querer al grupo de republicanos autodenominados Never Trump, que al fin y al cabo son los mismos que les acusaban de pacifistas hace algunos años. Por regla general, se trata de neoconservadores y “halcones” del Partido Republicano que no respetan las capacidades de Trump como Commander-in-Chief. Le califican de impulsivo, imprudente y cortoplacista. Este grupo de intelectuales de política exterior se refiere a Trump como “aislacionista”, uno de los adjetivos más peyorativos de la elite política de Washington, y que está destrozando el estatus de superpotencia de Washington en millones de piezas. Pero cuanto más se hacen eco de estos ex halcones de la política exterior, más se alejan los demócratas de su base. Ésta apoya una reducción de la presencia militar en el exterior, es escéptica ante los grandes gastos en defensa y ha visto con recelo el extensivo uso de la fuerza militar para luchar contra el terrorismo. No sólo la base demócrata, sino los estadounidenses en general tienen una visión diferente de sus políticos y desean una política exterior que se centre en dos objetivos: proteger el territorio de amenazas externas y proteger los puestos de trabajo. Así, buscan una política exterior cada vez más contenida, aunque rechazando el aislacionismo.
Esta separación entre lo que quieren los estadounidenses y la efectiva política exterior de EE UU ha sido, además, la tónica desde el final de la Guerra Fría. Desde entonces, Washington amplió sus esferas de influencia y sus compromisos en el exterior gracias al consenso bipartidista con la idea de que, de manera implícita, el estadounidense medio se beneficiaría a medida que creciera la huella global de EE UU. Sin embargo, la mayoría de los ciudadanos no pensaban lo mismo. El incremento de la deuda federal, el estancamiento de los salarios y la degradación de las infraestructuras no han sido correlativas a la expansión internacional. Por eso, una mayoría se ha opuesto a las intervenciones de sus gobiernos en el exterior, con la excepción de la invasión de Afganistán y la campaña lanzada en 2014 contra Estado Islámico, por ser respuestas a ataques directos contra los estadounidenses.
Parte del problema ha sido no haberse dado cuenta -o no haber querido darse cuenta- de que los cambios que estaban aconteciendo en casa invariablemente estaban alterando cómo los norteamericanos percibían y conceptualizaban los intereses nacionales fuera. Pero también es cierto que los tres presidentes anteriores a Donald Trump eran de alguna manera sabedores de esta visión de los estadounidenses y que, a pesar de que todos al final adoptaron una “gran estrategia”, prometieron durante sus campañas hacer menos fuera y más dentro de casa. Al final se vieron superados por las guerras en la ex Yugoslavia, el 11-S, Afganistán e Irak, Libia y Siria, respondiendo a acontecimientos imprevistos que escapaban a su control. Tampoco hay que olvidar que existen una serie de impedimentos estructurales en EE UU que obstaculizan cualquier cambio radical en las instituciones políticas de seguridad nacional. Esto explica que a pesar de que Donald Trump abandonó el Acuerdo del Clima de París y el acuerdo nuclear con Irán y que priorizó en su primer mandato las relaciones bilaterales por encima de las multilaterales, no ha logrado disminuir todo lo que había prometido las tropas en Oriente Medio, que el compromiso con la OTAN sigue intacto y que hay más tropas norteamericanas en Europa Oriental que a finales de los 90.
El mantra de Bill Clinton en su campaña electoral de 1992 fue the economy, stupid, George W. Bush prometió una política exterior más humilde y modesta y el final de las políticas de nation building, y Barack Obama se mostró a favor del fin de la guerra de Irak y hacer nation building at home. Obama era consciente de que el anterior consenso sobre el papel de EE UU en el sistema internacional había ido mermando entre los votantes, lo que guio sus esfuerzos –sobre todo en el segundo mandato– a encontrar maneras de minimizar el coste que los estadounidenses estaban dispuestos a soportar a sus espaldas para mantener el liderazgo mundial. Algunos denominaron a este intento como la búsqueda de un paradigma low-cost, sin bajas. Donald Trump, por su parte, puso al descubierto cómo la narrativa que sustentaba las variantes del “pragmatismo internacionalista” sobre el que se apoyaron las Administraciones demócratas y republicanas habían colapsado para una mayoría de los estadounidenses, muchos de los cuales cuestionaban algunos de sus principios y dogmas. Cuando Donald Trump dijo en 2016 que la política exterior de EE UU era un completo fracaso y un desastre total, que el establishment había perdido el contacto con la realidad y que se comportaba de manera irresponsable, muchos estadounidenses asintieron con la cabeza.
Según una reciente encuesta del Eurasia Group Foundation, una mayoría de los votantes de Biden y Trump creen que la mejor manera de alcanzar la paz y mantenerla es centrándose en las necesidades domésticas y en la salud de la democracia estadounidense pero, al mismo tiempo, evitando intervenciones innecesarias más allá de sus fronteras. Un 56% frente a un 23% quiere que el país aumente su compromiso diplomático en el mundo y con menor énfasis en la presencia militar, más del 70% dice que EE UU debería volver a la OMS y a los Acuerdos sobre el Clima de París, un 66% afirma que EE UU debería volver al JCPOA y un 41% afirma que la estrategia de “máxima presión” a Irán ha hecho que EE UU esté menos seguro. Las generaciones más jóvenes son más escépticas ante la “excepcionalidad” de su nación y más de la mitad de los de entre 18 y 19 años creen que EE UU “no es una nación excepcional”, mientras que una cuarta parte de los mayores de 60 sí lo cree. Ante tales evidencias, la mayoría de políticos estadounidenses acepta que no va a haber una vuelta a la política exterior de 2016 ni de 2008, aunque sólo sea por el hecho de que la elección de Donald Trump y sus años de gobierno han comenzado ya a alterar la estructura de la política internacional. Además, el final del momento unipolar y el regreso a la competición de las grandes potencias han cambiado la estructura de coste-beneficio para los compromisos de EE UU y han puesto de manifiesto las limitaciones del poder norteamericano y la necesidad de modernizar el compromiso con otros países e instituciones. Los estadounidenses quieren que se renegocien los términos de la implicación de EE UU en términos de coste y compartición de cargas, y que se revise la cuestión de cómo los costes y los beneficios del compromiso de EE UU van a ser distribuidos entre la población.
Ni el establishment del Partido Demócrata que critica a Trump desde la derecha ni los neo-conservadores que no ven al presidente de EE UU como un digno Commander-in-Chief parecen tener las claves del futuro de la política exterior. Defender una “gran estrategia” basada en la visión del mundo de Hillary Clinton, Marco Rubio o Jeff Bush no parece viable, pero tampoco que su abandono sea una señal de declive nacional. EE UU sigue necesitando lo mismo de su política exterior: promocionar las condiciones internacionales que den a los estadounidenses la mejor oportunidad para ser prósperos y libres. Y hay una clara tendencia hacia una estrategia que combine un “retraimiento” (retrenchment) global, que lleve a EE UU a retirar de forma paulatina sus fuerzas del mundo, con una restricción (restraint) o limitación de sus compromisos de seguridad. Es la alternativa que está emergiendo de manera más rápida y de forma más coherente. La limitación de los compromisos (restraint) -es decir, menos guerras y más diplomacia- quizá es menos controvertida que la retirada de la presencia militar de EE UU en el exterior. Significa ajustar los intereses sin lanzar guerras a no ser que estén en juego intereses vitales y, por tanto, implicaría acabar con el compromiso en Afganistán y otros países de Oriente Medio. Al mismo tiempo, supone forzar a las otras naciones a ocuparse de su propia seguridad y, en general, apostar más por herramientas diplomáticas, económicas y políticas.
¿Debería EE UU involucrarse en un conflicto lejano donde rusos y chinos están dispuestos a dar la vida, pero no los estadounidenses? En 1943 Walter Lippmann escribió que “the nation must maintain its objectives and its power in equilibrium, its purposes within its means and its means equal to its purposes, its commitments related to its resources and its resources adequate to its commitments, it is impossible to think at all about foreign affairs”. También la Estrategia de Seguridad Nacional de 2010 de Barack Obama afirmaba que hay que “vivir dentro de nuestras posibilidades”. EE UU debe abordar una crisis de “solvencia” de su política exterior. La idea es que no se puede incurrir en obligaciones externas que excedan el dinero, las armas y la voluntad de desplegar dichos recursos de forma indefinida y en todas partes. Cuando las obligaciones de un país exceden esas capacidades hay que volver hacia atrás para volver al equilibrio. Y en la competición entre grandes potencias en la que está inmerso ahora el mundo, con China y con Rusia como los principales competidores, los problemas de insolvencia pueden ser incluso mayores. EE UU ha llegado a extender su presencia hasta las fronteras de estos dos países. ¿Debería EE UU involucrarse en un conflicto lejano donde rusos y chinos están dispuestos a dar la vida -pero no los estadounidenses-, como en Taiwán? America first no es una estrategia, pero está obligando a los políticos de ambos partidos a hacer frente a la tentación de la contracción e incluso al aislacionismo en los asuntos internacionales o a desarrollar un nuevo internacionalismo más selectivo.
Lo que parece claro es que EE UU necesita una nueva política exterior que tenga más presente a sus ciudadanos, que no se olvide de las grandes preocupaciones globales como el cambio climático y la lucha contra las pandemias, y que tenga en cuenta la nueva configuración del poder en la que destaca el papel de China. Hay que explicar qué significa liderar y cómo se quiere hacer, y quizá devolver el papel al Congreso que debe tener en los asuntos internacionales. Nada hace presagiar que estemos ante el fin del papel global de EE UU en el mundo, pero todo indica que, independientemente de quien gane en noviembre -logró la victoria el demócrata Joe Biden- la política exterior no volverá a ser la de antes, para ninguno de los dos partidos. Estamos ante una nueva era: la “post post Guerra Fría”.
¿Cómo abordará la actual Administración Biden los asuntos internacionales a partir de 2021? La experiencia del candidato demócrata en política exterior puede dar algunas claves sobre alguna de las posiciones que adoptaría Joe Biden en el ámbito internacional, unido a los más recientes debates dentro del Partido Demócrata sobre cómo hacer frente al mundo de hoy en día. Liderazgo, democracia y cooperación parecen ser los pilares de una potencial política exterior que deberá hacer frente al reto de China y las amenazas transnacionales y devolver la confianza de aliados y socios en el país. La política doméstica es un terreno más predecible que la política exterior, que en última instancia estará determinada por aquello que pase más allá de las fronteras. Por lo tanto, parece conveniente conocer el historial y los instintos de los candidatos a la presidencia de EEUU para prever de forma aproximada cómo reaccionarían ante lo inesperado. El candidato demócrata, Joe Biden, tiene una dilatada carrera política y una amplísima experiencia en asuntos internacionales. Su visión del mundo ha sido moldeada y acotada por su larga experiencia, en la que destacan sus más de 30 años en el Comité de Relaciones Exteriores del Senado y su implicación en numerosos asuntos internacionales como vicepresidente de Barack Obama. Pero no es un político intelectual, está impregnado de cierto pragmatismo inherente a sus largos años en la actividad política y, al mismo tiempo, tiene ese hábito de dejarse guiar por el sentimiento público. Desde que llegó al Senado en 1973, no se ha alejado demasiado del mainstream bipartidista de la política exterior, siendo etiquetado como hombre de Estado. Y, sin embargo, por su temperamento y también por el paso del tiempo, y experiencias personales, ha ido cambiando.
En sus memorias, el ex secretario de Defensa Robert Gates escribió que Joe Biden, aunque “un hombre íntegro”, “se había equivocado en casi todos los asuntos de política exterior y de seguridad nacional en las últimas cuatro décadas”. Un duro veredicto viniendo de una respetada figura como es Gates. Éste recordaba que Biden se opuso al paquete de ayudas de Gerald Ford para Vietnam del Sur -Biden afirmaría que no estaba en contra de la guerra sino de la política que se llevaba a cabo-; dio la bienvenida a la caída del Sah de Persia, aunque es un dato que no ha sido comprobado; se opuso a la Iniciativa Estratégica de la Defensa de Ronald Reagan y su postura frente al tratado ABM; y votó en contra de la Primera Guerra del Golfo, apostando por esperar más tiempo y ver el impacto de las sanciones económicas. Joe Biden encajaba con los demócratas liberales que no querían vincular el destino de EE UU a la lucha contra el comunismo en el mundo, pero tampoco tildaba el poder americano de fuerza malévola.
En los 90, con la Guerra Fría ya acabada y los demócratas en la Casa Blanca, Biden, ya miembro del Comité de Exteriores, llegó a aceptar el argumento para las “intervenciones humanitarias”, como muchos otros liberales. Fue un defensor de la causa bosniaca frente a Serbia, criticando la escasa determinación de la ONU en Bosnia y copatrocinando una de las más importantes piezas legislativas adoptadas por Washington sobre la guerra en 1995. También fue un gran defensor de los esfuerzos por la no-proliferación nuclear. Después del 11-S, el Partido Demócrata se movió hacia la derecha en seguridad nacional y Joe Biden habló favorablemente de un cambio de régimen en Irak, votando a favor de la autorización para el uso de la fuerza militar en 2003, decisión que luego ha tratado de matizar. En 2006 apostó por la partición de Irak y en 2007 se opuso al surge de tropas en el país porque consideraba que sería un “trágico error”. También mostró sus reticencias a la presencia de Barack Obama en Afganistán porque perjudicaría la lucha contra el terrorismo, se mostró escéptico ante la operación que acabó con Bin Laden (aunque más tarde Biden diría que al final animó a Obama a seguir adelante) y se opuso a la intervención en Libia. Apoyó, sin embargo, el uso de tropas para acabar con el conflicto en la región sudanesa de Darfur y apoyó un ataque a Siria en 2013 cuando Bashar al-Assad cruzó la línea roja con el uso de armas químicas. Fue precisamente en los temas de seguridad nacional donde Barack Obama y Joe Biden tuvieron sus mayores desacuerdos.
Joe Biden no es un pacifista, como parece que trataba de sugerir Gates en sus memorias, pero tampoco es un realista como aquellos que creen que EE UU va por mal camino cuando persigue sus valores en vez de sus intereses geopolíticos. Y la campaña de Biden en 2020 giró toda ella alrededor de los valores. De hecho, ha prometido restaurar “el alma de la nación” y que EE UU vuelva a ser un país en quien confiar. En 2014, en un discurso en Harvard, afirmó que en un mundo con el poder cada vez más disperso y con nuevas amenazas, EE UU tenía la obligación de liderar, a pesar del coste y sacrificio para los estadounidenses, porque si no otro lo haría en detrimento de sus valores e intereses, o no lo haría nadie, dando lugar al caos. Ese idealismo de que “está a nuestro alcance hacer un mundo mejor” está, sin embargo, matizado con suficiente realismo como para evitar despliegues masivos que lleven al desastre, y que conecta con su visión de Vietnam, de Afganistán y de Libia. Pero como liberal de la Guerra Fría seguramente desilusionará al ala más progresista del partido, que cree que EE UU sólo puede usar su poder en nombre de otros. No parece tampoco que vaya a sobrepasar los límites tradicionales, como cuando Barack Obama pidió el fin de las armas nucleares en el mundo. También resulta difícil imaginárselo dando un discurso en el mundo islámico como el de Barack Obama en El Cairo en 2009, porque Biden no da discursos, sino que hace llamadas de teléfono. Practica la política exterior como practica la política, hablando con la gente y escuchándolos. Una vez afirmó que “la política exterior es como las relaciones humanas” y seguramente será eso lo que veamos. Y ahí, su persistencia y su empatía son características propias que serán importantes de cara a los aliados y socios.
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